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jueves, 26 de mayo de 2016

Segundo Premio VI Certamen Literario Asociación Antares
ESTIGMAS
     Tras cruzar la ciudad con caminar de gacela, Nahid mengua el ritmo de sus pasos, intimidada, al presentir entre los edificios la enhiesta silueta de la casa de su madre. Su rostro anguloso y de pronunciados pómulos recibe agradecido el viento de la mañana. Una mirada felina y una boca carnosa sobre el fondo ébano de su piel consolidan su belleza etíope. Mira de reojo y con enorme ternura a su hija Efua y aprieta con fuerza la pequeña mano que lleva entrelazada a la suya; aunque es más clara de tez, ha heredado de su madre los profundos rasgos africanos y los mismos labios gruesos que ahora tiemblan en su cara asustada.
     Nahid titubea, empequeñecida, ante los peldaños de la puerta que, abierta, parece estar esperándolas para su aciaga cita. Adivina, sale a recibirlas su anciana madre, cuyo pelo hirsuto corona una cabeza demasiado pequeña pero hincada altiva entre los hombros huesudos. Una mirada arrogante en su cara apergaminada les invita a cruzar el umbral, dándoles a entender que todo está preparado. Tras una interminable excursión laberíntica llegan a la habitación en la que se va a consumar el rito ancestral, ya ocupada por otras cuatro mujeres que andan escupiendo rezos por sus desdentadas bocas para amedrentar a los malos espíritus que podrían chafar la ceremonia. La niña, tras una adrede y corta ojeada a las brujas de atuendo mugriento que siguen musitando sus raras plegarias, repara en los abalorios y trapos que en las paredes, como espectros, ambientan la sala; pero, mientras, Nahid sólo tiene ojos para examinar con intimidatorio respeto la mesa baja a modo de altar a cuyos pies reposan, condescendientes, los útiles rudimentarios que se utilizarán en el ritual milenario que ha causado sus desvelos en estos últimos días.
     Efua, con una insoportable sensación de desamparo por ver desasidos sus dedos de los de su madre, se deja guiar por la abuela hasta el ara rodeado por las añejas mujeres que ya han acabado su hechicero bisbiseo. Nahid ciñe su mirada a la de la niña para hacerle saber que, a tan solo unos pasos de ella, seguirá siendo el centinela que custodie su vida.
     Las manos nudosas de las ayudantes desabotonan la escueta vestimenta con que Nahid, para acelerar la desazón con que van a robarle su intimidad, ha vestido deliberadamente a su hija. Apartan la ropa interior, de un blanco inmaculado que contrasta con la piel oscura, dejando al aire un indefenso sexo que, lejos aún de la pubertad, Efua, pudorosa, trata de cubrir apretando las piernas. A Nahid le cuesta librar una guerra interior no apartar la mirada; sabe que será el único bálsamo que alivie a la muchacha en el momento más duro, y se ha comprometido a mantenerla firme y sin lágrimas para que su niña no caiga en el abandono abismal en que ella cayó a su misma edad no encontrando nada a lo que aferrarse. Aún no sabe si lo que está dejando que suceda es lo correcto. Hubiera necesitado todo el tiempo del mundo para explicarle cosas que ni ella misma entendía; pero, entre buscar una fórmula y reunir el valor suficiente para hacerlo, los días se fueron consumiendo y, acorralada, se vio obligada a contarle en un suspiro la misma historia que desde tiempos inmemoriales se venía transmitiendo de madres a hijas.
     Los miembros agarrotados de Efua danzan en descompasados temblores cuando las mujeres, emitiendo sonidos guturales, separan de par en par sus piernas atenazadas. Los ojos de la niña se abren como platos y su cara arroja un gesto de rara mezcolanza entre entusiasmo y terror. Siente miedo, aunque debe confiar en las palabras que una semana antes su madre le arrulló al oído; promesas de hermosas cosas tan solo a cambio de un poco de dolor: recibir el don de la femineidad, salvar su honor o conseguir el respeto de los hombres al convertirse en un eslabón más de la larga cadena en la tradición de su cultura. Pero, ahora, la muchacha solo desea que el tiempo se achique y pase volando, porque no cree poder soportar la calentura que comienza a devorarla. Apuntalada por ocho brazos, yace inmóvil en la fría mesa que le eriza el vello. Su mirada curiosa oscila al compás de los movimientos de la abuela cada vez que ésta se agacha a recoger algo del suelo; alcanza a ver cómo sus sarmentosos dedos sujetan la cuchilla que lanza un escalofriante destello hasta los ojos de Nahid. La vieja, con mirada estoica y a pesar del gimoteo de la muchacha, hace alarde de su pulso firme cuando adentra los brazos entre sus piernas y con los dedos hábiles de una de sus manos aparta los labios y sujeta el clítoris contraído, mientras con la otra, de experta cirujana, blande el arma con la que extirpará el mal. Cuando la carne ya se ha rendido, le asesta un golpe certero y la guillotina en un corte limpio por el que deja escapar a borbotones la dignidad de la niña sin ésta saberlo. En su cantinela de alaridos, la pequeña es incapaz de poner orden a las descontroladas humedades que salen de sus ojos, su nariz y su boca y que se derraman cuello abajo. Mientras continúa el manoseo, Efua es sacudida por unas convulsiones que la desorientan y que hacen que sus ojos pierdan a los de su madre; mustia, se sabe a las puertas del infierno, pero aguanta porque cree que las hadas prometidas deben estar al llegar para que disipen toda su angustia a cambio de este inmenso dolor.
     La madre cruza antiguas miradas con la abuela y corre a ofrecer a su hija mutilada el antídoto de sus caricias. Se desmorona a su lado y, con suavidad, le acomoda la cabeza en su regazo acunándola. Al fin, y a un solo paso del averno, la niña se siente salvada por los ojos de Nahid justo antes de que una luz blanca lo inunde todo.
     Nahid, antes de marcharse, intenta con todas sus fuerzas lanzar una mirada de desamor a su madre, pero no puede; quizá porque tampoco tiene derecho a cargarle con todas las culpas de una costumbre remota, vergonzosa por su tufo a antigua y aberrante de la cual ella misma acaba de ser partícipe.
     Anda esquivando a la gente, camino de casa, con Efua dormida en sus brazos. Cada una tiene su estigma. No sabe cómo demonios disolver todas sus dudas y explicar a su hija que su dolor ha sido necesario, si es que ha sido necesario; cómo contarle que, con el tiempo, aparecerán otras heridas y frustraciones no menos dolorosas por ser invisibles.
     Besa el rostro calmado de la joven y acelera el paso volviendo a su caminar de gacela. Tiene toda una vida por delante, y aunque deba consagrarla por entero para disipar sus dudas, lo hará. Y entonces, una vez que entienda que es demasiado caro el precio a pagar para sobrevivir en armonía con los suyos, podrá explicar a su hija lo que hasta hoy no ha podido. Toda una vida para aprender a desertar juntas de las imperfecciones del mundo.
     El viento ha remitido. Nahid levanta la cabeza y ve cómo las amenazantes y tormentosas nubes de antes se levantan y dejan asomar un cielo nuevo, azul y limpio.



viernes, 13 de mayo de 2016

FLAGELOS Y CILICIOS

     María de la Luz nunca supo lo divertido que podía llegar a ser que alguien le contase un cuento del revés porque ella y su familia se marcharon a vivir a Madrid un curso antes de que Alfonso llegase al pueblo. Aunque, ahora que lo pienso, antes de irse para siempre volvieron para pasar un par de años más allí; y puede que entonces, Alfonso, recitase su cuento solo para ella.
     Alfonso y Luis llegaron del seminario en el mismo tren, y la directora del instituto, que había ido en su propio coche a recibirles a la estación, no les dio tregua ni siquiera para que tomasen un refresco antes de comenzar a impartir sus clases aquel caluroso miércoles de mayo. Nunca entendí aquellas prisas, pues a aquellas alturas y tras los ocho meses de curso que habíamos pasado sin profesor de religión nuestras almas ya estarían asilvestradas y sin remedio.
     Luis era sobrio y serio, tenía una horrible berruga en el lóbulo izquierdo de la nariz y su abuso de la disciplina le hacía sudar como un cerdito con tal de ir abotonado hasta el cuello. Alfonso, sin embargo, que era más desenfadado, se presentó en un tris tras una vez que hubo lanzado la chaqueta sobre el respaldo de una silla y soltado su alzacuellos con idéntica soltura con que lo hubiese hecho un show-man con su pajarita; estaba preparado para contarnos su primer cuento del revés. Y así ocurrió que, tras haber terminado su particular narración de “ la ta-ci-ru-pe-ca ja-ro” (o lo que venía a ser lo mismo “la ca-pe-ru-ci-ta ro-ja” pero boca abajo), Alfonso logró ganarse la simpatía de todos, haciendo eclipsar a Luis bajo su sombra por los siglos de los siglos, amén.
     Así de fácil era yo por aquellos tiempos; tanto, que me quise morir cuando al día siguiente, junto a la mitad del resto de los alumnos, me emplazaron al aula de Luis condenándome de esa manera a estar separada de Alfonso (en fin, debo confesar que la gravedad del asunto no fue para tanto, pues para el veintiuno de junio, ya en el ocaso del curso, recobré de golpe mis antiguas ganas de vivir tras haber reparado en el hecho de que el haberme perdido dos veces por semana algo tan exótico como era escuchar historias de princesas, pequeños cerditos, bellas durmientes y gatos con botas, pero todas ellas patas arriba, me había brindado la oportunidad de conocer más a fondo al bueno de Luis, que poco después de terminar las clases decidió marcharse a Kalaupapa para convivir con un grupo de leprosos y, exactamente un año más tarde, no pudo negarse a sobrevolar los siete mil kilómetros de océano que le separaban de Nueva Zelanda para hacer un poco más llevadera la vida de un puñado de niños maoríes enfermos de sida.
     Cuando María de la Luz acabó la universidad, se volvió para el pueblo cargada con su familia y con las maletas justas para vivir allí otro par de años antes de mudarse definitivamente a la ciudad. Y por ese tiempo, como la muchacha (que siempre había sido toda bondad y recato) se había acostumbrado a pulular por todos esos lugares de penetrante olor a cera e incienso por los que también solía moverse Alfonso, ocurrió que el encontronazo casi se hizo inevitable. Su alma, pura e inocente, enseguida quedó obnubilada con el religioso, al que (ya para entonces acostumbrado al éxito que su don de habilidoso y estrafalario cuenta-cuentos le había dado) parecía no molestarle en absoluto que aquella joven bebiese los vientos por él. Y así fue que, durante los setecientos treinta días que María de la Luz y los suyos tardaron en volver a marcharse del pueblo, fue más que habitual empezar a verles juntos antes, durante y después de todas las misas, procesiones y demás actos litúrgicos.
     ¿Qué más puedo contaros? Que a las buenas lenguas, entre las que incluyo la mía, no nos quedó otra que disculpar el pequeño desliz de la chica y acusar de oportunista al vanidoso sacerdote; y a las malas, inventar unas historias que tal vez no existieron, pero que lo cierto es que durante un tiempo dieron vida a un pueblo tan polvoriento y aburrido como el mío. El caso es que tanto Alfonso como María de la Luz y compañía desaparecieron de allí al unísono (cada uno por su lado, eso sí, que existen pruebas de ello). Y aunque, ciertamente, ésto último me de un poco igual, debo decir que en el fondo me gustaría que Luis siguiese siendo feliz (aunque sea flagelándose por no poder hacer más de lo que hace por sus pequeños maoríes con sida) y que Alfonso, esté donde esté, tras cada una de sus enriquecedoras y extravagantes narraciones de cuentos del revés, coloque fuerte su cilicio y apriete bien las correas antes de irse a dormir.