CUARENTA Y CINCO
TONELADAS DE AMOR
Puede ser que hoy, un camarero cualquiera que esté sirviendo mesas
en un posible café parisino, le pregunte a una viejecita, tal vez de
nombre Anne Marie “¿le ocurre algo, madame?”.
Anne Marie le dirá que no,
que todo está bien, le pedirá la cuenta y se secará los ojos
mientras deja una propina en el plato y pregunta si puede quedarse un
rato más sentada en la terraza “Merci beaucoup; et, bien
sûr, madame”, contestará el
amable camarero, y luego dirigirá los ojos, melancólicos, hacia
donde sabe que la mujer mirará.
A cada golpe de cizalla de los dos operarios, arriba del puente,
Anne Marie sentirá una punzada; el eco de las herramientas de
tortura partiendo candados, tal vez destroce su corazón; el mismo
que hace muchos años se esposó en aquella barandilla junto al de
Didier, lanzando después con fuerza, para que jamás volviese a
emerger, la llave al Sena. Qué se le va a hacer si, después, a
millones de enamorados, la idea de manifestarse de igual manera les
pareció genial, y siguieron sus pasos hasta cargar de obesidad el
Puente de las Artes.
El caso es que hoy, han dado comienzo las obras del “candadicicio”
y “amorcidio” en París. Y qué, si su alcaldesa solo sabe ver
cuarenta y cinco toneladas de chatarra en donde los demás preferimos
ver amor; y qué, si el vendedor de candados, en su tenderete que
coloca cada mañana en un extremo del puente, se mesa el cabello
porque está viendo que se le acaba el chollo; y qué, si está a
punto de que ocurra lo mismo en Moscú, en Venecia, en Brooklyn, o en
Roma.
Y qué, si a mí solo me importa que, posiblemente, en una terraza
de un café parisino, a una viejecita, tal vez de nombre Anne Marie,
le estén rompiendo el corazón.
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