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viernes, 18 de diciembre de 2015


LAMENTOS DE TEQUILA



     Últimamente ando con los sentimientos un poco estresados. Estoy casi convencida de que toda la culpa es del whatsapp. A veces creo que un mensaje es vital y corro a contestar a un escandaloso “llámame, es urgente” que luego se queda en nada; o por el contrario, un simple “yujuuu, ¿estás ahí?”, puede parecerme de lo más trivial y no serlo en absoluto. Con lo cual, ya no sé qué sentir cada vez que escucho el dichoso silbidito.
     Los últimos mensajes de voz que hace tiempo recibí en mi antiguo móvil eran de Goizargi, una amiga vasca, muy vasca, que tan sólo a mí me dejaba nombrarla en castellano porque sabía que me encantaba ver amanecer; así que, cuando venía al pueblo, me pasaba todo el día que si Aurora por aquí, que si Aurora por allá, mientras ella aguantaba el tirón. Bueno, pues era jueves, marqué el 177 y allí estaba la voz de Aurora llenando de lloriqueos los cuatro minutos de tiempo que vodafón le daba para decirme que se venía a pasar el fin de semana conmigo porque tenía que contarme algo importante, y que se quería morir. Tuve que contenerme; pensé que era un poco pronto para hurgar en la yaga, así que le contesté por escrito un discreto: “vale, llámame en cuanto llegues”; y, acto seguido, salí disparada hacia el súper para comprar una botella de tequila y unos limones.
     Llegó el sábado por la tarde, y nada más bajarse del coche y anudarme y desanudarme en un fuerte abrazo, me dijo: “He cortado con Manu”. Y yo, sin perder tiempo, le propuse: “Aurori, tengo la solución, pero sólo tenemos un día; así que, ven”. Tiré de su mano y volamos por los pasillos hasta la cocina. Allí, la empujé a sentarse en un taburete, y con la destreza de una de las camareras del bar coyote, en veinte segundos había colocado sobre la mesa dos vasos de chupito, un salero, unas rodajas de limón y una botella de tequila “José Cuervo especial” con aromas de toronja, nueces y avellanas que siempre compraba para los casos extremos. Luego, me senté frente a ella y, con tono trascendental, le dije: “amiga, hay que saber sobrevivir a una ruptura con dignidad y elegancia”. Y así fue como empezamos con su cura de mal de amores.
     Eran las cuatro de la tarde, con lo cual el primer chupito nos hizo poner cara de asco, pero la chispa ácida del limón en nuestras lenguas saladas nos motivó para ir a por un segundo trago. Como era de esperar, éste, aunque apenas estábamos empezando, nos colocó en la fase de “sollozos de niña pequeña, atormentada por haberse quedado desprotegida y sola”. Tras el tercero, yo empecé a soltarme, y metí baza, confesando que aquel tipo nunca me había gustado para ella; por cierto, que aquel comentario embadurnado en alcohol fue mano de santo porque mi compañera de exorcismo sufrió una notable metamorfosis que la hizo pasar a la siguiente fase, la de “transformar los lamentos de una mujer abatida, en suspiros, cada vez más espaciados, de otra mucho más despreocupada”.
      ¿Qué más puedo contaros?: pues, que tras el cuarto chupito nuestras lenguas confusas, más bien a base de trabalenguas, se empeñaron en despellejar al ausente Manu; y que, tras el quinto, mientras yo buscaba mis gafas por el suelo y ella intentaba mandar un sms en el que decir alguna lindeza a su ex, ya habíamos perdido la cuenta.
     Al día siguiente, en el despertar resacoso, nuestros primeros movimientos fueron lentos y atolondrados bajo el edredón; nuestros buenos días, balbuceados con una voz de cazallera más propia de Chavela Vargas que de nosotras; los recuerdos, mal situados; las lágrimas de risa, oliendo aún a tequila; y, por mi parte, una grata satisfacción, mezclada con un gran dolor de cabeza, vió dibujarse en la cara de Aurora el principio del camino de vuelta hacia sí misma.
     Y dos horas después, Goizargi, Aurora, subía a su coche camino de San Sebastián con una triste manzanilla como despedida porque no fuimos capaces de meter nada sólido en nuestros estómagos. 
  

jueves, 10 de diciembre de 2015


RELLENANDO HUECOS



     El médico salió volando de la consulta cargado con un maletín, la bata abierta planeando tras de él, y aquella mujer y yo nos quedamos solas en la sala de espera. Estoy segura de que si ella comenzó a hablar unos minutos después no fue porque yo estuviese a su lado, sino porque en silencio le hubiese sido más difícil asumir que en aquellos momentos había alguien en el mundo que necesitaba a aquel médico más que ella. Lo supuse porque no movió ni un sólo músculo cuando, más por cortesía que por otra cosa, le conté que yo estaba allí en busca de un colirio para terminar con mi conjuntivitis; bueno, por eso y porque seguidamente se puso a hablar de sus cosas sin tan siquiera mirarme.
     Hacía unos meses que aquella mujer había estrenado su insomnio, casi al mismo tiempo que su viudedad. Había estado muy enamorada de su marido justamente hasta que a las arterias de éste les dio por obstruirse demasiado a menudo, y a él por repetirle constantemente que moriría antes que ella y por hacerle prometer que volvería a rehacer su vida cuando aquello ocurriese. Ella, de tanto escucharle decir aquello, gradualmente, fue trasmutando su amor en querer. Y una más que inoportuna inercia hizo que el mismo día antes del infarto, aquella promesa que ambos habían acordado, quedase ratificada.
     El mismo día del entierro, a ella le costó dejar que su hijo se sentase a la mesa en el sitio que siempre había ocupado el muerto, pero, aún así, le dejó hacerlo por no llamar la atención; eso sí, cuando sirvió los guisantes que acompañaban la carne, al chico le puso un cacillo más que a los demás, por consideración con el difunto. Durante las semanas siguientes, la mujer se cuidaba mucho de ocupar con nada ni con nadie los huecos que él acostumbraba a llenar cuando estaba vivo: su sillón de orejas para ver jugar al atlético de Madrid, el metro cuadrado del baño en donde se afeitaba, el trocito de escalera donde ella sabía que él se escondía para fumar. Todo parecía ir bien así, pero, al tercer mes, aquella consideración para con el finado comenzó a desgastarse: a veces, sin darse cuenta colocaba una toalla en el baño en lugar de dos, o se sentaba a desayunar en el taburete en que él se había sentado durante años.
     Pronto llegaron las clases de baile de salón, y con ellas un tal Manolo. Con él empezó a practicar coreografías: la del mecánico foxtrot, el sobrio vals y la vulgar bachata; pero, como no lo hacían nada mal, empezaron a probar suerte con piezas algo más complicadas. Curiosamente, al mismo tiempo que descubrieron el tango, tan sensual y con esos elegantes roces de piernas y aquella lujuriosa puesta en escena de los amores perros que solían contar, aparecieron también los fenómenos paranormales en el dormitorio de la mujer.
     Contó que se metía en la cama, y al instante notaba cómo las sábanas volvían a abrirse; cómo en el otro lado del colchón, un peso hacía que ella rodase hasta el centro en auténticas citas fantasmales; que percibía respiraciones que alborotaban el cabello de su nuca; o que notaba algún que otro roce de pies que al cabo de la noche dejaban helados los suyos.
     Con cara de cansancio, me aseguró que no le costó nada dejar sus clases de baile con Manolo; al fin y al cabo, lo de rehacer su vida había sido cosa de su marido y no de ella. Total, no parecía haber ningún hueco que rellenar en su vida, ni mucho menos en su cama. “Ahora, solamente quiero dormir”, dijo.
     Aún seguía con su perorata cuando volvió el médico. La dejé pasar delante de mí. Le mentí diciendo que yo podía esperar porque apenas me molestaba ya el lagrimeo de mis ojos y la inflamación de los párpados; y es que, de repente, caí en la cuenta de que aquella mujer, tras su historia de amor fantasmal, se había ganado una más que merecida siesta.



lunes, 30 de noviembre de 2015

 Finalista III Certamen de Microrrelatos de Historia "Francisco Gijón"

MI REINO POR OTRO BRANDY...
        ...piensa azorada Isabel II, apenas bajarse del tren en plena estación de El Puerto, cuando la bebida espirituosa que le ofrecen como bienvenida humedece vertiginosa, deliciosa, casi orgásmicamente su gaznate.
       Pero, un momento de lucidez le hace pensar a la reina en su sangre azul y en lo impropio de pedir una segunda copa al notable que le ha ofrecido la primera. Así que, pendiente de su propia compostura, contiene la dicha que le hace alcanzar el brandy. Eso sí, aprovechando los acalorados aplausos del populacho se permite un pequeño desliz y murmura entre dientes: “viva la madre que me parió y el día que instauré la línea de ferrocarril entre Jerez y El puerto”. 


domingo, 29 de noviembre de 2015

UNA MALDICIÓN HÍBRIDA


      “Mardita sea tu estampa y mecagüen tu raza, ojalá te lo gastes en medicinas” le deseó la Reme, con toda su alma, a un chico que montaba en bicicleta y que se cruzó en su camino. Y luego entró al herbolario y me saludó con su excesiva zalamería de siempre “hola, Gema, guaapa”; y haciéndose la remolona, se fue remetiendo entre el resto de los clientes para que la atendiesen antes que a nadie.

      A la Reme la perdía su boca y aquel fuerte temperamento de gitana; en ella, todo era desmesurado: el color oscuro de sus labios, la profundidad de las cuencas de sus ojos y sus ademanes de mujer constantemente airada con la vida. Nos conocíamos porque, durante los meses que su padre había estado en la cárcel, iba todas las semanas con su madre adonde yo trabajaba; la mujer sólo buscaba engatusarme para que le escribiese las cartas a su hombre “...es que tienes una letra mu bonita, Gema, por eso vengo aquí...¿un cigarro no tendrás? que a luego te lo devuelvo...”. En realidad, creo que venía por ese cigarro al que nunca supe decirle que no y que después jamás me devolvía; pero a mí no me importaba porque aquello me hacía gracia.

      Mientras la Reme esperaba la vela negra y la mezcla de romero, enebro y sándalo que había pedido, le contó al aire que aquello era para echar una maldición a un payo (sabía que si nos miraba a los ojos, su comentario podría haber creado un cierto revuelo entre los que estábamos allí por ese temor innato y ancestral que les teníamos a los de su raza). Continuó diciendo, sin mirar a nadie, que en la faltriquera llevaba escondida una foto del payo que le rompió el corazón a su amiga Saray, y que, por una cuestión de honor, a los suyos no les había quedado otra que escupir una maldición. Debían rodear el retrato con aquellas hierbas formando tres círculos, ponerlo a los pies de la vela, proferir el conjuro que buscaría la ruina del chico y, una vez completa la maldición, enterrar la foto y que ésta no volviese a ver la luz hasta después de los primeros síntomas de la venganza. “Pero, to ésto...” continuó diciendo la Reme mientras pagaba con un billete doblado que rescató de las profundidades de su sujetador “...sólo funciona si se siente de verdá”. Y luego se marchó igual que había venido, dejando en el aire un cierto tufo a óxido y a antiguas supersticiones romaníes.

      Un buen día, mucho tiempo después, caminando por la calle Mayor reconocí aquella forma de blasfemar que tenía la Reme; su locuacidad, que no tenía ni puntos ni comas, entrelazaba palabras sin respirar “...que sufras por to lo cas hecho y te caiga una enfermedá porquéres mala persona asín te estrelles y a después que te parta un rayo”, iba diciéndole a alguien. Al llegar a mi altura, igual de avispada que siempre, me saludó con unas dobles intenciones que parecían heredadas de su madre “hola, Gema ¿tienes un leuro? que a luego te lo devuelvo”. Me hice la desentendida preguntándole por la criatura de mofletes sonrosados y pelusa rubia que llevaba en brazos; pensé que sería su cuarto o quinto hijo. Hicimos por entendernos, ella con su media lengua paya y yo con mi medio oído calé “¡ayyy! Gema, a ver como te losplico...es de la Saray y del payo, can tenío un churumbel...el chico volvió al barrio por ella, y el papa de la Saray que le vio igual denamorao ca un gitano, le bautizó y les dejó hacer el casamiento”. Sólo por curiosidad, le pregunté si es que al final no le habían echado la maldición al payo. Pero entonces, la Reme, con exagerada solemnidad me cogió del brazo y me atrajo hacia ella; y, santiguándose sin parar, comenzó a contarme un gran secreto al oído.



     Luego, en casa, pensé en lo bonito que era estar enamorado; como en el caso de Saray, que loca de amor y muerta de miedo volvió a desenterrar la foto del payo y pasó la noche entera repitiendo en voz muy baja para que los que dormían más cerca de ella no se despertasen “...a todos los santos les pido perdón, si alguna vez eché maldición...a todos los santos les pido perdón, si alguna vez eché maldición...”. 


lunes, 23 de noviembre de 2015


UNA PITONISA CON CORAZÓN DE CACHELO

      Rosalía, que es una chica muy especial, te hace sentir muy a gusto a su lado porque tiene un acento canario muy dulce y un corazón blanco y grande como una patata de invierno.

      A la casa de Rosalía, que a veces es sonámbula, para evitar accidentes estúpidos en medio del sueño, se sube bajando y se baja subiendo. Su dormitorio, el salón y la cocina quedan en el sótano, y en la planta alta, sin embargo, guarda todo aquello que nunca nadie guardaría: cosas pesadas como una moto, una bicicleta azul y un montón de cajas inmensas repletas de trastos.

      A mí me encanta el olor de su casa porque allí todo huele diferente; ni las rosas de sus jarrones tienen aroma de flores, ni el café que te prepara huele ni sabe a café. En la primera planta, que es donde a Rosalía le es más fácil hablar con los muertos, ha puesto una consulta y un pequeño baño en los que nunca huele a nada.

      Rosalía, que no es una pitonisa como las demás, no quiere engañar a nadie. Ya la madre de su abuela, su abuela y su madre también fueron especiales, y es por eso que ella tiene dudas sobre si sus dotes adivinatorias le fueron dadas por algún extraño gen esotérico o sólo por la sugestión de haber visto siempre a las mujeres de su vida, confundidas entre las lisonjas de sus misterios y las vaharadas de incienso que ambientaban toda la casa.

      No es fácil creer en ella, y ella lo sabe. Vive de una pequeña ayuda que el estado le da por estar más sola que la una y por no ver prácticamente nada, creo que con su ojo izquierdo; así que no cobra ni un sólo céntimo por sus consultas porque sabe vivir con poco y porque le tiene un pelín de miedo a equivocarse y que sus errores defrauden a alguien.

      Rosalía tuvo una pequeña crisis hace unos años, y durante un tiempo dejó de hablar con los muertos y de echar las cartas; decía que le ponía muy triste que las ánimas nunca tuviesen nada bueno que decir a sus familiares, los cuales, tras escuchar las penurias de sus difuntos, se iban marchitos por el mismo camino por el que minutos antes habían llegado ilusionados. La verdad, es que desde niña supo que si lo seguía, aquel iba a ser un camino mustio; y lo descubrió el mismo día en que su madre le contó que había enfermado, y un rato después, en uno de sus primeros coqueteos con la quiromancia, pudo ver cómo las líneas de la mano de la mujer comenzaban a difuminarse. Fue por aquella época que maduró de repente; quizá, tras comprobar que no había servido de nada ir corriendo a por su rotulador color carne para remarcar con él las líneas de la vida, que empezaban a borrarse, de la palma de la mano de su madre.


      Rosalía, hace unos meses que ha cerrado su consulta a cal y canto. Dice que no va a volver a abrirla jamás, que, total, desde que empezó la crisis ve totalmente negro el futuro de todo el mundo; además, ahora son los muertos los que se ponen tristes cuando ven llegar a sus familiares totalmente hundidos para que ella les invoque en su consulta. Y es que, tal vez, Rosalía tenga miedo a caer de nuevo en una de sus crisis, y que su corazón grande y blanco como una patata de invierno termine partido en cachelos y en el fondo de un gran perol, enriqueciendo y espesando a fuego lento, muy muy lento, algún extraño guiso de aflicción y melancolía.


miércoles, 18 de noviembre de 2015



REBELIÓN EN EL CAJÓN DE LAS VERDURAS



Mira que recuerdo pocas cosas del colegio; si acaso la tabla periódica o la de multiplicar del nueve, que me aprendí de un tirón solo porque estaba enamoriscada del profesor que nos enseñaba ciencias y matemáticas (con el tiempo, pude comprobar que no era repetir una y otra vez como un papagayo aquellas tablas, sino otras cosas, que hoy no vienen a cuento, las que realmente podían llegar a impresionar a don Jesús).

Sin embargo, de aquel día en clase en que alguien bajó las persianas dejándonos a oscuras para encender un proyector y enseñarnos un montón de imágenes que tenían que ver con el terrible y conocido episodio de la niebla letal de Londres del año 52, me acuerdo como si hubiese sido ayer.

Aquella mañana quedé marcada por la truculenta historia que nos narraron mientras veía montones de diapositivas de un Londres que parecía haber sido tragado por unas brumas que misteriosamente aparecieron durante aquella aciaga semana de diciembre en la que murieron doce mil vivos y enfermaron cien mil sanos. Nos contaron que todo ocurrió por la fatídica combinación del frío extremo de aquellos días con unos altos niveles de polución y con las enormes cantidades de carbón de baja calidad que la población humilde quemó aquellos días para poder combatir unas gélidas temperaturas antes nunca conocidas.
Aunque se esmeraron en decirnos que aquello tenía una explicación científica, yo no la creí. Mi joven cabeza, acostumbrada ya por aquel entonces a centrifugar más que de la cuenta, decidió para sus adentros que aquel cóctel explosivo había sido un castigo de la naturaleza, un toque de atención para que supiésemos con quién nos las tendríamos que jugar en el futuro si la seguíamos maltratando.

Cuando volvieron a subir las persianas vi de modo tan diferente el mundo que había tras los cristales, que llegué a pensar que era él el que nos observaba a nosotros y no al contrario. Por eso, de vuelta a casa, cuando tuve que atravesar el parque fui agarrada a mi mochila y mirando de reojo cada una de las hojas de los árboles que caía a mis pies al ser arrancada por el viento. Dí un largo rodeo, incluso, para poder acceder al portal de mi casa sin tener que pasar al lado de las docenas de macetas que hay a la puerta de mis vecinos.

En fin, con el paso de los años terminé por comprender que no era yo quien debía temer a las flores silvestres, ni a los abejorros que revoloteaban entre ellas, ni tan siquiera a la imponente higuera que siempre había presidido el patio de la casa de mi madre, con todas aquellas raíces que se escapaban entre las grietas de las baldosas como si fuesen las garras de un monstruo vegetal, si no que éramos yo y otros miles de millones como yo, los que con nuestras sequías, nuestro efecto invernadero, nuestro calentamiento global, nuestro cambio climático y sobre todo con nuestra forma de pasar olímpicamente de todos esos temas, estábamos amenazando y aterrorizando a todo bicho viviente.

Y entonces, entendí que el planeta nos hubiese castigado con aquel nefasto terremoto de Haiti. No me quedó otra cosa que tolerar el irascible tsunami de Japón. Consentí, a duras penas, impactantes imágenes saliendo de mi televisor, como las de Omayra muriendo lentamente durante tres días sumergida en el fango tras la erupción del Nevado del Ruiz. Pero, lo peor de todo es que, a regañadientes, en el futuro estoy condenada a tener que entender cada una de las reprimendas que la madre naturaleza nos tenga guardadas, porque, sin duda, nos lo hemos ganando a pulso nosotros mismos, los humanos.


Y ahora, si me lo permitís, tengo que hacer un breve paréntesis para echarle un vistazo al cajón de las verduras e intentar charlar un ratito con los calabacines, con el repollo, con los pimientos y con el medio tomate que queda en un rincón; más que nada, para crear buen ambiente, a ver si logro atrasar la llegada de la gran hecatombe que, sin duda y más tarde o más temprano, puede que llegue a nuestras vidas si no cambiamos de actitud.  


miércoles, 11 de noviembre de 2015



MI AMIGA ERA UNA AUTÉNTICA PAYASA

         Esmeralda, desde que nació, estuvo abocada a ser payasa. A medida que crecía, sus pómulos se fueron chispeando de pecas y los lóbulos de su nariz aparecían cada día un poco más rechonchos y redondeados. Pero, al igual que un buen tinto necesita años de oscuridad para ser añejo o un buen guiso, reposado, puede llegar al colmo de un paladar, un auténtico payaso también necesita su tiempo para que su disfraz de colorines y su exagerada sonrisa de cera queden en perfecta armonía con ese toque gris y mustio que sólo da el haber consumido parte de una vida.

         Cuando Esmeralda cumplió treinta años su nariz ya había alcanzado la redondez perfecta, en sus mofletes no quedaba sitio para una peca más y tenía el corazón dolido en la medida justa para que la melancolía se entreviese por entre los maquillajes y las telas alegres. Al fin estaba preparada para poder compaginar su anodino turno de día en la caja del súper, con el arte de hacer feliz al resto del mundo por las tardes. Así que se enfundó una de esas bolas de espuma roja en la nariz, pintó un gran cerco blanco alrededor de su boca y se vistió con rasos y tules de los tonos más dispares para dar sus primeros pasos con su treinta y seis de pie haciendo eco en el interior de dos grandes zapatones verdes.

         Una vez tomé café en su casa. Tenía que actuar esa tarde, pero aún llevaba puesta su ropa: las manoletinas de una chica inteligente cuyos padres no dejaron que fuese a la universidad, fastidiando así una fracción de su vida; los vaqueros de una mujer cuyo marido es un cero a la izquierda, anulado por su madre; y la camiseta de una ma de dos niños demasiado pequeños para ver como sus papis descuartizaban un matrimonio. Le pregunté cómo era capaz de hacer reír a la gente con todo lo que tenía encima. Me contestó que no lo sabía.

         Después de contarme todas sus cosas fue a vestirse con su traje para la función. Cuando volvió, la vi maravillosa, y pensé que entonces sí que iba vestida de ella misma; y que era una payasa auténtica, con ese fantástico punto triste asomando por detrás de su peluca tricolor y una lágrima dibujada bajo su ojo derecho escondiendo otras más reales.

         Luego, en el teatro, al comenzar el espectáculo casi se la tragan el escenario y las rancias cortinas de terciopelo beige; ella tan bajita, y sobre su pequeñez aquel techo que le quedaba tan lejos. Después, apretó el claxon de su bocina, y todo el mundo se echó a reír. 


miércoles, 4 de noviembre de 2015


EL BLUES DEL AUTOBÚS


     Media hora al día durante doscientas seis jornadas son ciento tres horas. Esos seis mil ciento ochenta minutos son los que paso en un año compartiendo el autobús del curro con las mismas personas. Demasiados minutos recorriendo el mismo camino; el mismo paisaje tintando nuestras ventanillas; las mismas cabezadas de los unos, cercanas a las de los otros. Demasiado tiempo como para desperdiciarlo sin tratar de imaginar sus vidas.
      Cada día, con la precisión de relojes suizos, cada uno de nosotros se sienta en el mismo asiento del día anterior provocando con ello un eterno “déjà vu”; podría decirse que el tiempo se para, cuando subo al vehículo, de no ser porque veo cómo la barba del conductor, que debe de afeitarse tan solo los sábados, va creciendo gradualmente de lunes a viernes. No me cabe duda de que es un hombre metódico, delicado; lo sé por su forma de acariciar los pasos de cebra cuando vamos llegando a uno, por la manera en que abraza las curvas cerradas que ya se conoce. Y me gusta imaginarle en su casa, organizado, detallista, quizá romántico.
      Javier va delante; extremadamente aseado, vestido de marca, demasiado perfumado. Es controlador; clava los ojos en la carretera como si fuera conduciendo él, y hace amagos de frenar, apretando los dientes, cuando llegamos a un semáforo cerrado. Que desconfíe de esa manera de un señor que lleva treinta y tantos años pegado a un volante no dice mucho en su favor; y me acuerdo de Lucía, su mujer, y no me gustaría ser ella, porque me da por pensar que quizá Álvaro no la deje ser dueña ni del nombre de sus niños, ni del color de sus cortinas, ni de la raza de su perro, ni de nada porque probablemente sea él quien se ocupe de elegirlo todo.
      Detrás, se coloca un chaval musculoso, lleno de tatuajes, con la cabeza absolutamente rapada. Siempre lleva chándal, y va de manga corta hasta en invierno, sin duda para no esconder sus brazos entintados con esos símbolos que le hacen parecer un tipo duro. ¡Qué ingenuo!, yo no me trago su disfraz de chico malo; probablemente sea el oso más grande de todos, pero de peluche. Todos los días, cuando nos ponemos en marcha, le susurra muy bajito a su móvil para que nadie le escuche: “ya estoy en el autobús; luego te veo...yo también te quiero”
      Dos asientos por detrás de él, y uno por delante de mí, viaja un chico enamorado de su libro. Siempre trae el mismo, uno escrito en alemán. No sigue un orden de lectura, sino que cada día lo abre de manera aleatoria por cualquier página, relee un poco, acaricia sus hojas al pasarlas, y más tarde, ya cerrado, lo abraza sobre su pecho. Y observando al chico lector me quedo hasta nuestro destino, porque es el personaje que más me cuesta entender y porque me gustaría dedicarle más tiempo y poder imaginar la preciosa historia de amor que tenga que ver con su talismán de papel.
      Pero el vehículo frena inevitable y suavemente para invitarnos a salir con el ruido de fuelle de sus puertas. Vamos bajando, y a punto de pisar el suelo me despido del conductor y le lanzo una última ojeada; sólo intento guardar en la memoria el espesor del vello de su mentón para poder compararla con la del día siguiente y así saber que realmente transcurre el tiempo en ese autobús. 
     En la calle, la vida sigue a la velocidad de vértigo de cualquier otro día de trabajo. 


domingo, 1 de noviembre de 2015

PREMIO LIEBSTER AWARD






     Tengo que dar las gracias a Aida Aisaya, una fantástica bloguera, por haberme nominado desde su interesante blog "Sonámbula que no despierta" al premio Liebster Award; de esta manera, me ha pasado el testigo para que yo tenga la oportunidad, también, de nominar a varios blogueros dignos de mi admiración.


     Estas son las normas (muy sencillas) para pasar de nominado a premiado:
    
     -Agradecer al blog que te ha nominado, además de seguirlo a partir de ahora.
     -Responder a las once preguntas que te haré a continuación.
     -Nominar a cinco o a once blogs (puedes elegir la cantidad) con menos de 200 seguidores.
     -Avisarles de que han sido nominados (a través de Google+, de sus propios blogs o de otras maneras).
     -Hacer once preguntas a los blogs que nomines (pueden ser las mismas que yo te haga a tí o echarle imaginación). 

     Estas son las preguntas que me han hecho:

     1-¿Cuánto tiempo llevas con el blog?
     Aunque llevaba tiempo queriendo tener un blog, he tenido que esperar a disponer del tiempo suficiente para alimentarlo como creo que es debido. Es muy jovencito; nació a últimos de junio de 2015.
    
     2-¿Recuerdas el libro que te enganchó a la lectura?
     Me siento incapaz de contestar con exactitud a esta pregunta; pero, me atrevería a decir que aquella primera frase que me enseñaron, con apenas unos añitos, fue la que me enganchó "mi mamá me mima".
    
     3-¿Cuál es tu personaje ficticio favorito?
     Si sólo nombrase a uno, los otros cuantos millones de ellos podrían dolerse. 
    
     4-¿Has leído algún libro de terror? ¿Te gustó? ¿Te dio miedo?
     Libro, no; relatos cortos, si. Me encantaron y no sentí nada de miedo porque el tema, aunque horrible, quedó totalmente suavizado por lo maravillosamente escrito que estaba.
    
     5-¿En alguna ocasión has dejado un libro sin terminar?
     Jamás, aunque a veces me arrepienta por pensar que es un tiempo tirado; pero, al final, siempre decido acabarlo por respeto al escritor.
    
     6-¿Te gustaría escribir una novela?
     No me quita el sueño saber que, probablemente, me iré de este mundo sin haberla escrito; pero, reconozco que sería interesante disponer de las vidas de unos pocos personajes a mi antojo durante la friolera de cien o doscientas páginas.
    
     7-¿Alguna vez has soñado con algún personaje literario?
     Claro; si el libro me absorbe, por supuesto que sí.
    
     8-¿Algún autor con el que establezcas una relación amor/odio?
     No; o aún no me he visto en el caso.
    
     9-¿Me recomiendas que visite algún blog en especial?
     Por supuesto, el de los blogs que estoy a punto de nominar; y, te aconsejo que nunca te canses de buscar nuevos blogs, porque hay muchos y algunos muy buenos.
    
     10-Si fueras a una cena y pudieras elegir a tres personas literarias que te acompañaran ¿cuales elegirías?
     Responderé genéricamente, pues personalmente me sería imposible decidir: Un escritor, un bibliotecario y el dueño de una librería antigua.
    
     11-¿Podrías dar un consejo para mejorar un blog?
     Un blog que tiene encanto, lo tiene porque es de uno mismo; con mis consejos, ya no sería así. Un blog o tiene o no tiene encanto.


     En fin, no ha sido tan complicado contestar a estas preguntas; así que he decidido que estaría bien que para vosotros fuesen las mismas.

     Y, para terminar, hay cinco blogs que, por varios motivos, merecen mi nominación; y son los siguientes:

     1- Varado en la llanura, de Gerardo Vazquez.
     2- Desencadenando melodías, de Maria José E.M.
     3- Las mamás virtuales, de Miriam Gimenez Porcel.
     4- Mujer en los cincuenta.
     5- Viviendo al otro lado del espejo, de Mar Goizueta.


     Y, ahora, sólo os queda disfrutar de vuestra nominación y premio al igual que yo he disfrutado de los míos.



       
      



    
    
       




sábado, 31 de octubre de 2015


BENDITA LADRONA DE CUERPOS



     Una lejana noche de Hallowen, mientras pagaba a una camarera, me robaron a mi chico. Sí, habéis leído bien, me lo quitaron. Mientras aquella ojerosa muchacha extendía su mano sobre la mía para liberar sobre ella el tintineo de las monedas de la vuelta, supe que algo estaba ocurriendo a mi espalda. Con el revoloteo de aquella premonición ensombreciendo mis cejas, me volví muy despacio. Y allí, entre las vaharadas de los cafés de nuestra mesa, descubrí el revoloteo de aquella primera mirada de ternura entre Miguel y mi amiga Ana. Por fortuna, todo empezaba a funcionar.
     Miguel, desde siempre había suspirado por mí, y estaba tan seguro de sí mismo que cometió el pequeño error de dar por hecho que yo también lo hacía por él (bueno, conociendo ahora lo planificador que fue siempre, más que suspirar por mí creo que le entraron las prisas por crear un hogar; y yo, que pasaba por allí, sin darme cuenta me puse a tiro entre la mirilla y sus planes de futuro, dejando que el pobre chico demostrase su mala puntería dando de lleno en el blanco equivocado).
     El caso es que la inercia, que a veces es terrible, me hizo perder un par de años junto a éste torpe don juan. Y digo bien, fueron terribles, además de raros. Reconozco que la parte terrible la puse yo. A pesar de estar con él, mi corazón se escapaba a ratos por otros caminos; caminos que cuanto más enrevesados eran y más lejos llegaban más me acomodaba a ellos. De la parte rara, sin embargo, se encargó Ana, que sin ninguno darnos cuenta y con una extraña habilidad para modelar la geometría de nuestros sentimientos, terminó convirtiendo lo nuestro en un incómodo triángulo (más para ellos que para mí que, por fortuna, descubrí en uno de sus vértices un pequeño resquicio por el que poder escapar). Así fue como urdí mi plan para aquella noche de Hallowen, que ni siquiera llegaba a ser plan porque lo cierto es que, a aquéllas alturas, ya los tres sabíamos que los tres sabíamos lo que estaba pasando.
       Cité a ambos, haciéndoles creer que los tres saldríamos disfrazados. Todos fuimos puntuales. Miguel, ataviado como “Fétido Addams”, llegó tan lúgubre y oscuro como el original. Ana, emulando a la “novia cadáver”, vino pálida y primorosamente envuelta en un vestido etéreo y sucio. Y yo, deliberadamente vestida con unos de mis Levi´s y una camiseta de universitaria. Y como yo había esperado, aquel encuentro (que tan claramente nos diferenciaba a los vivos de los muertos) fue igual de extraño que en su día nuestro singular triángulo.
     Después de la cena, pedimos: yo un descafeinado, ellos, café bombón. Y todo fluyó en aquella noche mágica. Reímos, charlamos, me levanté a pagar. Y al darme la vuelta, comprendí que por fin sería libre. Parecían los personajes de un precioso cuento de amores de cementerio, con toda aquella delicadeza camuflada tras sus aspectos siniestros.
     Tuve que dejarles solos; porque había quedado con un montón de niños que, vestidos de muertos, estarían a punto de aporrear mi puerta para darme a elegir entre un truco o un trato.
     En fin, creo que sobra que diga que “Fétido” y “la novia cadáver” fueron felices y comieron perdices...
     ...y yo, por mi lado, también.

sábado, 24 de octubre de 2015


EL CIEGO QUE SOÑABA POEMAS



     Me sentí fatal y un poco ridícula cuando Luis, con media sonrisa en la boca me dijo: “no veo nada, de verdad”. Rápidamente, como una niña sorprendida cometiendo un pecado, dejé de hacer aspavientos con la mano delante de sus ojos, y no supe que decir; pero, él rompió el hielo con una carcajada y siguió hablando: “lo sé porque he oído cómo tu mano ha rasgado el aire y he olido la crema que te has puesto”; y aquello, que me pareció el colmo de los colmos, me convenció por completo de que Luis era sobrehumano.

     Luis nació perdiéndose todas aquellas cosas que todos los demás tenemos nada más nacer (creo que hay cigüeñas ciegas, que equivocan las coordenadas exactas y confunden las chimeneas llenas de hollín con las puertas de entrada a los hogares felices; y, después, el polvo negro y espeso se encarga de hacer el resto); pero, no por eso, el chico iba a acomodarse al reino de la oscuridad. De niño, tuvo la gran suerte de descubrir la magia de los libros en braille; si los acariciaba con las yemas de sus dedos, le transmitían cosas maravillosas. Y su padre, que veía cómo devoraba historias, dejó de dormir por él; y para que no se le acabaran nunca convirtió la buhardilla de la casa en un pequeño taller clandestino de literatura en relieve. Durante el día, cumplía con su jornada de ocho horas en el trabajo, y por las noches traducía toda la biblioteca de su casa con una pequeña máquina que adquirió, de segunda mano, para ello. Y Luis leyó, y leyó, y siguió leyendo tanto, que llegó un momento en que podía imaginar lo que leía.

     A la madre de Luis, que pintaba cuadros, un día el chico le dijo que quería verlos, que quería que pintase una marina para él. Y como va a ser verdad que el amor mueve montañas, la mujer corrió a comprar un lienzo nuevo, un montón de óleos y pinceles para estrenar, y se sentó junto a él, en aquella misión aparentemente imposible, con toda la paciencia del mundo para que él le explicase cómo veía el mar.

     Meses después, madre e hijo organizaron una exposición con los cuadros que resultaron de aquellas largas conversaciones; y allí fue donde coincidimos los dos, Luis, pasando sus yemas mágicas sobre las bastas pinceladas de lo que al principio sólo me parecían cuadros abstractos, y yo, escuchando cómo me explicaba todas las cosas que él percibía. Y cuanto más me explicaba, más me lo hacía ver a mí; tanto, que terminé por estar delante de una preciosa marina con el mar enrabietado y sus olas encrespadas confundiéndose con el cielo, y un sol radiante que casi quemaba. Y justo después, fue cuando cometí la torpeza de pasar mi mano por delante de sus ojos, porque no podía creer que ese chico, sin haberlo visto nunca, pudiera describir el mar de esa manera.


     Cuando se me pasó la vergüenza, con admiración, le pregunté cómo le era posible describir tan realmente cosas que jamás había podido ver. Me contestó que siempre soñaba con poemas, y que en sus poemas, siempre aparecía el mar.

domingo, 18 de octubre de 2015


ACORDES DE ACUERDO



     Mis últimas letras se han emborronado. Sin salir de la bañera, alcanzo la toalla y seco mis manos; no quiero que una gota de agua impida saber a todos por qué lo hago. Buscando la precisión con que un bisturí abriría la carne, he escrito apenas unas palabras; despiadadas, porque busco que durante el resto de sus vidas sientan la culpa por nuestras muertes.
     A sus dieciséis años, Sinéad, sabía de amor y de rock más que todos juntos; por eso supo encontrarme en cada línea de mis pentagramas; por eso juró que si intentaban separarnos, buscaría la manera de que estuviésemos juntos. Después de dos meses sin poder vernos, la ha encontrado; ha aprovechado el viaje de fin de curso para llamarme a escondidas y decirme que si seguía amándola la encontraría “en aquel sepulcro junto al mar, en su tumba junto al mar ruidoso” (como en la letra de nuestra canción). Y después, se ha lanzado desde el acantilado de Moher hacia las rocas.

     Ahora, que he acabado de escribir esta carta, voy en su busca. Mi guitarra eléctrica, enchufada desde hace rato, espera los primeros acordes de nuestra canción; así que la alcanzo, y la sumerjo conmigo, acariciando sus cuerdas. 
 

jueves, 15 de octubre de 2015


HISTORIAS DE PERDEDORES



     Esta es la historia de un bohemio, una romántica, y una soñadora. Me pregunto por qué siempre pierden los mejores.

     Eugenio, desde que nació, estaba destinado a reponer las estanterías del súper de sus padres. Pero un buen día, decidió que iba a comerse el mundo con su guitarra a cuestas; enamoraría a todas las chicas, y sólo volvería a respirar aires que oliesen a hierba para que abriesen su mente y así componer canciones de las que alimentarse.
     Reconozco que me encandiló el mismo día que clavó sus pómulos huesudos en mi cara cuando mi hermano nos presentó; tan delgado y con su pelo negro interminable. Pero, un buen día le perdimos el rastro y dejamos de saber de él. Después, alguien nos contó que le había visto por los intestinos de Madrid, pidiendo en el metro las monedas justas para poder sobrevivir, a cambio de los lamentos que le arrancaba a su guitarra.
     Han pasado muchos años, ya no tiene edad para seguir engañándose con sus propios sueños. Espero que su despertar no esté siendo demasiado desagradable.
     Nicoletta, hace mucho tiempo, vino de Rumanía y se enamoró perdidamente de Javier. Tanto, como para darle un hijo y quedarse en España en unos tiempos en que nuestro país aún no era un paraíso para los extranjeros. Ella, en su tierra, tenía varias carreras y un buen trabajo; suficiente para vivir más que bien en un país inhóspito como el suyo. Pero, decidió afincarse aquí sin consultar a su cabeza, movida tan solo por su corazón. La chica guapa, inteligente, culta y de saber estar, tuvo que dejar de lado toda su clase para aceptar una serie de trabajos que, si bien es verdad, no llegaban a ser indignos, tampoco eran lo que había soñado. Y se remangó, lavó platos, vasos y suelos; y cuidó a viejecitos extraños; y dio biberones a niños que no eran suyos; y durante años desempeñó un papel que a nadie le hubiera gustado, sólo para ser feliz junto a Javier. Pero, no contaron con que la gran crisis económica que llegaría más tarde, iba a minar sus bolsillos de tal manera, que provocaría un sinfín de situaciones difíciles que terminarían con su relación.
     La última vez que hablamos, la separaban 336 km de Javier y 3.173 de Rumanía, una tierra que ya no sentía suya.
     Mónica, sueña con escribir la gran novela de su vida; una historia que la consagre como escritora de una vez por todas. Dice que siente cómo le late dentro, pero no lo hace convencida; y mientras se desvive auscultando su pecho en busca de esos latidos que en realidad no existen, deja que su padre la mime. El hombre, por amor, la motiva para que siga escribiendo sus bagatelas, y en cuanto ve que está a punto de rematar una nueva obra, corre a llamar a una de esas editoriales que publican cualquier cosa que les lleves, para no dejar a su hija en la estacada con doscientas páginas sueltas por los cajones. Así que, una vez al año, más o menos, aparece cargado con una caja de cartón en la que nos lleva los sueños frustrados y encuadernados de la niña; y los quince o veinte compañeros se los quitamos de las manos, movidos tan sólo por nuestro aprecio. Ese día, ella suele acompañarle al trabajo, y nos va dedicando el libro uno a uno, con su melena larga y ondulada de escritora, pero con un gesto como de apocada, de ir a salir corriendo; la verdad, no sé si por pura timidez o porque anda un poco avergonzada porque sabe que la historia que acaba de vendernos no es buena.
     Como habéis visto, ésta es una historia en la que no hay ni buenos ni malos; una sencilla y común historia de personajes superados por la dura realidad. Aunque, no por eso, los que seamos soñadores, románticos, solitarios, mendigos de talento, apátridas o bohemios, vamos a privarnos de vivir como lo que somos sólo por miedo a no llegar a triunfar ¿no creéis?. Yo, al menos, no lo pienso hacer.

viernes, 9 de octubre de 2015


VIERNES, 9; O...¿TAL VEZ, 13?

     En cinco calendarios diferentes, he tenido que mirar hoy, para cerciorarme de que es día 9 y no 13; porque un cúmulo de situaciones, poco comunes, han hecho sacar mi ramalazo supersticioso. Después de mirar el quinto, he terminado por decidir que todos estaban equivocados. En realidad, hoy es viernes 13.
     La primera señal ha llegado esta mañana. Nada más subirme al bus del trabajo, el conductor vestido hoy, no sé por qué de negro riguroso, estaba muy lánguido y demasiado serio para sus costumbres cuando me ha saludado con un: "buenas noches". Normalmente, nos damos los buenos días, pero, esta mañana, lo cierto es que seguía reinando la oscuridad cuando nos ha dejado bajar en la factoría. No le he dado demasiada importancia, me he limitado a mirar al cielo; la explicación podía venir dada de la mano de algún fenómeno lunar, solar, interestelar... o del infinito y más allá.
     Un rato después, tras descubrir que alguien había borrado de mi ordenador todas las carpetas de música, excepto la de los grupos de estilo gótico; no me ha quedado otra que pasar la jornada entera escuchando, repetidos una y otra vez, las docenas de temas de “Evanescence”, “Nightwish” y “Within Temptation” (gritos guturales, entremezclados con voces líricas dejándose guiar por melodías del siglo de la polka, y haciéndome imaginar castillos en ruinas en los que mujeres muy, muy blancas, con vestidos muy, muy rojos y melenas muy, muy negras esperan desesperadas el mordisco de un vampiro muy, muy atractivo que les proporcionará el amor eterno). Me estaba encantando ese rollo, pero, después de seis horas escuchándoles, me parecía ver muertos incluso en el cuarto de baño.
     Y es en el baño precisamente donde, Joaquina, la encargada de la limpieza, me ha ofrecido una silla y me ha dicho que me sentase, porque me veía súper pálida. Cariñosamente, como hacía mi madre cuando era niña, me ha tocado la frente y me ha enchufado una botella de agua en la boca antes de salir volando para buscar a alguien que me acompañase a la enfermería. Me he acojonado un poco, la verdad, porque aunque me encontraba perfectamente, es cierto que mi reflejo era blanco como la leche.
     Por fin, el último mensaje subliminal que he recibido (porque a esas alturas ya no me cabía duda de que todo lo que me estaba pasando eran señales del “Más Allá”), ha ocurrido media hora antes de salir de trabajar; cuando Paco, un compañero que también escribe, se me ha acercado con aire muy misterioso para decirme al oído que iba a pasarme un borrador suyo, que está pensando publicar, porque quiere mi consejo. La idea de que hubiese pensado en mi como su consejera, en un principio me ha vuelto loca; pero, sólo hasta que me ha hablado del tema de su "hiper-mega-novela" de 324 páginas: zombis. No sé por qué le he dicho que sí, pero se lo he dicho, y él, ilusionado, se ha despedido sonriente y ha estampado un beso en cada una de mis mejillas de pasmada; eso sí, después de decirme: "estás muy pálida...te encuentras bien...nos vemos luego".
     Total, que en cuanto he llegado a casa, lo primero que he hecho ha sido mirarme en el espejo por ver si aún tenía reflejo, y buscar en mi cuello las posibles marcas de unos colmillos afilados; más que nada, por empezar cuanto antes a comprarme ropa muy, muy roja, y pedir hora en la peluquería para teñirme el pelo muy, muy negro.
     Sin nada más que añadir, me despido: hasta mañana, Sábado...¿14?.

lunes, 5 de octubre de 2015


DÍAS MARINADOS



     Desde hace unas semanas, todos mis lunes están marinados con salsa agridulce.

     Sí, habéis leído bien, no he dicho mi “cerdo con piña de Iwao Komiyama” ni mi “pollo marinado con verduras al dente”. No; son mis lunes los que, rayando la media noche, me hacen dudar sobre el sabor de boca que voy a llevarme a la cama.
     Suponed que el lunes pasado vi morir a un ciclista en la carretera; que el tráfico se colapsó, obligándome a parar unos minutos junto al cuerpo roto; que me quise morir de pena sólo de pensar en la suerte de mis amigos que montan en bici y en el “no saber qué había pasado” de la familia del hombre tirado en la calzada; que mi abatimiento fue creciendo a la vez que lo hacía la angustia en el rostro del otro hombre, vestido también de maillot, mientras intentaba, inútilmente, hacer un masaje cardíaco sobre el pecho amigo. Suponed, que el resto de mi viaje estuvo lleno de miedo, que los planes del día se me enturbiaron, que ya ni compré y ni casi comí, porque mi memoria, a cada momento, se empeñaba en repetirme la terrible secuencia de la mañana.
     Suponed que esa misma tarde me topé de frente con un cantante que me vuelve loca, que me habló, que me sonrió, que se me puso a tiro para hacernos fotos, que bromeó conmigo y que, al despedirnos, me puso esos ojitos de chico bueno que sólo él y otros cuantos como él saben poner a sus fans.
     Ya podéis dejar de suponer; porque así fue mi lunes pasado. Esa noche, me fui a la cama con una extraña amalgama de sentimientos: me sentía culpable por haber pasado una tarde feliz después de una mañana terrible, pero a la vez, quería espantar los malos recuerdos, por miedo a que mis sueños amarilleasen tanto como el maillot de aquel ciclista lo había hecho bajo el sol del mediodía. Lunes agridulce, ¿a que sí?

     Suponed que hoy, lunes, es el último día de trabajo de mi compañera María, que es una niña fantástica. Suponed que llevaba meses sabiendo que la iban a despedir y que tenía un miedo terrible a convertirse en uno de esos “parados” que “tan negro lo tienen” (como no han dejado de repetirle, últimamente, todos los que la rodean). Suponed que lleva unos días yendo a mi máquina a todas horas para desahogarse, porque soy un poco payasa y porque le viene muy bien que alguien le saque unas risas; suponed, que me ha pedido por favor si podía volver mañana, su último día, para llevarse con ella un abrazo mío (porque “tú, eres una de las pocas cosas buenas que me llevo de aquí”, ha dicho) a pesar de que, al fin y al cabo, yo también haya estado presente en su lado “chungo” de los últimos y desagradables acontecimientos. 
     Ya podéis dejar de suponer, una vez más, porque así ha sido este lunes mío de hoy; otro de esos lunes raros en que me siento feliz y triste a la vez cuando, en realidad, me gustaría estar solamente triste, triste de verdad;  otro de esos lunes extraños, porque he consentido que mi vanidad sea mucho más fuerte que mi modestia y porque reconozco que me ha encantado que María me diga todas esas cosas. Y así, una noche de lunes más me voy a la cama con sabor totalmente agridulce.

     Sólo espero que, a partir de mañana, los siete días de todos los meses de todos los años que me queden, vengan marinados con un poco más de azúcar, o con cobertura de chocolate, o ¿por qué no? con un toque de sirope de frambuesa, o de plátano, y con nubes de algodón bañadas en melaza, y con lacasitos, y con gominolas, y con...