MI
TRÉBOL DE CUATRO HOJAS
Hoy tengo uno de esos días en que no me apetece, en absoluto, saber
cómo anda el mundo (total... ¿para qué? seguro que sigue tan hecho
polvo como ayer); así que, desenfoco la mirada para evitar leer una
sola palabra, y paso de cinco en cinco las hojas del periódico,
buscando un atajo que me lleve hasta el horóscopo semanal. Me
instalo en su página tan solo un momento; lo justo para descubrir
que, allí, un señor con pinta más de ferretero que de astrólogo,
a los tauro, nos depara buena suerte de lunes a viernes y pésima
durante el fin de semana. Por la cuenta que me tiene, y un poco por
despecho, también, aborto la lectura de los vaticinios del
ferretero; aunque, eso sí, solo después de saber que el color que
me dará suerte en el amor es el azul, que el número que aumentará
mi fortuna es el seis y que voy a tener mucha más empatía con los
aries que con los acuario.
Cuando vuelvo a cerrar el periódico, me da por pensar que la vida
va sucediendo como en un cómic, y que según nos afecte en las
diferentes viñetas, nos viene muy bien echarle la culpa de todo a la
suerte para así poder lavarnos las manos.
Cuando era adolescente, encontré un trébol de cuatro hojas en una
de las macetas de mi madre. Me puse muy contenta cuando corrí a
enseñárselo, y ella, tras analizarlo muy seriamente, me miró por
encima de los cristales de sus gafas y me dijo: “pues sí, es un
trébol de la suerte, guárdalo siempre, y todo te irá bien”. Qué
nerviosa me puse mientras elegía el rincón más seguro donde poder
esconderlo de mis hermanos para que mi destino no corriese ningún
peligro.
Desde aquel momento, dejé que aquella pequeña planta dirigiese un
poco mi vida. Aprobaba todos los exámenes; era rematadamente feliz
junto a mis amigos; Juan Julián me estampó mi primer beso en los
labios; y Jose Miguel me colaba notitas de amor en el estuche. Así,
fue como decidí creer que, todo lo bueno que me ocurriera a partir
de entonces, no sería por logro mío, sino que estaría directamente
ligado al poder de mi trébol secreto.
Pero, creo que fue un error dar todo el protagonismo tan solo a mis
éxitos; pues, aquello, rompía el equilibrio que siempre hubo en mi
cabecita pensante entre lo positivo y lo negativo; ya que, por el
mismo tiempo, comencé a reparar con más claridad que nunca en las
cosas malas que me ocurrían. Fue por entonces cuando murió “Tom”,
mi perro, cuando suspendí las matemáticas por primera vez, y cuando
desapareció mi gatita “michi”; y yo, al igual que en las letras
de las miles de canciones que solía escuchar, pensaba que me moriría
por no poder superar todas aquellas cosas.
¡Cáspita! necesitaba con urgencia que mi frecuencia
electromagnética fuese la de antes para recuperar la total
sincronización entre mi bien y mi mal; si no, estaría perdida. Y,
sin ella saberlo, fue mi propia madre quien llevo a cabo el rito de
purificación que yo necesitaba, un buen día que estaba cocinando
merluza en salsa verde.
Aquel día, me gritó desde la cocina “nena, tráeme un ramo de
perejil de la maceta roja del patio” y diez minutos después, ante
mi tardanza, me tuvo que repetir “nena, ¿me traes el perejil?”;
y mientras, yo, miraba alucinada aquella maceta roja llena de hojas
de perejil idénticas a la que yo escondía con tanto celo en el
fondo de mi cajón. Entonces, empecé a comprenderlo todo.
Así fue, como dejé de ser esclava, simultáneamente de la fortuna
y la miseria, para ser una chica normal; tras descubrir que mi suerte
no era fruto de un trébol de cuatro hojas que nunca había existido,
sino de mi forma de hacer las cosas. Y ya, mucho más tranquila,
mientras acariciaba el pelo de mi nuevo perro “Dudú” y llamaba
bisbiseando por toda la casa a mi gatita negra “copito de carbón”,
me puse a esperar el segundo beso de Juan Julián.
Y ahora, si me lo permitís, voy a rescatar mi perejil de cuatro
hojas de su escondite para hacer con él una sopa mágica; a ver si
con un poco de suerte arreglo, aunque solo sea un poco, este
fastidiado mundo.
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