CUMBRES
FLORENTINAS
Mis amigos están a punto de dejarme de hablar; y solo porque, a
pocos días de las vacaciones, con casi todo pensado, las reservas
prácticamente hechas y los itinerarios trazados (menuda complicación
de itinerario: toalla al cuello, protector del 150, tortilla de
patatas, cervezas frías, un billete de 50 por barba, y a mojarse el
culo), les he dicho que me niego a ir a la playa; que este año,
quiero montaña.
La culpa es de Florentino.
Florentino es un tipo con quien casi ninguno de mis compañeros se
atreve a hablar. Dicen que les da cosa, que parece demasiado culto;
pero, en el fondo, todos se equivocan; no solo es que lo parezca, en
realidad, lo es.
Yo he tenido la gran suerte de enseñarle a manejar una máquina, y,
por lo tanto, de estar con él cuatro días. Su voz, extremadamente
grave, suena como a siglo pasado; solemne, lenta, mientras busca las
palabras ideales con que decirlo todo de una forma diferente a como
lo diría el resto del mundo. Y eso a mí, que queréis que os diga,
en lugar de darme reparo como a los demás, me chifla.
Durante estos cuatro días he podido descubrir a un Florentino que,
en sus ratos libres, se dedica a fotografiar las estrellas, el sol y
los planetas (invierte casi todo su sueldo y tiempo en hacer crecer,
a base de lentes y otros artilugios, al modesto telescopio que
adquirió hace años, cuando decidió embarcarse en su sueño de
lunáticos). Pinta óleos, acuarelas. Hace fotografía artística,
escultura. Escribe relatos. Y yo me pregunto: “pero ¿cómo un tipo
así puede darte miedo?”.
Mirando juntos algunas fotos de sus andanzas interplanetarias, en un
momento dado, equivocó el archivo, y vimos una en la que aparecía
hincando una bandera roja en la cima de una montaña; roto de
cansancio, con cara de sufrimiento, casi de miedo. Le pedí, por
fortuna, que me explicase la imagen (más que por interés, creo que
lo hice porque me apetecía seguir escuchándole hablar de la forma
en que él lo hace); y digo por fortuna, porque pedírselo fue como
descorchar una buena botella de champán. Comenzó a hablarme de
ello, y no paró hasta quedarse vacío.
Yo no entendí muy bien la cara de entusiasmo y felicidad de Floren
mientras me hablaba de la soledad, del dolor, del terror que podía
llegar a sentir a veces en las cimas; hasta que, después, pude
comprender que lo suyo con la montaña, en realidad, era una
auténtica y triste historia de amor (tanto sufrimiento físico en el
ascenso, para después de besar la cima, sufrir de nuevo al
descender, pero esta vez, por tener que abandonarla). Me contó que,
en cada escalada, y antes de volver a bajar, escribía en un papel un
pensamiento, y lo reducía a unos cuantos dobleces que, más tarde,
cuando llegaba el momento de irse, dejaba enterrado bajo una piedra.
El hombre, emocionado, seguía apretando algunas de las válvulas de
mi máquina, antes de pulsar el botón “ON”; y, mientras,
continuaba con su bla, bla, bla...y no se daba cuenta de que mis ojos
comenzaban a brillar peligrosamente; porque, sin remedio, yo también
había empezado a enamorarme de ella.
Realmente, no sé si me he enamorado de la montaña o de la forma en
que Florentino me lo cuenta. Pero, precisamente, para salir de dudas,
este año pienso conocerla.
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