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viernes, 3 de julio de 2015


ARRUGAS DE HUMO



      Dicen que los malos tiempos matan los buenos recuerdos; tal vez por eso, de aquel terrible año en que empecé a fumar demasiado, no he podido guardar ni uno solo de ellos, sino apenas unas cuantas sensaciones. El miedo a caer en un transcendental abismo cada vez que debía asomarme al cajón vacío de la registradora para hacer caja. La consiguiente y temible huida del sueño de todas y cada una de las interminables noches de aquel primer año de crisis. O la urgencia, un instante después de haber plegado los barrotes de mi pequeño negocio, con que daba la primera calada a mi cigarro, que mezclada con el olor a fresa de mi chicle desgastado terminaba entretejida de forma inherente a los puntos de mi jersey.
     Fue por aquella época, y como si de repente hubiese decidido que las preocupaciones que se multiplicaban a mi alrededor iban a perder importancia solo por verlas a través de una densa y caliginosa espiral de humo, que me acostumbré a caminar siempre en medio de mi propia nebulosa. Empecé a fumar de una forma tan sistemática que en lugar de medir mi tiempo en minutos lo hacía en unidades de tabaco. Dos paquetes suponían un día; tres cigarros, un ciclo corto de la lavadora; uno, un café recalentado con prisa en el microondas. Los quinientos pasos que mis pies desandaban cada noche desde la puerta de la tienda hasta mi casa duraban dos cigarros. El primero de ellos, se acababa todos los días a la misma altura de la calle con una exactitud que daba vértigo. Tal era la precisión, que parecía despertar, incluso, el asombro de un grupo de gatos que solía merodear alrededor de los contenedores de basura cercanos; a menudo y mientras que duraba aquel instante, se quedaban totalmente inmóviles, como si fuesen auténticos gatos de cerámica, y escudriñaban cada uno de mis movimientos exhibiendo sus bigotes petrificados por la rigidez en sus pequeños hocicos húmedos y brillantes (como las delgadas púas en el lomo un erizo a la defensiva).
     Y fue precisamente a causa de aquella increíble precisión, que (sin querer y de lunes a viernes) me vi obligado a adoptar el novedoso hábito, para poder encender el segundo cigarro, de detener mis pasos durante unos minutos siempre enfrente de la misma ventana. Me tomaba mi tiempo. Y, a veces, imitaba los gestos que tanto me gustaban de algunos de los pobres diablos que salían en las películas. Primero, hacía pantalla con mis manos para frenar los posibles hilillos de viento y prendía el cigarrillo recién sacado de la cajetilla con las brasas todavía vivas del que acababa de fumarme, y luego, con el pitillo colgando de la esquina de mis labios, como si fuese el mismísimo Jim Stark en rebelde sin causa, hacía un tirachinas con los dedos y lanzaba la colilla mortecina, ya totalmente lánguida, hacia los desemejantes y caprichosos adoquines de la acera de enfrente, justo a los pies de aquella ventana que tan familiar empezaba a ser para mí. Durante semanas, el lapso de tiempo que invertí cada día en aquel protocolo ahumado, vago y un tanto pueril lo disipé mirando a la joven cristalina que planchaba ropa eternamente en la reducida y exigua cuadrícula que el marco de aquella ventana me permitía ver y que parecía querer mostrarme a toda costa.
     Con el paso de los días, y casualmente, pude conocer alguna singularidad de aquella mujer. Se llamaba Juana, cuidaba a las mil maravillas de dos niños, de un perro labrador y de una enorme tortuga de tierra, y tenía un marido cada vez más exigente con los cuellos y los puños de sus propias camisas. Lo de los niños, el perro y la tortuga pude saberlo gracias a la madre de Dionisio, una vecina de la tienda que me tenía la hora cogida y con la que en un principio me resultaba bastante complicado mantener una conversación (estaba sorda como una tapia, pero con el tiempo aprendí que lo más sensato por mi parte para que nuestras charlas fuesen coherentes era que yo me callase, asintiese a todo con una gran sonrisa y dejase que fuese ella la que parlotease durante todo el tiempo). El caso es que cada mañana, en cuanto me adivinaba en la calle, la mujer aparecía con una escoba y un recogedor y me contaba montones de cosas mientras recogía las hojas que se arremolinaban en la puerta de su casa (de forma egoísta, a mí me gustaba pensar que aquel remover de un lado a otro las hojas caídas era tan solo una escusa para estar acompañada, y que, de esa manera, en realidad yo la estaba ayudando a atenuar aquella gran soledad que siempre me había dado la impresión que se desprendía de su ropa negra de luto). De las secretas exigencias del marido de la planchadora, sin embargo, no me enteré por la madre de Dionisio, sino que me atreví a suponerlas yo misma después de muchas noches seguidas de gastar mi tiempo prendiendo mi segundo cigarro con la colilla consumida del primero, y que luego lanzaba a los pies de la insinuante ventana. A su través y con desasosiego pude ir descubriendo cómo era el transcurso de la vida al otro lado del cristal.
     Cuanto más aumentaba el infortunio a través de aquel vidrio, mayor parecía ser también la insatisfacción de Juana. Pasaba la plancha con furia sobre los cuellos de aquellas camisas masculinas, volviendo a deslizar su metal candente sobre la tela una y otra vez para intentar buscar una tersura que parecía resistirse a propósito. Cuando le tocaba el turno a los puños, y ya, de puro planchados, se veían más planos que el horizonte, los volvía a examinar a contraluz y no desistía hasta que encontraba la arruga minúscula que había tratado de arruinar la perfección de su tarea; una tarea que no era otra que la de intentar limar todas aquellas asperezas, persistentes y que ya empezaban a durar y a pesar demasiado, que empezaban a tintar peligrosamente la vida de Juana de un color morado e intenso.
     En fin, no sé cual de las dos motivó a la otra, pero llegó un momento en que cuanto más fumaba yo, con más ahínco planchaba ella. O tal vez fuese al contrario, y cuanto más se afanaba ella en exterminar los pliegues y rugosidades de todos aquellos cuellos y puños, más me paraba yo a observarla, haciendo crecer de esa manera mis dosis de ansiedad y de humo. El caso es que pasamos un tiempo así, insatisfechas ambas; Juana, que se arrugaba un poco más cada día que pasaba en busca de la lisura total con la que poder complacer a su marido, y yo, que me camuflaba cada vez más tras la humareda de mis cigarros para tratar de zafarme de mis problemas.
     Así llegó el mes de agosto, y con él las vacaciones y la dejadez de no saber qué hacer con mi vida durante todo un largo mes con el cierre de la tienda bajado a cal y canto y sin tener que desvivirme para hacer caja. Para entonces, el mundo ya se había acostumbrado a la crisis y yo estaba cansada de todo, así que el primer día de aquel mes decidí dejar de fumar.
     Septiembre llegó enseguida, y con él la búsqueda de la normalidad. No sé si fue un lunes o un martes, pero la primera tarde del mes, después de bajar el cierre metálico de la tienda y con mi jersey oliendo a perfume comencé a desandar los quinientos pasos que me separaban de mi casa. A mitad de camino, no pude evitar mirar de soslayo a la ventana frente a la cual había pasado tantos ratos. Adentro, todo estaba a oscuras y aquello me inquietó. Pero, casi al instante, Juana y su perro labrador, que meneaba la cola feliz mientras jugueteaba con la rama que le acababa de lanzar el mayor de los dos niños que caminaban de la mano de la mujer, me dieron las buenas noches cuando pasaron a mi lado; unas buenas noches a las que yo respondí, junto con el eco de mi perfume, con otras igual de buenas.

     Al día siguiente, con el silbido del viento de fondo, mi vecina, la que está sorda como una tapia y tiene un hijo que se llama Dionisio, mientras removía de acá para allá las primeras hojas muertas y parduscas del otoño me contaba que Juana, la mujer a la que yo ya jamás volvería a ver planchando al otro lado de la ventana, había abandonado para siempre a su marido.


4 comentarios:

  1. A golpe de plancha o a fuerza de caladas; cada uno tiene su método para salir de los malos rollos, ¿no?
    Me ha gustado el final, que sin ser feliz, si que es prometedor.
    Y la vecina sorda de fondo, me ha encantado. Un saludo.

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    1. Hola. Es cierto que, a veces, utilizamos subterfugios para sobrellevar nuestros problemas. En el caso de mis chicas, una los camuflaba tras el humo y la otra buscaba la perfección acabando con las arrugas; por fortuna, en un momento dado decidieron dejarse de evasivas y deshacerse de sus lastres por otras vías, sin engañarse a sí mismas (final prometedor, sin duda).
      Saludaré a la madre de Dionisio de tu parte, jaja.
      Un saludo.

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  2. Me ha gustado mucho como vas hilando la historia, sus paralelismos y el estilo en general, donde aflora la sensibilidad. Es justo lo que me gusta leer y lo que también intento cuando escribo. Enhorabuena.

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    1. Hola, Gerardo.
      Ese paralelismo del que hablas lo busqué adrede (me alegra que hayas sabido verlo); en un principio iban a ser dos relatos por separado: en uno, la crisis estaría a punto de acabar con la ilusión de una joven; y en otro, los malos tratos sicológicos harían tambalearse la autoestima de una mujer. Pensé que sería interesante entrelazar ambos temas, aunque al principio me dio miedo la idea, porque pensé que iba a ser algo así como mezclar coca cola con fanta de naranja.
      En cuanto a lo de la sensibilidad, qué voy a contarte que no sepas; si tu "Sinforosa" rezuma sensibilidad de principio a fin.
      Gracias.
      Un abrazo.

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