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domingo, 5 de julio de 2015




EL ALMA DE MI CUARTO DEDO




     Mi padre, que se pasaba todo el día hablando de cosas muy cultas, pensaba que nadie le escuchaba. Sabía tocar el violín, arreglar relojes y completar correctamente cualquier crucigrama del mundo que cayese en sus manos.


     De él heredé sus meñiques torcidos y que todo el mundo se riese de ellos. Bonita herencia, pensaba yo con cinco o seis años, cuando mis hermanos me obligaban a poner el izquierdo muy pegado al derecho para que fuese el hazme reír de sus amigos que venían a casa. Mi madre, me dijo que me habían crecido así porque a falta de chupete, me entretenía con ellos; y una de mis hermanas, que se me habían doblado un día en que jugaba a hacer el pino. Pero, yo me quedé con la historia que, sin saberlo, mi padre conformó para mí en todos esos ratos que hablaba y hablaba creyendo que nadie le escuchaba.


     Mi padre, a pesar del resto de sus rarezas, supo enamorar a mi madre tocando el violín; pero antes, tuvo que pasar mucho tiempo ejercitando sus dedos meñiques porque con ellos torcidos le era imposible bordar la clave de sol. Se empeñó tanto en ello que, al final, pudo cabalgar con el arco de crin de caballo sobre las cuatro cuerdas de su violín de madera de arce, para arrancarle los bellos vibratos que su cuarto dedo izquierdo (como llaman los violinistas al meñique) siempre había deseado. Cuando le escuché contar que a las aberturas de resonancia de un violín se les llamaba oídos; a la barra cilíndrica que forma su esqueleto, alma; que tienen talón, cuello y escote; y que además, el instrumento transpira; pensé que apenas había diferencia con una persona.


     Un martes o un miércoles, o tal vez uno de esos sábados soleados y sin colegio de los que yo andaba zascandileando por la casa, le oí decir que un violín viejo, siempre que no se le dejase dormir durante demasiado tiempo, sonaba mucho mejor que uno nuevo; y luego pensé en la gran suerte que tuvo mi padre por tener los meñiques torcidos, e imaginé a su violín envejeciendo día a día, cogiendo solera para cuando su cuarto dedo estuviese preparado.


     Hubo un tiempo en que me moría de ganas de decirle que me enseñase a tocar su violín, porque, quizá, a la par que sus meñiques torcidos, pudiese haber heredado su habilidad para tocar el concierto de Brahms en “mi menor” del que muchas veces hablaba; pero las cosas se quedaron como estaban por culpa de mi timidez y de lo severo que aquel hombre siempre me había parecido. De todas maneras, por aquella época, al violín de mi padre ya no habría dios que lo resucitase, después de llevar años sin sonar y agonizando en el armario.


     El caso es que, a partir de aquella época y de montar en mi cabeza historias de violines vivos con oídos, talones, cuellos y escotes, que cuando envejecían sincronizaban su alma con la de las manos que los tocaban, dejé de llevar las mías siempre metidas en los bolsillos. Empecé a ser yo quien pegaba mi dedo meñique derecho al izquierdo para que mis amigos, y los amigos de mis amigos y los de mis hermanos los viesen.

     Y, después, les contaba que mi padre era violinista, y se quedaban pasmados con mis asuntos.


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