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viernes, 18 de diciembre de 2015


LAMENTOS DE TEQUILA



     Últimamente ando con los sentimientos un poco estresados. Estoy casi convencida de que toda la culpa es del whatsapp. A veces creo que un mensaje es vital y corro a contestar a un escandaloso “llámame, es urgente” que luego se queda en nada; o por el contrario, un simple “yujuuu, ¿estás ahí?”, puede parecerme de lo más trivial y no serlo en absoluto. Con lo cual, ya no sé qué sentir cada vez que escucho el dichoso silbidito.
     Los últimos mensajes de voz que hace tiempo recibí en mi antiguo móvil eran de Goizargi, una amiga vasca, muy vasca, que tan sólo a mí me dejaba nombrarla en castellano porque sabía que me encantaba ver amanecer; así que, cuando venía al pueblo, me pasaba todo el día que si Aurora por aquí, que si Aurora por allá, mientras ella aguantaba el tirón. Bueno, pues era jueves, marqué el 177 y allí estaba la voz de Aurora llenando de lloriqueos los cuatro minutos de tiempo que vodafón le daba para decirme que se venía a pasar el fin de semana conmigo porque tenía que contarme algo importante, y que se quería morir. Tuve que contenerme; pensé que era un poco pronto para hurgar en la yaga, así que le contesté por escrito un discreto: “vale, llámame en cuanto llegues”; y, acto seguido, salí disparada hacia el súper para comprar una botella de tequila y unos limones.
     Llegó el sábado por la tarde, y nada más bajarse del coche y anudarme y desanudarme en un fuerte abrazo, me dijo: “He cortado con Manu”. Y yo, sin perder tiempo, le propuse: “Aurori, tengo la solución, pero sólo tenemos un día; así que, ven”. Tiré de su mano y volamos por los pasillos hasta la cocina. Allí, la empujé a sentarse en un taburete, y con la destreza de una de las camareras del bar coyote, en veinte segundos había colocado sobre la mesa dos vasos de chupito, un salero, unas rodajas de limón y una botella de tequila “José Cuervo especial” con aromas de toronja, nueces y avellanas que siempre compraba para los casos extremos. Luego, me senté frente a ella y, con tono trascendental, le dije: “amiga, hay que saber sobrevivir a una ruptura con dignidad y elegancia”. Y así fue como empezamos con su cura de mal de amores.
     Eran las cuatro de la tarde, con lo cual el primer chupito nos hizo poner cara de asco, pero la chispa ácida del limón en nuestras lenguas saladas nos motivó para ir a por un segundo trago. Como era de esperar, éste, aunque apenas estábamos empezando, nos colocó en la fase de “sollozos de niña pequeña, atormentada por haberse quedado desprotegida y sola”. Tras el tercero, yo empecé a soltarme, y metí baza, confesando que aquel tipo nunca me había gustado para ella; por cierto, que aquel comentario embadurnado en alcohol fue mano de santo porque mi compañera de exorcismo sufrió una notable metamorfosis que la hizo pasar a la siguiente fase, la de “transformar los lamentos de una mujer abatida, en suspiros, cada vez más espaciados, de otra mucho más despreocupada”.
      ¿Qué más puedo contaros?: pues, que tras el cuarto chupito nuestras lenguas confusas, más bien a base de trabalenguas, se empeñaron en despellejar al ausente Manu; y que, tras el quinto, mientras yo buscaba mis gafas por el suelo y ella intentaba mandar un sms en el que decir alguna lindeza a su ex, ya habíamos perdido la cuenta.
     Al día siguiente, en el despertar resacoso, nuestros primeros movimientos fueron lentos y atolondrados bajo el edredón; nuestros buenos días, balbuceados con una voz de cazallera más propia de Chavela Vargas que de nosotras; los recuerdos, mal situados; las lágrimas de risa, oliendo aún a tequila; y, por mi parte, una grata satisfacción, mezclada con un gran dolor de cabeza, vió dibujarse en la cara de Aurora el principio del camino de vuelta hacia sí misma.
     Y dos horas después, Goizargi, Aurora, subía a su coche camino de San Sebastián con una triste manzanilla como despedida porque no fuimos capaces de meter nada sólido en nuestros estómagos. 
  

jueves, 10 de diciembre de 2015


RELLENANDO HUECOS



     El médico salió volando de la consulta cargado con un maletín, la bata abierta planeando tras de él, y aquella mujer y yo nos quedamos solas en la sala de espera. Estoy segura de que si ella comenzó a hablar unos minutos después no fue porque yo estuviese a su lado, sino porque en silencio le hubiese sido más difícil asumir que en aquellos momentos había alguien en el mundo que necesitaba a aquel médico más que ella. Lo supuse porque no movió ni un sólo músculo cuando, más por cortesía que por otra cosa, le conté que yo estaba allí en busca de un colirio para terminar con mi conjuntivitis; bueno, por eso y porque seguidamente se puso a hablar de sus cosas sin tan siquiera mirarme.
     Hacía unos meses que aquella mujer había estrenado su insomnio, casi al mismo tiempo que su viudedad. Había estado muy enamorada de su marido justamente hasta que a las arterias de éste les dio por obstruirse demasiado a menudo, y a él por repetirle constantemente que moriría antes que ella y por hacerle prometer que volvería a rehacer su vida cuando aquello ocurriese. Ella, de tanto escucharle decir aquello, gradualmente, fue trasmutando su amor en querer. Y una más que inoportuna inercia hizo que el mismo día antes del infarto, aquella promesa que ambos habían acordado, quedase ratificada.
     El mismo día del entierro, a ella le costó dejar que su hijo se sentase a la mesa en el sitio que siempre había ocupado el muerto, pero, aún así, le dejó hacerlo por no llamar la atención; eso sí, cuando sirvió los guisantes que acompañaban la carne, al chico le puso un cacillo más que a los demás, por consideración con el difunto. Durante las semanas siguientes, la mujer se cuidaba mucho de ocupar con nada ni con nadie los huecos que él acostumbraba a llenar cuando estaba vivo: su sillón de orejas para ver jugar al atlético de Madrid, el metro cuadrado del baño en donde se afeitaba, el trocito de escalera donde ella sabía que él se escondía para fumar. Todo parecía ir bien así, pero, al tercer mes, aquella consideración para con el finado comenzó a desgastarse: a veces, sin darse cuenta colocaba una toalla en el baño en lugar de dos, o se sentaba a desayunar en el taburete en que él se había sentado durante años.
     Pronto llegaron las clases de baile de salón, y con ellas un tal Manolo. Con él empezó a practicar coreografías: la del mecánico foxtrot, el sobrio vals y la vulgar bachata; pero, como no lo hacían nada mal, empezaron a probar suerte con piezas algo más complicadas. Curiosamente, al mismo tiempo que descubrieron el tango, tan sensual y con esos elegantes roces de piernas y aquella lujuriosa puesta en escena de los amores perros que solían contar, aparecieron también los fenómenos paranormales en el dormitorio de la mujer.
     Contó que se metía en la cama, y al instante notaba cómo las sábanas volvían a abrirse; cómo en el otro lado del colchón, un peso hacía que ella rodase hasta el centro en auténticas citas fantasmales; que percibía respiraciones que alborotaban el cabello de su nuca; o que notaba algún que otro roce de pies que al cabo de la noche dejaban helados los suyos.
     Con cara de cansancio, me aseguró que no le costó nada dejar sus clases de baile con Manolo; al fin y al cabo, lo de rehacer su vida había sido cosa de su marido y no de ella. Total, no parecía haber ningún hueco que rellenar en su vida, ni mucho menos en su cama. “Ahora, solamente quiero dormir”, dijo.
     Aún seguía con su perorata cuando volvió el médico. La dejé pasar delante de mí. Le mentí diciendo que yo podía esperar porque apenas me molestaba ya el lagrimeo de mis ojos y la inflamación de los párpados; y es que, de repente, caí en la cuenta de que aquella mujer, tras su historia de amor fantasmal, se había ganado una más que merecida siesta.