LAMENTOS
DE TEQUILA
Últimamente ando con los sentimientos un poco estresados. Estoy
casi convencida de que toda la culpa es del whatsapp. A veces creo
que un mensaje es vital y corro a contestar a un escandaloso
“llámame, es urgente” que luego se queda en nada; o por el
contrario, un simple “yujuuu, ¿estás ahí?”, puede parecerme de
lo más trivial y no serlo en absoluto. Con lo cual, ya no sé qué
sentir cada vez que escucho el dichoso silbidito.
Los últimos mensajes de voz que hace tiempo recibí en mi antiguo
móvil eran de Goizargi, una amiga vasca, muy vasca, que tan sólo a
mí me dejaba nombrarla en castellano porque sabía que me encantaba
ver amanecer; así que, cuando venía al pueblo, me pasaba todo el
día que si Aurora por aquí, que si Aurora por allá, mientras ella
aguantaba el tirón. Bueno, pues era jueves, marqué el 177 y allí
estaba la voz de Aurora llenando de lloriqueos los cuatro minutos de
tiempo que vodafón le daba para decirme que se venía a pasar el fin
de semana conmigo porque tenía que contarme algo importante, y que
se quería morir. Tuve que contenerme; pensé que era un poco pronto
para hurgar en la yaga, así que le contesté por escrito un
discreto: “vale, llámame en cuanto llegues”; y, acto seguido,
salí disparada hacia el súper para comprar una botella de tequila y
unos limones.
Llegó el sábado por la tarde, y nada más bajarse del coche y
anudarme y desanudarme en un fuerte abrazo, me dijo: “He cortado
con Manu”. Y yo, sin perder tiempo, le propuse: “Aurori, tengo la
solución, pero sólo tenemos un día; así que, ven”. Tiré de su
mano y volamos por los pasillos hasta la cocina. Allí, la empujé a
sentarse en un taburete, y con la destreza de una de las camareras
del bar coyote, en veinte segundos había colocado sobre la mesa dos
vasos de chupito, un salero, unas rodajas de limón y una botella de
tequila “José Cuervo especial” con aromas de toronja, nueces y
avellanas que siempre compraba para los casos extremos. Luego, me
senté frente a ella y, con tono trascendental, le dije: “amiga,
hay que saber sobrevivir a una ruptura con dignidad y elegancia”. Y
así fue como empezamos con su cura de mal de amores.
Eran las cuatro de la tarde, con lo cual el primer chupito nos hizo
poner cara de asco, pero la chispa ácida del limón en nuestras
lenguas saladas nos motivó para ir a por un segundo trago. Como era
de esperar, éste, aunque apenas estábamos empezando, nos colocó en
la fase de “sollozos de niña pequeña, atormentada por haberse
quedado desprotegida y sola”. Tras el tercero, yo empecé a
soltarme, y metí baza, confesando que aquel tipo nunca me había
gustado para ella; por cierto, que aquel comentario embadurnado en
alcohol fue mano de santo porque mi compañera de exorcismo sufrió
una notable metamorfosis que la hizo pasar a la siguiente fase, la de
“transformar los lamentos de una mujer abatida, en suspiros, cada
vez más espaciados, de otra mucho más despreocupada”.
¿Qué más puedo contaros?: pues, que tras el cuarto chupito
nuestras lenguas confusas, más bien a base de trabalenguas, se
empeñaron en despellejar al ausente Manu; y que, tras el quinto,
mientras yo buscaba mis gafas por el suelo y ella intentaba mandar un
sms en el que decir alguna lindeza a su ex, ya habíamos perdido la
cuenta.
Al día siguiente, en el despertar resacoso, nuestros primeros
movimientos fueron lentos y atolondrados bajo el edredón; nuestros
buenos días, balbuceados con una voz de cazallera más propia de
Chavela Vargas que de nosotras; los recuerdos, mal situados; las
lágrimas de risa, oliendo aún a tequila; y, por mi parte, una grata
satisfacción, mezclada con un gran dolor de cabeza, vió dibujarse
en la cara de Aurora el principio del camino de vuelta hacia sí
misma.
Y dos horas después, Goizargi, Aurora, subía a su coche camino de
San Sebastián con una triste manzanilla como despedida porque no
fuimos capaces de meter nada sólido en nuestros estómagos.