Powered By Blogger

viernes, 26 de febrero de 2016

DE MUDANZAS

      Pensé que por ser viernes, hoy nadie tocaría mi corazoncito; que todo el mundo andaría ya poniendo los ojos en el horizonte en busca de la nebulosa espesa que parecen ser los fines de semana con la que poder camuflar las preocupaciones hasta el próximo lunes. Qué ilusa soy; como si el afecto pudiese entender de calendarios y de días de la semana.
      La culpa ha sido solo mía por mirar hacia atrás cuando he escuchado sus pasos. Pero, es que al darme la vuelta y verla allí, caminando tan despacio, mirando al suelo y con todos sus rizos desmoronándose bajo la lluvia...(y yo con aquel enorme paraguas sobre mi cabeza). Sabía que si me miraba a los ojos estaría perdida (nunca he sabido decir que no a unos ojos tristes); pero allí he seguido, empezando a convertirme en estatua de sal mientras miraba hacia atrás hasta que mi compañera ha levantado la vista y yo me he dejado perder por el desconsuelo de sus ojos. Así que, a pesar de saber que era viernes y lo que aquello iba a significar, no he podido hacer otra cosa que ofrecerle el lado izquierdo de mi paraguas.
     Lo complicado, como acabo de decir, de haber decidido escuchar sus amarguras en viernes es que su nostalgia, aunque solo haya sido en una ínfima parte, se ha venido conmigo dentro de los bolsillos de mi cazadora, pegada a la suela de mis zapatos e impregnada en el uniforme que he traído para lavar, y no voy a poder desprenderme de ella hasta que volvamos a vernos y descubra que todo le va bien de nuevo. Y es en estos casos que, cuando llego a casa, parece que me haya mudado a ese número siete del que hablaba Sabina, el de la calle melancolía, que es el mejor de los sitios, creo, para quedarse un tiempo cuando has dejado que te toquen el corazón.
      Sé que puede parecer absurdo que mientras mis amigos van a pasar el fin de semana haciendo senderismo en La Pedriza, mis enemigos comiendo cochinillo en Segovia o mi familia sobrevolando en tirolina las aguas del río Tajo, yo (vaya a estar en donde vaya a estar o vaya a ir a donde vaya a ir) haya elegido quedarme en esta calle tan poco interesante; pero así ha sido, lo he hecho; y dicen por ahí que lo hecho, hecho está, con lo cual...
      Eso sí, en cuanto empiece a despuntar el lunes deberé estar pendiente de no perder el tranvía, que estoy deseando volver ya mismo al barrio de la alegría.


viernes, 12 de febrero de 2016



¿ADÓNDE VAN LAS COSAS QUE NO ESCRIBO?

          Este último, ha sido un domingo resacoso. Uno de esos en los que una está como del revés; y confunde el sueño con el hambre y se levanta por inercia porque en su cabeza no paran de danzar la tostada y el café que sabe que le esperan en la cocina; y se precipita y sale de debajo de las sábanas antes de que estén lo suficientemente arrugadas y de que la tibia funda nórdica se haya ido escurriendo hasta terminar en el suelo. Pero entonces ya es tarde, porque su domingo ha pasado a ser uno de esos en los que una está como del revés. Más tarde, con el desayuno delante, de repente repara en que no tiene apetito y que hubiera sido mejor seguir ronroneando dentro de la cama; pero, ya que está levantada se obliga a recoger todos los cachivaches que dejó tirados la noche antes por toda la casa sin dar ni una en el clavo, porque nada amanece en su sitio al día siguiente de un sábado de copas. Lo hace sin ganas pero deprisa, porque piensa que lo mejor será pasar la tarde viendo una buena película. Pero, durante el minuto ciento dos de esa cinta japonesa tan premiada que había reservado con tanto celo para poder verla sin perderse ni uno solo de sus detalles, se sorprende a si misma pensando en sus propios asuntos y sospechando que ha debido perderse algo grande, muy grande, porque desde el otro lado de la pantalla una niña de ojos rasgados llora desgarradoramente, y eso, sin duda, significa que irremediablemente ha debido perderse las cosas de verdad emocionantes que el celuloide trataba de contarle.
Como decía, así he consumido mi último domingo, comiendo cuando tenía sueño, durmiendo cuando tenía hambre y perdiéndome películas fenomenales mientras pensaba en mis cosas y me hacía preguntas extrañas. La primera mitad del día la pasé elucubrando sobre qué podría estar pasándome para no haber escrito nada de nada en los últimos días, abandonando, de repente, algo que tanto me gusta hacer; y la segunda, la gasté preguntándome a dónde irán a parar todas las cosas que no se escriben.
          Enseguida di con la solución a mi primera duda: solo tenía que desfragmentar, para que así siguieran siendo diminutas, las cuatro o cinco cosas tristes que me habían ocurrido últimamente y que yo misma me había empeñado en ir amontonando hasta formar una gran bola. Sin embargo, para poder dar respuesta a la segunda de mis dudas tuve que preguntarme, justamente, lo contrario de aquello a lo que no sabía responderme. Así que me pregunté: ¿adónde van a parar las cosas que escribo? Y me respondí: van a parar a alguien que me quiere y que corre a acomodarse en el sofá para poder leerme a gusto en cuanto sabe que presiono el “intro”; a gente que vive lejos, en el norte, y que si dispone de un rato libre es un lujo para mí que elija gastarlo en saber cómo pienso; a mi antigua vecina que, reencontrada por las redes, me ha confesado haber hecho un hueco entre los apretados bits de su ordenador para guardar hasta el último de mis escritos; a alguien que además de tener buen oído para la música, tiene un sexto sentido para saber escuchar a las personas por dentro, y que se ha propuesto conocerme en pequeñas dosis siguiendo el ritmo de mis escritos; a una amiga, que prefiere verter sus lágrimas leyéndome cada mañana en el metro, camino del trabajo, en lugar de ir mirando vídeos virales, tan de moda, tan divertidos, tan absurdos; a una compañera, de oficinas, que me encanta que me lea clandestinamente y que ahora tendrá que perdonarme por haber desvelado su secreto; a Lupita, que a pesar de mi miedo a volar hace que mis cosas, cada día, viajen hasta un país del sur de América; a Andrés, un desconocido con el que siempre he sido desconfiada y grosera no contestando ni a uno siquiera de sus mensajes a pesar de decirme que, aun así, seguiría leyéndome. Puede ser, incluso, que las cosas que escribo lleguen a más personas, no lo sé; lo importante, es que al fin he comprendido que las otras, las que no he escrito durante estos últimos días, no van a llegarle absolutamente a nadie, y eso sí que es una auténtica putada.
En fin, tal vez en estos momentos estéis suponiendo, muy acertadamente, que al rayar las cero horas con cero minutos de aquel último domingo, fue cuando decidí que, no sé si uno de cada dos, dos de cada tres, tres de cada cuatro o cuatro de cada cinco días voy a seguir escribiendo todas esas cosas que sí que escribo. Y los fines de semana, tal vez vea buen cine japonés.


jueves, 4 de febrero de 2016

EL COBRADOR DEL FRAC

     Aún no le he perdido el miedo a la oscuridad, pero creo que lo tengo controlado. Todo es cuestión de meterse bajo el edredón de un salto (es importante, por si estuviera bajo la cama, no darle tiempo a que te enganche de los pies), cubrirse con él hasta los mismísimos ojos y sacar el brazo a la velocidad del rayo para apagar la luz. Si eres capaz de aguantar así unos minutos, la respiración contenida se va soltando, los músculos contraídos se relajan poco a poco, y cuando al fin te das cuenta de que ese día tampoco va a venir, le das las buenas noches a tu fantasma y te dejas vencer por el sueño.
     Asun, me dijo que Enrique era un hombre de palabra, que aunque ya hiciese más de un mes que le diera aquel papel con mi dirección garabateada, él la interpretaría. En realidad, aquello no me corría ninguna prisa, si acaso, sentía curiosidad por saber si aquel hombre seria capaz de describirme tal y como yo era, con cada una de mis rarezas, examinando tan sólo la forma de mis letras. El amigo de Asun, Enrique, era grafólogo emocional, algo en lo que yo jamás me habría atrevido a creer; pero mi amiga insistió tanto que ahí me tenías, esperando el diagnóstico de boca de un señor con el que no me había cruzado en toda mi vida, sobre mis emociones y mi capacidad para repartir afecto.
     Aquel lunes, apenas cortar la comunicación con Asun (ésta se hallaba al otro lado del teléfono, a ciento veinte kilómetros, sacando un café de las entrañas de una de esas frías máquinas que, en los tanatorios, parece que estén ahí sólo para recordarte a cada instante que habrás de pasar una noche en vela) aún era fácil distinguirme de los baldosines blancos de la cocina. Quiso la mala fortuna (según me contó), el día antes, con su perversa puntería, colocar un fornido árbol entre la vida de Enrique y el destino al que le llevaba su elegante bmw. Pero fue entonces, al cabo de unos minutos, cuando mi palidez hizo difícil que se me pudiese distinguir del blanco aséptico de la pared, porque no pude evitar imaginar el espectro de aquel hombre saliendo por la ventanilla rota del coche y largándose al cielo (o al infierno, vete tú a saber) con aquel papel cuidadosamente doblado y manuscrito por mí, nada más y nada menos que con mi dirección estampada.
     Así que, es desde aquel día que sigo con mi (sí, ya sé, ya sé) absurdo ritual para perderle el miedo a la oscuridad; pero, sólo porque sé que él vendrá. “Es un hombre de palabra, jamás deja una deuda sin saldar”, eso decía mi amiga Asun de él. Y, como es una pena que las deudas no prescriban como lo hacen los delitos, me estoy planteando hacer espiritismo para buscar el ánima de algún cobrador del frac que haya muerto hace poco, para que vaya a pedirle a Enrique lo que me debe. A ver si ésto pasa pronto...que estoy deseando volver a meterme en la cama como lo hace el resto de los humanos.