Premio Concurso Relatos Contra el Racismo "La Ciudad de las Mil Culturas" 2017
NEGRO CLARO, BLANCO OSCURO
Soy
Lucas, el chico que consiguió escapar de sus propios ojos. Eso
ocurrió hace dos años, cuando aún no lograba ni recordar mi
nombre; fue la misma noche que sufrí un ataque de pánico al ver que
aquel tipo negro que me había atropellado estaba a punto de cruzar
el umbral de la puerta de mi habitación. Me creí un tipo con suerte
porque conseguí que le echarán de allí; pero, en cuanto me
tranquilicé, Carlota, mi enfermera, me contó algo inesperado; algo
que me sorprendió enormemente y que hizo que tuviese uno de esos
fogonazos que, a ratos, me devolvían la memoria. Recordé un
caballete, una tarde de tormenta, la firmeza en los dedos de mi madre
hundiendo el pincel en el óleo blanco mercurio de su paleta y
enseguida en el negro marfil; su derroche de sabiduría para parir a
todo un ejército de grises dispares sólo con la esencia de aquellos
dos colores contradictorios; una tarde fascinante con un final que
percibí casi borroso, adormecido por sus numerosas paradojas y por
una extraña tranquilidad que iba creciendo al mismo ritmo que el
desasosiego del cielo (como el de la tormenta de más allá de la
ventana) que mi madre, increíblemente, había cristalizado en el
lienzo a base de minúsculas pinceladas claras y oscuras. Aquellas
palabras de Carlota y mis recuerdos hicieron que me preguntase cosas
incómodas sobre mí mismo. Pero, cómo podía haber sido tan torpe y
dedicar una vida entera a mirarlo todo en blanco y negro. Siempre,
todo, en blanco y negro... siempre, todo, en blanco y negro... No
estoy seguro de que fuese en aquel mismo instante, pero, para mí,
pasó a ser vital encontrar una forma diferente y menos dañina de
mirar la vida. Y, como si me hubiese tragado un psicotrópico que me
hiciese alucinar, o como si lo más recóndito y novelero de mi
infancia hubiese vuelto de golpe, empecé a fantasear por primera vez
con lo de intentar escapar de mis ojos. Pero, mejor os lo cuento.
Ahora
tengo veinte años, aunque mi nombre, Lucas, solo lo recuerdo desde
hace dos. Esa es una de las cosas que se quedaron por el camino el
horrible día del accidente; la amnesia no tuvo compasión ni con
ellas ni conmigo. Cuando recobré el conocimiento, apenas podía
recordar un par de cosas de la tragedia. Una, la cara del tipo negro
que se dio a la fuga tras atropellarme y, la otra, el reloj dorado
asomando con cautela bajo la manga del hombre blanco que salvó mi
vida llevándome al hospital (uno de esos héroes que solo desean
pasar desapercibidos, y del que jamás volvimos a saber nada).
Desde
niño, siempre me había fastidiado ir en coche a la ciudad. Para
hacerlo, debíamos atravesar una carretera flanqueada por cientos de
carpas de plástico, abovedadas y polvorientas. Saber que mi madre
podía notar el temblor de mis piernas cada vez que nos aproximábamos
a los invernaderos, me mataba de vergüenza; pero, a veces se nos
cruzaban grupos de negros que cargaban cajas de fruta, y no podía
evitar el miedo. A pesar de que ellos nos ignoraban, como buen
sabueso, yo era capaz de oler el peligro; intuía algo
indescriptible, una especie de amenaza inherente a la topografía de
los ojos de los negros; ojos, que me recordaban a un viejo y sobado
mapa de carreteras, amarillentos, con venas enrojecidas que parecían
un extraño entramado de caminos de tela de araña que debían
conducir a destinos nada halagüeños. Aquella inquietud que se
incrustaba en mis huesos de niño terminó instalándose cómodamente
en mi esqueleto de adulto. El día del atropello debí verme obligado
a atravesar a pie el camino de los invernaderos. Encontraron mi moto
cerca y con el depósito vacío. Sin embargo, no recordé ninguno de
mis particulares y óseos terrores mientras lo recorría; solamente,
y después de haber caído de bruces tras una confusión brutal,
aquella muñeca ceñida por un reloj dorado, blanca y esperanzadora,
que parecía moverse a cámara lenta dentro de aquel coche oscuro y
brillante. Y, también, el rostro del tipo negro, que debió huir
despavorido en cuanto me puse a gritar. No pude evitar desmayarme,
porque su nariz ancha, su pelo crespo medio empolvado por la tierra,
sus labios violáceos, sus ojos mirándome desde tan cerca,
absolutamente todo en él me causaba un odio desmesurado.
Del
después, recuerdo las lagunas en mi memoria, mi inmovilidad, una
cama ortopédica orientada hacia la ventana para entretenerme mirando
cómo los gatos cazaban pájaros, la insistencia del termómetro
entrando y saliendo de mi boca, lo rematadamente difícil que fue
acostumbrarme a un nombre que todo el mundo sentía como mío excepto
yo. Lo recuerdo todo; la noche que Ismail, el chico negro, vino al
hospital; mi ansiedad nada más verle llegar; y las flores blancas,
sorprendentemente empequeñecidas entre sus robustas manos negras,
tiradas en el suelo instantes después de que mi histeria le
franquease la entrada a la habitación. Sí, lo recuerdo
absolutamente todo; mi desconcierto y aquella terrible sensación de
vértigo al escuchar las palabras que más tarde me dijo Carlota y
que tuvo que repetirme por segunda vez cuando la rebatí gritándole
que estaba equivocada, que aquello no era posible (como si mi corazón
hubiese saltado a una extraña montaña rusa en la que no se sabe muy
bien qué sentir, qué no sentir o qué cosas sentir a la vez)
“Lucas, Ismail solo quiere saber cómo estás; él te trajo
al hospital cuando aquel hombre te atropelló y se largó”.
Y solamente entonces, después de haber escuchado la verdad y de
entender, supe qué sentir. Y sentí vergüenza y tristeza. Vergüenza
de mí mismo y tristeza por Ismail.