SUEÑOS
DE BARRO
Otro
día..., me digo, y luego pienso (como si estos tres meses hubiesen
sido solo un día, pero elástico y cansino) que ayer, nada más
despertarme, dije exactamente lo mismo.
Cubro
mi cara con espuma de afeitar, y por no zambullirme en mis ojos,
irritados por la inquietud de mis sueños, me paso la cuchilla de
memoria y sin mirarme en el espejo. El borboteo de la cafetera me
recuerda que la vida no va a detenerse, así que arrastro los pies
hasta la cocina y me preparo la taza de café, el cuenco de cereales
y el vaso de zumo, que más tarde dejaré apilados en el fregadero.
Sintonizo un programa absurdo y ruidoso con tal de no acostumbrarme a
un mutismo que empujaría a mis pensamientos hasta los rincones en
los que más dolerían; para, después de unos minutos de
estridencia, descubrir que el histrionismo que vomita el televisor,
no va a encubrir los silencios que últimamente acostumbro a captar
por encima del umbral de los rumores cotidianos. Asumo que hoy será
otro día extraño, y me dispongo a escuchar algunos de esos
silencios sedientos que tan conocidos me son ya: las sábanas
pidiéndome que las lave, mi cuerpo suplicándome una ducha, los
quejidos resecos de la vajilla, las plantas del jardín entonando la
danza de la lluvia. Ayer, me hice el desentendido cuando Luisa volvió
del trabajo y miró de reojo hacia el fregadero. Ella es más fuerte
que yo. Deslizó cariñosamente su mano por mi mejilla a la vez que
me decía que la vida no iba a detenerse, que debía animarme. Como
si yo no lo supiese ya. Después, con calma, comenzó a contarme su
día; y luego, muy sutilmente, dejó que su monólogo se fuese
extinguiendo gota a gota, mientras se ponía a fregar platos, a lavar
la ropa y a deslizar la fregona discretamente por toda la casa.
Luisa
entiende perfectamente que me sea difícil tocar el agua desde hace
tres meses; desde que Carlos se fue. No puedo creer que no vayamos a
volver a verle, ahora que estoy demostrando creer en cosas más
difíciles, como que la vida no va a detenerse porque él se haya
ido. Los próximos veranos no parecerán veranos sin él; y supongo
que con el resto de las estaciones ocurrirá lo mismo, mientras
nuestros calendarios sigan incompletos. Las zambullidas de este
último año junto a Carlos han sido toda una hazaña, después de
una vida llena de terapias luchando contra su pánico al agua. Me
resulta paradójico y extraño que hayamos intercambiado mi valentía
por su miedo justo antes de que se fuese; sin embargo, ha sabido
enriquecer hasta el último minuto que estuvo entre nosotros. Subió
a aquel avión con una sonrisa enorme tras recibir la noticia de que,
unos días antes, en el campamento del desierto al que viajaba como
voluntario, había nacido un nuevo miembro; pero antes, vació
completamente su mochila y nos hizo llenarla con pequeñas botellas
de agua mineral (para él eran biberones de vida; y una gran lección
para todos nosotros). No debió verme llorar en el último instante,
pero, me dí cuenta tarde.
No
entiendo por qué, a pesar del ruido ensordecedor del televisor, el
inoportuno vaivén de la inercia me empuja a pensar de nuevo en ese
día; el día más desafortunado y seco de la vida de Carlos. Así
que no puedo evitar imaginar, una vez más, la mina estallando bajo
el peso del Land Rover; los cuerpos enterrados, precipitadamente a
causa del calor, en aquel improvisado cementerio medio engullido por
las dunas, sin una gota de agua en kilómetros a la redonda con la
que haber podido limpiar antes su sangre; imagino, también, que el
último pensamiento de mi hijo debió ser pardo y oscuro; tan pardo y
oxidado como la sangre que quedaba manchando para siempre aquel
oleaje de arena, mientras que yo, aquí, seguía a salvo de todo. Sí,
no debí dejar que me viese llorar en aquella última despedida, pero
me dí cuenta tarde.
Ahora,
apago el televisor, después de haber comprendido que su ruido es
inútil, que no va a cambiar en nada la extraña continuidad de este
día elástico y cansino que dura ya desde hace tres meses. Arrastro
los pies de nuevo, primero hasta el dormitorio, y después hasta el
sillón que hay junto a la ventana de la sala, para intentar releer
el libro cualquiera que acabo de coger de mi escritorio. Volveré a
arrastrarlos varias veces durante las próximas horas: hasta el baño,
hasta la cocina, quizá hasta el garaje; todo dependerá de las
ínfimas necesidades que me vayan surgiendo y de la hora a la que
regrese Luisa. Ella sabrá hacer, gota a gota, que todo empiece a
estar menos seco, más limpio; y entonces, todo será un poco más
sencillo, porque irán desapareciendo paulatinamente todos estos
sedientos y persistentes silencios que escucho; a pesar de que, esta
noche, me empeñe en fraguar de nuevo sueños de barro hechos de
arena y de agua; y de que mañana, lo primero que haga nada más
abrir los ojos, sea, inevitablemente, decirme a mi mismo: “otro
día...”.
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