LAS MANOS DEL ALFARERO
Alberto
sigue empeñado en disfrazarse de granito. Pero, a mí ya no puede
ocultarme que en el fondo es de arcilla; basta y áspera, pero
moldeable al fin y al cabo. Los dos lo sabemos desde que, hace unos
días, le sorprendiese soltando unas lágrimas con una canción de
Antonio Vega mientras apretaba botones y aflojaba válvulas en su
máquina; y se me desdibujó de golpe la imagen que hasta el momento
había tenido de él. Pero, no hace nada, y a mi me da pena que no se
muestre tal y como es, porque se está quedando más solo que la una.
Cómo me hubiese gustado en ese momento tener las manos del alfarero.
Aquel
alfarero parecía no dormir nunca, con su mandil de cuero y sus manos
embarradas todo el rato, tanto de día como de noche. Llegamos y allí
estaba, en el pequeño taller de enfrente, sentado delante del torno,
concentrado en su trabajo; y allí continuó, sin falta, durante los
siete días que permanecimos en Mallorca. Lo veíamos cada vez que
salíamos del hotel; los profesores empeñados en llevarnos a los
sitios más típicos de la isla (al taller de perlas orgánicas de
Majólica, a la tahona de ensaimadas, a la fábrica de enormes
sobrasadas culares o a ver la torre de las seis puntas de Manacor)
mientras yo me moría de ganas de quedarme mirando, aunque fuese
desde lejos, como trabajaba el viejo alfarero.
La
primera mañana, desde la ventana trasera del autobús que nos
llevaba de excursión, dejé con pena a aquel hombre que se quedó
apretando un pegote de arcilla entre las manos. Más tarde, con la
nariz pegada a una vitrina, vi como ayudaban a parir a unas ostras
las pequeñas bolas nacaradas que durante años habían gestado en su
interior, y me olvidé de él. Pero, al volver, lo vi de nuevo y me
fijé en como el hombre, sin importarle apenas que sus manos
estuviesen sucias de barro, se limpiaba el sudor de la frente.
El
siguiente día, aspirando el olor a bollo recién horneado mientras
miraba adornar una ensaimada con rodajas de sobrasada y trozos de
calabaza, también me olvidé del alfarero. Pero a la vuelta, volví
a verlo; estaba igual de concentrado que al irnos, pero esta vez
tocando su barbilla mientras esperaba a que un trozo de terracota
recién lavada se terminase de decantar en un recipiente.
Así
pasé el resto de la semana, desdoblándome entre mis excursiones y
el quehacer del viejo ceramista.
El
día que nos volvíamos, nos dejaron acercarnos al taller del
alfarero; y, así, de cerca, pude ver bien las arrugas de su cara y
de su frente, llenas del barro que sus manos sucias iban dejando sin
querer al tocarse el rostro. Y pensé, que tal vez sin saberlo, aquel
hombre se estaba moldeando a sí mismo, con sus manos, con aquel
barro que el mismo hacía y con el amor a su trabajo.
Cómo
me gustaría tener las manos del viejo alfarero, ahora, que sé que
Alberto es de arcilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario