MI
ABUELA ERA VIRGEN
Mi abuela era virgen. Eso contó en su lecho de muerte hace
montañas de años.
Me
acuerdo como si fuera ahora; mi madre y sus hermanos, disculpando las
“tonterías de sus últimas horas” delante de la tía Marga, que
había venido a visitarla “madre, cállese y descanse” y,
mientras, todos incómodos, removiéndose en sus asientos.
Llegó
con doce años al campo. Eso dijo. Y la fueron entrando en lustre
hasta que cumplió los diecisiete. Aquello sería su salvación,
según sus compañeras de barracón que, más escuálidas cada día,
parecían envidiarla; o su muerte en vida, pensaba ella, esperando
cada día con más miedo la visita de aquel general que habitaba a
solo veinte kilómetros de Mathausen, y para el cual estaba destinada
su virginidad.
Tía
Marga me miró atentamente cuando el tío Arnold la acompañó hasta
la puerta; miraba mi pelo, que recogido en dos trenzas, y tan dorado
como el lápiz de color que yo siempre elegía para pintar el sol en
mis dibujos, lucía brillante. En aquel momento, aquella mirada
insistente me hizo sentir bonita y diferente por ser la mía, la
única cabecita rubia de toda mi extensa familia. Pero, el paso del
tiempo, sin embargo, me hizo poder entender de otra manera la
intensidad con que los ojos de la tía Marga, aquel día, se clavaron
sobre mi cabello.
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