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martes, 7 de julio de 2015


 
CUMBRES FLORENTINAS

 


     Mis amigos están a punto de dejarme de hablar; y solo porque, a pocos días de las vacaciones, con casi todo pensado, las reservas prácticamente hechas y los itinerarios trazados (menuda complicación de itinerario: toalla al cuello, protector del 150, tortilla de patatas, cervezas frías, un billete de 50 por barba, y a mojarse el culo), les he dicho que me niego a ir a la playa; que este año, quiero montaña.



     La culpa es de Florentino.

     Florentino es un tipo con quien casi ninguno de mis compañeros se atreve a hablar. Dicen que les da cosa, que parece demasiado culto; pero, en el fondo, todos se equivocan; no solo es que lo parezca, en realidad, lo es.

     Yo he tenido la gran suerte de enseñarle a manejar una máquina, y, por lo tanto, de estar con él cuatro días. Su voz, extremadamente grave, suena como a siglo pasado; solemne, lenta, mientras busca las palabras ideales con que decirlo todo de una forma diferente a como lo diría el resto del mundo. Y eso a mí, que queréis que os diga, en lugar de darme reparo como a los demás, me chifla.

     Durante estos cuatro días he podido descubrir a un Florentino que, en sus ratos libres, se dedica a fotografiar las estrellas, el sol y los planetas (invierte casi todo su sueldo y tiempo en hacer crecer, a base de lentes y otros artilugios, al modesto telescopio que adquirió hace años, cuando decidió embarcarse en su sueño de lunáticos). Pinta óleos, acuarelas. Hace fotografía artística, escultura. Escribe relatos. Y yo me pregunto: “pero ¿cómo un tipo así puede darte miedo?”.

     Mirando juntos algunas fotos de sus andanzas interplanetarias, en un momento dado, equivocó el archivo, y vimos una en la que aparecía hincando una bandera roja en la cima de una montaña; roto de cansancio, con cara de sufrimiento, casi de miedo. Le pedí, por fortuna, que me explicase la imagen (más que por interés, creo que lo hice porque me apetecía seguir escuchándole hablar de la forma en que él lo hace); y digo por fortuna, porque pedírselo fue como descorchar una buena botella de champán. Comenzó a hablarme de ello, y no paró hasta quedarse vacío.

     Yo no entendí muy bien la cara de entusiasmo y felicidad de Floren mientras me hablaba de la soledad, del dolor, del terror que podía llegar a sentir a veces en las cimas; hasta que, después, pude comprender que lo suyo con la montaña, en realidad, era una auténtica y triste historia de amor (tanto sufrimiento físico en el ascenso, para después de besar la cima, sufrir de nuevo al descender, pero esta vez, por tener que abandonarla). Me contó que, en cada escalada, y antes de volver a bajar, escribía en un papel un pensamiento, y lo reducía a unos cuantos dobleces que, más tarde, cuando llegaba el momento de irse, dejaba enterrado bajo una piedra. El hombre, emocionado, seguía apretando algunas de las válvulas de mi máquina, antes de pulsar el botón “ON”; y, mientras, continuaba con su bla, bla, bla...y no se daba cuenta de que mis ojos comenzaban a brillar peligrosamente; porque, sin remedio, yo también había empezado a enamorarme de ella.


     Realmente, no sé si me he enamorado de la montaña o de la forma en que Florentino me lo cuenta. Pero, precisamente, para salir de dudas, este año pienso conocerla.

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