BENDITA LADRONA DE
CUERPOS
Una
lejana noche de Hallowen, mientras pagaba a una camarera, me
robaron a mi chico. Sí, habéis leído bien, me lo quitaron.
Mientras aquella ojerosa muchacha extendía su mano sobre la mía para liberar sobre ella el tintineo de las monedas de la vuelta, supe
que algo estaba ocurriendo a mi espalda. Con el revoloteo de aquella
premonición ensombreciendo mis cejas, me volví muy despacio.
Y allí, entre las vaharadas de los cafés de nuestra mesa, descubrí el revoloteo de aquella primera mirada de ternura entre
Miguel y mi amiga Ana. Por fortuna, todo empezaba a funcionar.
Miguel, desde siempre había suspirado por mí, y estaba tan seguro
de sí mismo que cometió el pequeño error de dar por hecho que yo
también lo hacía por él (bueno, conociendo ahora lo planificador
que fue siempre, más que suspirar por mí creo que le entraron las prisas
por crear un hogar; y yo, que pasaba por allí, sin darme cuenta me
puse a tiro entre la mirilla y sus planes de futuro, dejando que el
pobre chico demostrase su mala puntería dando de lleno en el blanco
equivocado).
El caso es que la inercia, que a veces es terrible, me hizo perder
un par de años junto a éste torpe don juan. Y digo bien, fueron
terribles, además de raros. Reconozco que la parte terrible la
puse yo. A pesar de estar con él, mi corazón se escapaba a ratos por
otros caminos; caminos que cuanto más enrevesados eran y más lejos
llegaban más me acomodaba a ellos. De la parte rara, sin embargo, se
encargó Ana, que sin ninguno darnos cuenta y con una extraña
habilidad para modelar la geometría de nuestros sentimientos,
terminó convirtiendo lo nuestro en un incómodo triángulo (más para ellos que para mí que, por fortuna, descubrí en uno de sus vértices un pequeño
resquicio por el que poder escapar). Así fue como urdí mi plan
para aquella noche de Hallowen, que ni siquiera llegaba a ser plan
porque lo cierto es que, a aquéllas alturas, ya los tres sabíamos
que los tres sabíamos lo que estaba pasando.
Cité a ambos, haciéndoles creer que los tres saldríamos
disfrazados. Todos fuimos puntuales. Miguel, ataviado como “Fétido
Addams”, llegó tan lúgubre y oscuro como el original. Ana,
emulando a la “novia cadáver”, vino pálida y primorosamente
envuelta en un vestido etéreo y sucio. Y yo, deliberadamente vestida con unos de mis Levi´s y una camiseta de universitaria. Y como yo había esperado, aquel encuentro (que tan claramente nos
diferenciaba a los vivos de los muertos) fue igual de extraño
que en su día nuestro singular triángulo.
Después de
la cena, pedimos: yo un descafeinado, ellos, café bombón. Y todo
fluyó en aquella noche mágica. Reímos, charlamos, me levanté a
pagar. Y al darme la vuelta, comprendí que por fin sería libre. Parecían los personajes de un precioso cuento de amores de
cementerio, con toda aquella delicadeza camuflada tras sus aspectos
siniestros.
Tuve que dejarles solos; porque había quedado con un montón de
niños que, vestidos de muertos, estarían a punto de aporrear mi puerta para darme a
elegir entre un truco o un trato.
En fin, creo que sobra que diga que “Fétido” y “la novia
cadáver” fueron felices y comieron perdices...
...y yo, por mi lado, también.