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martes, 7 de julio de 2015


SUEÑOS DE BARRO



     Otro día..., me digo, y luego pienso (como si estos tres meses hubiesen sido solo un día, pero elástico y cansino) que ayer, nada más despertarme, dije exactamente lo mismo.

     Cubro mi cara con espuma de afeitar, y por no zambullirme en mis ojos, irritados por la inquietud de mis sueños, me paso la cuchilla de memoria y sin mirarme en el espejo. El borboteo de la cafetera me recuerda que la vida no va a detenerse, así que arrastro los pies hasta la cocina y me preparo la taza de café, el cuenco de cereales y el vaso de zumo, que más tarde dejaré apilados en el fregadero. Sintonizo un programa absurdo y ruidoso con tal de no acostumbrarme a un mutismo que empujaría a mis pensamientos hasta los rincones en los que más dolerían; para, después de unos minutos de estridencia, descubrir que el histrionismo que vomita el televisor, no va a encubrir los silencios que últimamente acostumbro a captar por encima del umbral de los rumores cotidianos. Asumo que hoy será otro día extraño, y me dispongo a escuchar algunos de esos silencios sedientos que tan conocidos me son ya: las sábanas pidiéndome que las lave, mi cuerpo suplicándome una ducha, los quejidos resecos de la vajilla, las plantas del jardín entonando la danza de la lluvia. Ayer, me hice el desentendido cuando Luisa volvió del trabajo y miró de reojo hacia el fregadero. Ella es más fuerte que yo. Deslizó cariñosamente su mano por mi mejilla a la vez que me decía que la vida no iba a detenerse, que debía animarme. Como si yo no lo supiese ya. Después, con calma, comenzó a contarme su día; y luego, muy sutilmente, dejó que su monólogo se fuese extinguiendo gota a gota, mientras se ponía a fregar platos, a lavar la ropa y a deslizar la fregona discretamente por toda la casa.

     Luisa entiende perfectamente que me sea difícil tocar el agua desde hace tres meses; desde que Carlos se fue. No puedo creer que no vayamos a volver a verle, ahora que estoy demostrando creer en cosas más difíciles, como que la vida no va a detenerse porque él se haya ido. Los próximos veranos no parecerán veranos sin él; y supongo que con el resto de las estaciones ocurrirá lo mismo, mientras nuestros calendarios sigan incompletos. Las zambullidas de este último año junto a Carlos han sido toda una hazaña, después de una vida llena de terapias luchando contra su pánico al agua. Me resulta paradójico y extraño que hayamos intercambiado mi valentía por su miedo justo antes de que se fuese; sin embargo, ha sabido enriquecer hasta el último minuto que estuvo entre nosotros. Subió a aquel avión con una sonrisa enorme tras recibir la noticia de que, unos días antes, en el campamento del desierto al que viajaba como voluntario, había nacido un nuevo miembro; pero antes, vació completamente su mochila y nos hizo llenarla con pequeñas botellas de agua mineral (para él eran biberones de vida; y una gran lección para todos nosotros). No debió verme llorar en el último instante, pero, me dí cuenta tarde.

     No entiendo por qué, a pesar del ruido ensordecedor del televisor, el inoportuno vaivén de la inercia me empuja a pensar de nuevo en ese día; el día más desafortunado y seco de la vida de Carlos. Así que no puedo evitar imaginar, una vez más, la mina estallando bajo el peso del Land Rover; los cuerpos enterrados, precipitadamente a causa del calor, en aquel improvisado cementerio medio engullido por las dunas, sin una gota de agua en kilómetros a la redonda con la que haber podido limpiar antes su sangre; imagino, también, que el último pensamiento de mi hijo debió ser pardo y oscuro; tan pardo y oxidado como la sangre que quedaba manchando para siempre aquel oleaje de arena, mientras que yo, aquí, seguía a salvo de todo. Sí, no debí dejar que me viese llorar en aquella última despedida, pero me dí cuenta tarde.


      Ahora, apago el televisor, después de haber comprendido que su ruido es inútil, que no va a cambiar en nada la extraña continuidad de este día elástico y cansino que dura ya desde hace tres meses. Arrastro los pies de nuevo, primero hasta el dormitorio, y después hasta el sillón que hay junto a la ventana de la sala, para intentar releer el libro cualquiera que acabo de coger de mi escritorio. Volveré a arrastrarlos varias veces durante las próximas horas: hasta el baño, hasta la cocina, quizá hasta el garaje; todo dependerá de las ínfimas necesidades que me vayan surgiendo y de la hora a la que regrese Luisa. Ella sabrá hacer, gota a gota, que todo empiece a estar menos seco, más limpio; y entonces, todo será un poco más sencillo, porque irán desapareciendo paulatinamente todos estos sedientos y persistentes silencios que escucho; a pesar de que, esta noche, me empeñe en fraguar de nuevo sueños de barro hechos de arena y de agua; y de que mañana, lo primero que haga nada más abrir los ojos, sea, inevitablemente, decirme a mi mismo: “otro día...”.

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