EL
ALMA DE MI CUARTO DEDO
Mi
padre, que se pasaba todo el día hablando de cosas muy cultas,
pensaba que nadie le escuchaba. Sabía tocar el violín, arreglar
relojes y completar correctamente cualquier crucigrama del mundo que
cayese en sus manos.
De
él heredé sus meñiques torcidos y que todo el mundo se riese de
ellos. Bonita herencia, pensaba yo con cinco o seis años, cuando mis
hermanos me obligaban a poner el izquierdo muy pegado al derecho para
que fuese el hazme reír de sus amigos que venían a casa. Mi madre,
me dijo que me habían crecido así porque a falta de chupete, me
entretenía con ellos; y una de mis hermanas, que se me habían
doblado un día en que jugaba a hacer el pino. Pero, yo me quedé con
la historia que, sin saberlo, mi padre conformó para mí en todos
esos ratos que hablaba y hablaba creyendo que nadie le escuchaba.
Mi
padre, a pesar del resto de sus rarezas, supo enamorar a mi madre
tocando el violín; pero antes, tuvo que pasar mucho tiempo
ejercitando sus dedos meñiques porque con ellos torcidos le era
imposible bordar la clave de sol. Se empeñó tanto en ello que, al
final, pudo cabalgar con el arco de crin de caballo sobre las cuatro
cuerdas de su violín de madera de arce, para arrancarle los bellos
vibratos que su cuarto dedo izquierdo (como llaman los violinistas al
meñique) siempre había deseado. Cuando le escuché contar que a las
aberturas de resonancia de un violín se les llamaba oídos; a la
barra cilíndrica que forma su esqueleto, alma; que tienen talón,
cuello y escote; y que además, el instrumento transpira; pensé que
apenas había diferencia con una persona.
Un
martes o un miércoles, o tal vez uno de esos sábados soleados y sin
colegio de los que yo andaba zascandileando por la casa, le oí decir
que un violín viejo, siempre que no se le dejase dormir durante
demasiado tiempo, sonaba mucho mejor que uno nuevo; y luego pensé en
la gran suerte que tuvo mi padre por tener los meñiques torcidos, e
imaginé a su violín envejeciendo día a día, cogiendo solera para
cuando su cuarto dedo estuviese preparado.
Hubo
un tiempo en que me moría de ganas de decirle que me enseñase a
tocar su violín, porque, quizá, a la par que sus meñiques
torcidos, pudiese haber heredado su habilidad para tocar el concierto
de Brahms en “mi menor” del que muchas veces hablaba; pero las
cosas se quedaron como estaban por culpa de mi timidez y de lo severo
que aquel hombre siempre me había parecido. De todas maneras, por
aquella época, al violín de mi padre ya no habría dios que lo
resucitase, después de llevar años sin sonar y agonizando en el
armario.
El
caso es que, a partir de aquella época y de montar en mi cabeza
historias de violines vivos con oídos, talones, cuellos y escotes,
que cuando envejecían sincronizaban su alma con la de las manos que
los tocaban, dejé de llevar las mías siempre metidas en los
bolsillos. Empecé a ser yo quien pegaba mi dedo meñique derecho al
izquierdo para que mis amigos, y los amigos de mis amigos y los de
mis hermanos los viesen.
Y,
después, les contaba que mi padre era violinista, y se quedaban
pasmados con mis asuntos.
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