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martes, 28 de febrero de 2017

Premio Concurso Relatos Contra el Racismo "La Ciudad de las Mil Culturas" 2017

NEGRO CLARO, BLANCO OSCURO

       Soy Lucas, el chico que consiguió escapar de sus propios ojos. Eso ocurrió hace dos años, cuando aún no lograba ni recordar mi nombre; fue la misma noche que sufrí un ataque de pánico al ver que aquel tipo negro que me había atropellado estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta de mi habitación. Me creí un tipo con suerte porque conseguí que le echarán de allí; pero, en cuanto me tranquilicé, Carlota, mi enfermera, me contó algo inesperado; algo que me sorprendió enormemente y que hizo que tuviese uno de esos fogonazos que, a ratos, me devolvían la memoria. Recordé un caballete, una tarde de tormenta, la firmeza en los dedos de mi madre hundiendo el pincel en el óleo blanco mercurio de su paleta y enseguida en el negro marfil; su derroche de sabiduría para parir a todo un ejército de grises dispares sólo con la esencia de aquellos dos colores contradictorios; una tarde fascinante con un final que percibí casi borroso, adormecido por sus numerosas paradojas y por una extraña tranquilidad que iba creciendo al mismo ritmo que el desasosiego del cielo (como el de la tormenta de más allá de la ventana) que mi madre, increíblemente, había cristalizado en el lienzo a base de minúsculas pinceladas claras y oscuras. Aquellas palabras de Carlota y mis recuerdos hicieron que me preguntase cosas incómodas sobre mí mismo. Pero, cómo podía haber sido tan torpe y dedicar una vida entera a mirarlo todo en blanco y negro. Siempre, todo, en blanco y negro... siempre, todo, en blanco y negro... No estoy seguro de que fuese en aquel mismo instante, pero, para mí, pasó a ser vital encontrar una forma diferente y menos dañina de mirar la vida. Y, como si me hubiese tragado un psicotrópico que me hiciese alucinar, o como si lo más recóndito y novelero de mi infancia hubiese vuelto de golpe, empecé a fantasear por primera vez con lo de intentar escapar de mis ojos. Pero, mejor os lo cuento.

       Ahora tengo veinte años, aunque mi nombre, Lucas, solo lo recuerdo desde hace dos. Esa es una de las cosas que se quedaron por el camino el horrible día del accidente; la amnesia no tuvo compasión ni con ellas ni conmigo. Cuando recobré el conocimiento, apenas podía recordar un par de cosas de la tragedia. Una, la cara del tipo negro que se dio a la fuga tras atropellarme y, la otra, el reloj dorado asomando con cautela bajo la manga del hombre blanco que salvó mi vida llevándome al hospital (uno de esos héroes que solo desean pasar desapercibidos, y del que jamás volvimos a saber nada).
       Desde niño, siempre me había fastidiado ir en coche a la ciudad. Para hacerlo, debíamos atravesar una carretera flanqueada por cientos de carpas de plástico, abovedadas y polvorientas. Saber que mi madre podía notar el temblor de mis piernas cada vez que nos aproximábamos a los invernaderos, me mataba de vergüenza; pero, a veces se nos cruzaban grupos de negros que cargaban cajas de fruta, y no podía evitar el miedo. A pesar de que ellos nos ignoraban, como buen sabueso, yo era capaz de oler el peligro; intuía algo indescriptible, una especie de amenaza inherente a la topografía de los ojos de los negros; ojos, que me recordaban a un viejo y sobado mapa de carreteras, amarillentos, con venas enrojecidas que parecían un extraño entramado de caminos de tela de araña que debían conducir a destinos nada halagüeños. Aquella inquietud que se incrustaba en mis huesos de niño terminó instalándose cómodamente en mi esqueleto de adulto. El día del atropello debí verme obligado a atravesar a pie el camino de los invernaderos. Encontraron mi moto cerca y con el depósito vacío. Sin embargo, no recordé ninguno de mis particulares y óseos terrores mientras lo recorría; solamente, y después de haber caído de bruces tras una confusión brutal, aquella muñeca ceñida por un reloj dorado, blanca y esperanzadora, que parecía moverse a cámara lenta dentro de aquel coche oscuro y brillante. Y, también, el rostro del tipo negro, que debió huir despavorido en cuanto me puse a gritar. No pude evitar desmayarme, porque su nariz ancha, su pelo crespo medio empolvado por la tierra, sus labios violáceos, sus ojos mirándome desde tan cerca, absolutamente todo en él me causaba un odio desmesurado.
       Del después, recuerdo las lagunas en mi memoria, mi inmovilidad, una cama ortopédica orientada hacia la ventana para entretenerme mirando cómo los gatos cazaban pájaros, la insistencia del termómetro entrando y saliendo de mi boca, lo rematadamente difícil que fue acostumbrarme a un nombre que todo el mundo sentía como mío excepto yo. Lo recuerdo todo; la noche que Ismail, el chico negro, vino al hospital; mi ansiedad nada más verle llegar; y las flores blancas, sorprendentemente empequeñecidas entre sus robustas manos negras, tiradas en el suelo instantes después de que mi histeria le franquease la entrada a la habitación. Sí, lo recuerdo absolutamente todo; mi desconcierto y aquella terrible sensación de vértigo al escuchar las palabras que más tarde me dijo Carlota y que tuvo que repetirme por segunda vez cuando la rebatí gritándole que estaba equivocada, que aquello no era posible (como si mi corazón hubiese saltado a una extraña montaña rusa en la que no se sabe muy bien qué sentir, qué no sentir o qué cosas sentir a la vez) “Lucas, Ismail solo quiere saber cómo estás; él te trajo al hospital cuando aquel hombre te atropelló y se largó”. Y solamente entonces, después de haber escuchado la verdad y de entender, supe qué sentir. Y sentí vergüenza y tristeza. Vergüenza de mí mismo y tristeza por Ismail.

       Hoy, dos años después, sé que sin mi vergüenza y sin su tristeza no habría podido escapar de mis propios ojos y que seguiría mirándolo todo de la misma forma deplorable que antes de aquel día: solo en blanco y negro.