ARRUGAS DE HUMO
Dicen
que los malos tiempos matan los buenos recuerdos; tal vez por eso, de
aquel terrible año en que empecé a fumar demasiado, no he podido
guardar ni uno solo de ellos, sino apenas unas cuantas sensaciones.
El miedo a caer en un transcendental abismo cada vez que debía
asomarme al cajón vacío de la registradora para hacer caja. La
consiguiente y temible huida del sueño de todas y cada una de las
interminables noches de aquel primer año de crisis. O la urgencia,
un instante después de haber plegado los barrotes de mi pequeño
negocio, con que daba la primera calada a mi cigarro, que mezclada
con el olor a fresa de mi chicle desgastado terminaba entretejida de
forma inherente a los puntos de mi jersey.
Fue por aquella época, y
como si de repente hubiese decidido que las preocupaciones que se
multiplicaban a mi alrededor iban a perder importancia solo por
verlas a través de una densa y caliginosa espiral de humo, que me
acostumbré a caminar siempre en medio de mi propia nebulosa. Empecé
a fumar de una forma tan sistemática que en lugar de medir mi tiempo
en minutos lo hacía en unidades de tabaco. Dos paquetes suponían un
día; tres cigarros, un ciclo corto de la lavadora; uno, un café
recalentado con prisa en el microondas. Los quinientos pasos que mis
pies desandaban cada noche desde la puerta de la tienda hasta mi casa
duraban dos cigarros. El primero de ellos, se acababa todos los días
a la misma altura de la calle con una exactitud que daba vértigo.
Tal era la precisión, que parecía despertar, incluso, el asombro de
un grupo de gatos que solía merodear alrededor de los contenedores
de basura cercanos; a menudo y mientras que duraba aquel instante, se
quedaban totalmente inmóviles, como si fuesen auténticos gatos de
cerámica, y escudriñaban cada uno de mis movimientos exhibiendo sus
bigotes petrificados por la rigidez en sus pequeños hocicos húmedos
y brillantes (como las delgadas púas en el lomo un erizo a la
defensiva).
Y fue precisamente a
causa de aquella increíble precisión, que (sin querer y de lunes a
viernes) me vi obligado a adoptar el novedoso hábito, para poder
encender el segundo cigarro, de detener mis pasos durante unos
minutos siempre enfrente de la misma ventana. Me tomaba mi tiempo. Y,
a veces, imitaba los gestos que tanto me gustaban de algunos de los
pobres diablos que salían en las películas. Primero, hacía
pantalla con mis manos para frenar los posibles hilillos de viento y
prendía el cigarrillo recién sacado de la cajetilla con las brasas
todavía vivas del que acababa de fumarme, y luego, con el pitillo
colgando de la esquina de mis labios, como si fuese el mismísimo Jim
Stark en rebelde sin causa, hacía un tirachinas con los dedos y
lanzaba la colilla mortecina, ya totalmente lánguida, hacia los
desemejantes y caprichosos adoquines de la acera de enfrente, justo a
los pies de aquella ventana que tan familiar empezaba a ser para mí.
Durante semanas, el lapso de tiempo que invertí cada día en aquel
protocolo ahumado, vago y un tanto pueril lo disipé mirando a la
joven cristalina que planchaba ropa eternamente en la reducida y
exigua cuadrícula que el marco de aquella ventana me permitía ver y
que parecía querer mostrarme a toda costa.
Con el paso de los días,
y casualmente, pude conocer alguna singularidad de aquella mujer. Se
llamaba Juana, cuidaba a las mil maravillas de dos niños, de un
perro labrador y de una enorme tortuga de tierra, y tenía un marido
cada vez más exigente con los cuellos y los puños de sus propias
camisas. Lo de los niños, el perro y la tortuga pude saberlo gracias
a la madre de Dionisio, una vecina de la tienda que me tenía la hora
cogida y con la que en un principio me resultaba bastante complicado
mantener una conversación (estaba sorda como una tapia, pero con el
tiempo aprendí que lo más sensato por mi parte para que nuestras
charlas fuesen coherentes era que yo me callase, asintiese a todo con
una gran sonrisa y dejase que fuese ella la que parlotease durante
todo el tiempo). El caso es que cada mañana, en cuanto me adivinaba
en la calle, la mujer aparecía con una escoba y un recogedor y me
contaba montones de cosas mientras recogía las hojas que se
arremolinaban en la puerta de su casa (de forma egoísta, a mí me
gustaba pensar que aquel remover de un lado a otro las hojas caídas
era tan solo una escusa para estar acompañada, y que, de esa manera,
en realidad yo la estaba ayudando a atenuar aquella gran soledad que
siempre me había dado la impresión que se desprendía de su ropa
negra de luto). De las secretas exigencias del marido de la
planchadora, sin embargo, no me enteré por la madre de Dionisio,
sino que me atreví a suponerlas yo misma después de muchas noches
seguidas de gastar mi tiempo prendiendo mi segundo cigarro con la
colilla consumida del primero, y que luego lanzaba a los pies de la
insinuante ventana. A su través y con desasosiego pude ir
descubriendo cómo era el transcurso de la vida al otro lado del
cristal.
Cuanto más aumentaba el
infortunio a través de aquel vidrio, mayor parecía ser también la
insatisfacción de Juana. Pasaba la plancha con furia sobre los
cuellos de aquellas camisas masculinas, volviendo a deslizar su metal
candente sobre la tela una y otra vez para intentar buscar una
tersura que parecía resistirse a propósito. Cuando le tocaba el
turno a los puños, y ya, de puro planchados, se veían más planos
que el horizonte, los volvía a examinar a contraluz y no desistía
hasta que encontraba la arruga minúscula que había tratado de
arruinar la perfección de su tarea; una tarea que no era otra que la
de intentar limar todas aquellas asperezas, persistentes y que ya
empezaban a durar y a pesar demasiado, que empezaban a tintar
peligrosamente la vida de Juana de un color morado e intenso.
En fin, no sé cual de
las dos motivó a la otra, pero llegó un momento en que cuanto más
fumaba yo, con más ahínco planchaba ella. O tal vez fuese al
contrario, y cuanto más se afanaba ella en exterminar los pliegues y
rugosidades de todos aquellos cuellos y puños, más me paraba yo a
observarla, haciendo crecer de esa manera mis dosis de ansiedad y de
humo. El caso es que pasamos un tiempo así, insatisfechas ambas;
Juana, que se arrugaba un poco más cada día que pasaba en busca de
la lisura total con la que poder complacer a su marido, y yo, que me
camuflaba cada vez más tras la humareda de mis cigarros para tratar
de zafarme de mis problemas.
Así llegó el mes de
agosto, y con él las vacaciones y la dejadez de no saber qué hacer
con mi vida durante todo un largo mes con el cierre de la tienda
bajado a cal y canto y sin tener que desvivirme para hacer caja. Para
entonces, el mundo ya se había acostumbrado a la crisis y yo estaba
cansada de todo, así que el primer día de aquel mes decidí dejar
de fumar.
Septiembre llegó
enseguida, y con él la búsqueda de la normalidad. No sé si fue un
lunes o un martes, pero la primera tarde del mes, después de bajar
el cierre metálico de la tienda y con mi jersey oliendo a perfume
comencé a desandar los quinientos pasos que me separaban de mi casa.
A mitad de camino, no pude evitar mirar de soslayo a la ventana
frente a la cual había pasado tantos ratos. Adentro, todo estaba a
oscuras y aquello me inquietó. Pero, casi al instante, Juana y su
perro labrador, que meneaba la cola feliz mientras jugueteaba con la
rama que le acababa de lanzar el mayor de los dos niños que
caminaban de la mano de la mujer, me dieron las buenas noches cuando
pasaron a mi lado; unas buenas noches a las que yo respondí, junto
con el eco de mi perfume, con otras igual de buenas.
Al día siguiente, con el
silbido del viento de fondo, mi vecina, la que está sorda como una
tapia y tiene un hijo que se llama Dionisio, mientras removía de acá
para allá las primeras hojas muertas y parduscas del otoño me
contaba que Juana, la mujer a la que yo ya jamás volvería a ver
planchando al otro lado de la ventana, había abandonado para siempre
a su marido.
A golpe de plancha o a fuerza de caladas; cada uno tiene su método para salir de los malos rollos, ¿no?
ResponderEliminarMe ha gustado el final, que sin ser feliz, si que es prometedor.
Y la vecina sorda de fondo, me ha encantado. Un saludo.
Hola. Es cierto que, a veces, utilizamos subterfugios para sobrellevar nuestros problemas. En el caso de mis chicas, una los camuflaba tras el humo y la otra buscaba la perfección acabando con las arrugas; por fortuna, en un momento dado decidieron dejarse de evasivas y deshacerse de sus lastres por otras vías, sin engañarse a sí mismas (final prometedor, sin duda).
EliminarSaludaré a la madre de Dionisio de tu parte, jaja.
Un saludo.
Me ha gustado mucho como vas hilando la historia, sus paralelismos y el estilo en general, donde aflora la sensibilidad. Es justo lo que me gusta leer y lo que también intento cuando escribo. Enhorabuena.
ResponderEliminarHola, Gerardo.
EliminarEse paralelismo del que hablas lo busqué adrede (me alegra que hayas sabido verlo); en un principio iban a ser dos relatos por separado: en uno, la crisis estaría a punto de acabar con la ilusión de una joven; y en otro, los malos tratos sicológicos harían tambalearse la autoestima de una mujer. Pensé que sería interesante entrelazar ambos temas, aunque al principio me dio miedo la idea, porque pensé que iba a ser algo así como mezclar coca cola con fanta de naranja.
En cuanto a lo de la sensibilidad, qué voy a contarte que no sepas; si tu "Sinforosa" rezuma sensibilidad de principio a fin.
Gracias.
Un abrazo.