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martes, 7 de julio de 2015


LAS MANOS DEL ALFARERO



     Alberto sigue empeñado en disfrazarse de granito. Pero, a mí ya no puede ocultarme que en el fondo es de arcilla; basta y áspera, pero moldeable al fin y al cabo. Los dos lo sabemos desde que, hace unos días, le sorprendiese soltando unas lágrimas con una canción de Antonio Vega mientras apretaba botones y aflojaba válvulas en su máquina; y se me desdibujó de golpe la imagen que hasta el momento había tenido de él. Pero, no hace nada, y a mi me da pena que no se muestre tal y como es, porque se está quedando más solo que la una. Cómo me hubiese gustado en ese momento tener las manos del alfarero.



     Aquel alfarero parecía no dormir nunca, con su mandil de cuero y sus manos embarradas todo el rato, tanto de día como de noche. Llegamos y allí estaba, en el pequeño taller de enfrente, sentado delante del torno, concentrado en su trabajo; y allí continuó, sin falta, durante los siete días que permanecimos en Mallorca. Lo veíamos cada vez que salíamos del hotel; los profesores empeñados en llevarnos a los sitios más típicos de la isla (al taller de perlas orgánicas de Majólica, a la tahona de ensaimadas, a la fábrica de enormes sobrasadas culares o a ver la torre de las seis puntas de Manacor) mientras yo me moría de ganas de quedarme mirando, aunque fuese desde lejos, como trabajaba el viejo alfarero.

     La primera mañana, desde la ventana trasera del autobús que nos llevaba de excursión, dejé con pena a aquel hombre que se quedó apretando un pegote de arcilla entre las manos. Más tarde, con la nariz pegada a una vitrina, vi como ayudaban a parir a unas ostras las pequeñas bolas nacaradas que durante años habían gestado en su interior, y me olvidé de él. Pero, al volver, lo vi de nuevo y me fijé en como el hombre, sin importarle apenas que sus manos estuviesen sucias de barro, se limpiaba el sudor de la frente.

     El siguiente día, aspirando el olor a bollo recién horneado mientras miraba adornar una ensaimada con rodajas de sobrasada y trozos de calabaza, también me olvidé del alfarero. Pero a la vuelta, volví a verlo; estaba igual de concentrado que al irnos, pero esta vez tocando su barbilla mientras esperaba a que un trozo de terracota recién lavada se terminase de decantar en un recipiente.

     Así pasé el resto de la semana, desdoblándome entre mis excursiones y el quehacer del viejo ceramista.

     El día que nos volvíamos, nos dejaron acercarnos al taller del alfarero; y, así, de cerca, pude ver bien las arrugas de su cara y de su frente, llenas del barro que sus manos sucias iban dejando sin querer al tocarse el rostro. Y pensé, que tal vez sin saberlo, aquel hombre se estaba moldeando a sí mismo, con sus manos, con aquel barro que el mismo hacía y con el amor a su trabajo.



     Cómo me gustaría tener las manos del viejo alfarero, ahora, que sé que Alberto es de arcilla.





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