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lunes, 30 de noviembre de 2015

 Finalista III Certamen de Microrrelatos de Historia "Francisco Gijón"

MI REINO POR OTRO BRANDY...
        ...piensa azorada Isabel II, apenas bajarse del tren en plena estación de El Puerto, cuando la bebida espirituosa que le ofrecen como bienvenida humedece vertiginosa, deliciosa, casi orgásmicamente su gaznate.
       Pero, un momento de lucidez le hace pensar a la reina en su sangre azul y en lo impropio de pedir una segunda copa al notable que le ha ofrecido la primera. Así que, pendiente de su propia compostura, contiene la dicha que le hace alcanzar el brandy. Eso sí, aprovechando los acalorados aplausos del populacho se permite un pequeño desliz y murmura entre dientes: “viva la madre que me parió y el día que instauré la línea de ferrocarril entre Jerez y El puerto”. 


domingo, 29 de noviembre de 2015

UNA MALDICIÓN HÍBRIDA


      “Mardita sea tu estampa y mecagüen tu raza, ojalá te lo gastes en medicinas” le deseó la Reme, con toda su alma, a un chico que montaba en bicicleta y que se cruzó en su camino. Y luego entró al herbolario y me saludó con su excesiva zalamería de siempre “hola, Gema, guaapa”; y haciéndose la remolona, se fue remetiendo entre el resto de los clientes para que la atendiesen antes que a nadie.

      A la Reme la perdía su boca y aquel fuerte temperamento de gitana; en ella, todo era desmesurado: el color oscuro de sus labios, la profundidad de las cuencas de sus ojos y sus ademanes de mujer constantemente airada con la vida. Nos conocíamos porque, durante los meses que su padre había estado en la cárcel, iba todas las semanas con su madre adonde yo trabajaba; la mujer sólo buscaba engatusarme para que le escribiese las cartas a su hombre “...es que tienes una letra mu bonita, Gema, por eso vengo aquí...¿un cigarro no tendrás? que a luego te lo devuelvo...”. En realidad, creo que venía por ese cigarro al que nunca supe decirle que no y que después jamás me devolvía; pero a mí no me importaba porque aquello me hacía gracia.

      Mientras la Reme esperaba la vela negra y la mezcla de romero, enebro y sándalo que había pedido, le contó al aire que aquello era para echar una maldición a un payo (sabía que si nos miraba a los ojos, su comentario podría haber creado un cierto revuelo entre los que estábamos allí por ese temor innato y ancestral que les teníamos a los de su raza). Continuó diciendo, sin mirar a nadie, que en la faltriquera llevaba escondida una foto del payo que le rompió el corazón a su amiga Saray, y que, por una cuestión de honor, a los suyos no les había quedado otra que escupir una maldición. Debían rodear el retrato con aquellas hierbas formando tres círculos, ponerlo a los pies de la vela, proferir el conjuro que buscaría la ruina del chico y, una vez completa la maldición, enterrar la foto y que ésta no volviese a ver la luz hasta después de los primeros síntomas de la venganza. “Pero, to ésto...” continuó diciendo la Reme mientras pagaba con un billete doblado que rescató de las profundidades de su sujetador “...sólo funciona si se siente de verdá”. Y luego se marchó igual que había venido, dejando en el aire un cierto tufo a óxido y a antiguas supersticiones romaníes.

      Un buen día, mucho tiempo después, caminando por la calle Mayor reconocí aquella forma de blasfemar que tenía la Reme; su locuacidad, que no tenía ni puntos ni comas, entrelazaba palabras sin respirar “...que sufras por to lo cas hecho y te caiga una enfermedá porquéres mala persona asín te estrelles y a después que te parta un rayo”, iba diciéndole a alguien. Al llegar a mi altura, igual de avispada que siempre, me saludó con unas dobles intenciones que parecían heredadas de su madre “hola, Gema ¿tienes un leuro? que a luego te lo devuelvo”. Me hice la desentendida preguntándole por la criatura de mofletes sonrosados y pelusa rubia que llevaba en brazos; pensé que sería su cuarto o quinto hijo. Hicimos por entendernos, ella con su media lengua paya y yo con mi medio oído calé “¡ayyy! Gema, a ver como te losplico...es de la Saray y del payo, can tenío un churumbel...el chico volvió al barrio por ella, y el papa de la Saray que le vio igual denamorao ca un gitano, le bautizó y les dejó hacer el casamiento”. Sólo por curiosidad, le pregunté si es que al final no le habían echado la maldición al payo. Pero entonces, la Reme, con exagerada solemnidad me cogió del brazo y me atrajo hacia ella; y, santiguándose sin parar, comenzó a contarme un gran secreto al oído.



     Luego, en casa, pensé en lo bonito que era estar enamorado; como en el caso de Saray, que loca de amor y muerta de miedo volvió a desenterrar la foto del payo y pasó la noche entera repitiendo en voz muy baja para que los que dormían más cerca de ella no se despertasen “...a todos los santos les pido perdón, si alguna vez eché maldición...a todos los santos les pido perdón, si alguna vez eché maldición...”. 


lunes, 23 de noviembre de 2015


UNA PITONISA CON CORAZÓN DE CACHELO

      Rosalía, que es una chica muy especial, te hace sentir muy a gusto a su lado porque tiene un acento canario muy dulce y un corazón blanco y grande como una patata de invierno.

      A la casa de Rosalía, que a veces es sonámbula, para evitar accidentes estúpidos en medio del sueño, se sube bajando y se baja subiendo. Su dormitorio, el salón y la cocina quedan en el sótano, y en la planta alta, sin embargo, guarda todo aquello que nunca nadie guardaría: cosas pesadas como una moto, una bicicleta azul y un montón de cajas inmensas repletas de trastos.

      A mí me encanta el olor de su casa porque allí todo huele diferente; ni las rosas de sus jarrones tienen aroma de flores, ni el café que te prepara huele ni sabe a café. En la primera planta, que es donde a Rosalía le es más fácil hablar con los muertos, ha puesto una consulta y un pequeño baño en los que nunca huele a nada.

      Rosalía, que no es una pitonisa como las demás, no quiere engañar a nadie. Ya la madre de su abuela, su abuela y su madre también fueron especiales, y es por eso que ella tiene dudas sobre si sus dotes adivinatorias le fueron dadas por algún extraño gen esotérico o sólo por la sugestión de haber visto siempre a las mujeres de su vida, confundidas entre las lisonjas de sus misterios y las vaharadas de incienso que ambientaban toda la casa.

      No es fácil creer en ella, y ella lo sabe. Vive de una pequeña ayuda que el estado le da por estar más sola que la una y por no ver prácticamente nada, creo que con su ojo izquierdo; así que no cobra ni un sólo céntimo por sus consultas porque sabe vivir con poco y porque le tiene un pelín de miedo a equivocarse y que sus errores defrauden a alguien.

      Rosalía tuvo una pequeña crisis hace unos años, y durante un tiempo dejó de hablar con los muertos y de echar las cartas; decía que le ponía muy triste que las ánimas nunca tuviesen nada bueno que decir a sus familiares, los cuales, tras escuchar las penurias de sus difuntos, se iban marchitos por el mismo camino por el que minutos antes habían llegado ilusionados. La verdad, es que desde niña supo que si lo seguía, aquel iba a ser un camino mustio; y lo descubrió el mismo día en que su madre le contó que había enfermado, y un rato después, en uno de sus primeros coqueteos con la quiromancia, pudo ver cómo las líneas de la mano de la mujer comenzaban a difuminarse. Fue por aquella época que maduró de repente; quizá, tras comprobar que no había servido de nada ir corriendo a por su rotulador color carne para remarcar con él las líneas de la vida, que empezaban a borrarse, de la palma de la mano de su madre.


      Rosalía, hace unos meses que ha cerrado su consulta a cal y canto. Dice que no va a volver a abrirla jamás, que, total, desde que empezó la crisis ve totalmente negro el futuro de todo el mundo; además, ahora son los muertos los que se ponen tristes cuando ven llegar a sus familiares totalmente hundidos para que ella les invoque en su consulta. Y es que, tal vez, Rosalía tenga miedo a caer de nuevo en una de sus crisis, y que su corazón grande y blanco como una patata de invierno termine partido en cachelos y en el fondo de un gran perol, enriqueciendo y espesando a fuego lento, muy muy lento, algún extraño guiso de aflicción y melancolía.


miércoles, 18 de noviembre de 2015



REBELIÓN EN EL CAJÓN DE LAS VERDURAS



Mira que recuerdo pocas cosas del colegio; si acaso la tabla periódica o la de multiplicar del nueve, que me aprendí de un tirón solo porque estaba enamoriscada del profesor que nos enseñaba ciencias y matemáticas (con el tiempo, pude comprobar que no era repetir una y otra vez como un papagayo aquellas tablas, sino otras cosas, que hoy no vienen a cuento, las que realmente podían llegar a impresionar a don Jesús).

Sin embargo, de aquel día en clase en que alguien bajó las persianas dejándonos a oscuras para encender un proyector y enseñarnos un montón de imágenes que tenían que ver con el terrible y conocido episodio de la niebla letal de Londres del año 52, me acuerdo como si hubiese sido ayer.

Aquella mañana quedé marcada por la truculenta historia que nos narraron mientras veía montones de diapositivas de un Londres que parecía haber sido tragado por unas brumas que misteriosamente aparecieron durante aquella aciaga semana de diciembre en la que murieron doce mil vivos y enfermaron cien mil sanos. Nos contaron que todo ocurrió por la fatídica combinación del frío extremo de aquellos días con unos altos niveles de polución y con las enormes cantidades de carbón de baja calidad que la población humilde quemó aquellos días para poder combatir unas gélidas temperaturas antes nunca conocidas.
Aunque se esmeraron en decirnos que aquello tenía una explicación científica, yo no la creí. Mi joven cabeza, acostumbrada ya por aquel entonces a centrifugar más que de la cuenta, decidió para sus adentros que aquel cóctel explosivo había sido un castigo de la naturaleza, un toque de atención para que supiésemos con quién nos las tendríamos que jugar en el futuro si la seguíamos maltratando.

Cuando volvieron a subir las persianas vi de modo tan diferente el mundo que había tras los cristales, que llegué a pensar que era él el que nos observaba a nosotros y no al contrario. Por eso, de vuelta a casa, cuando tuve que atravesar el parque fui agarrada a mi mochila y mirando de reojo cada una de las hojas de los árboles que caía a mis pies al ser arrancada por el viento. Dí un largo rodeo, incluso, para poder acceder al portal de mi casa sin tener que pasar al lado de las docenas de macetas que hay a la puerta de mis vecinos.

En fin, con el paso de los años terminé por comprender que no era yo quien debía temer a las flores silvestres, ni a los abejorros que revoloteaban entre ellas, ni tan siquiera a la imponente higuera que siempre había presidido el patio de la casa de mi madre, con todas aquellas raíces que se escapaban entre las grietas de las baldosas como si fuesen las garras de un monstruo vegetal, si no que éramos yo y otros miles de millones como yo, los que con nuestras sequías, nuestro efecto invernadero, nuestro calentamiento global, nuestro cambio climático y sobre todo con nuestra forma de pasar olímpicamente de todos esos temas, estábamos amenazando y aterrorizando a todo bicho viviente.

Y entonces, entendí que el planeta nos hubiese castigado con aquel nefasto terremoto de Haiti. No me quedó otra cosa que tolerar el irascible tsunami de Japón. Consentí, a duras penas, impactantes imágenes saliendo de mi televisor, como las de Omayra muriendo lentamente durante tres días sumergida en el fango tras la erupción del Nevado del Ruiz. Pero, lo peor de todo es que, a regañadientes, en el futuro estoy condenada a tener que entender cada una de las reprimendas que la madre naturaleza nos tenga guardadas, porque, sin duda, nos lo hemos ganando a pulso nosotros mismos, los humanos.


Y ahora, si me lo permitís, tengo que hacer un breve paréntesis para echarle un vistazo al cajón de las verduras e intentar charlar un ratito con los calabacines, con el repollo, con los pimientos y con el medio tomate que queda en un rincón; más que nada, para crear buen ambiente, a ver si logro atrasar la llegada de la gran hecatombe que, sin duda y más tarde o más temprano, puede que llegue a nuestras vidas si no cambiamos de actitud.  


miércoles, 11 de noviembre de 2015



MI AMIGA ERA UNA AUTÉNTICA PAYASA

         Esmeralda, desde que nació, estuvo abocada a ser payasa. A medida que crecía, sus pómulos se fueron chispeando de pecas y los lóbulos de su nariz aparecían cada día un poco más rechonchos y redondeados. Pero, al igual que un buen tinto necesita años de oscuridad para ser añejo o un buen guiso, reposado, puede llegar al colmo de un paladar, un auténtico payaso también necesita su tiempo para que su disfraz de colorines y su exagerada sonrisa de cera queden en perfecta armonía con ese toque gris y mustio que sólo da el haber consumido parte de una vida.

         Cuando Esmeralda cumplió treinta años su nariz ya había alcanzado la redondez perfecta, en sus mofletes no quedaba sitio para una peca más y tenía el corazón dolido en la medida justa para que la melancolía se entreviese por entre los maquillajes y las telas alegres. Al fin estaba preparada para poder compaginar su anodino turno de día en la caja del súper, con el arte de hacer feliz al resto del mundo por las tardes. Así que se enfundó una de esas bolas de espuma roja en la nariz, pintó un gran cerco blanco alrededor de su boca y se vistió con rasos y tules de los tonos más dispares para dar sus primeros pasos con su treinta y seis de pie haciendo eco en el interior de dos grandes zapatones verdes.

         Una vez tomé café en su casa. Tenía que actuar esa tarde, pero aún llevaba puesta su ropa: las manoletinas de una chica inteligente cuyos padres no dejaron que fuese a la universidad, fastidiando así una fracción de su vida; los vaqueros de una mujer cuyo marido es un cero a la izquierda, anulado por su madre; y la camiseta de una ma de dos niños demasiado pequeños para ver como sus papis descuartizaban un matrimonio. Le pregunté cómo era capaz de hacer reír a la gente con todo lo que tenía encima. Me contestó que no lo sabía.

         Después de contarme todas sus cosas fue a vestirse con su traje para la función. Cuando volvió, la vi maravillosa, y pensé que entonces sí que iba vestida de ella misma; y que era una payasa auténtica, con ese fantástico punto triste asomando por detrás de su peluca tricolor y una lágrima dibujada bajo su ojo derecho escondiendo otras más reales.

         Luego, en el teatro, al comenzar el espectáculo casi se la tragan el escenario y las rancias cortinas de terciopelo beige; ella tan bajita, y sobre su pequeñez aquel techo que le quedaba tan lejos. Después, apretó el claxon de su bocina, y todo el mundo se echó a reír. 


miércoles, 4 de noviembre de 2015


EL BLUES DEL AUTOBÚS


     Media hora al día durante doscientas seis jornadas son ciento tres horas. Esos seis mil ciento ochenta minutos son los que paso en un año compartiendo el autobús del curro con las mismas personas. Demasiados minutos recorriendo el mismo camino; el mismo paisaje tintando nuestras ventanillas; las mismas cabezadas de los unos, cercanas a las de los otros. Demasiado tiempo como para desperdiciarlo sin tratar de imaginar sus vidas.
      Cada día, con la precisión de relojes suizos, cada uno de nosotros se sienta en el mismo asiento del día anterior provocando con ello un eterno “déjà vu”; podría decirse que el tiempo se para, cuando subo al vehículo, de no ser porque veo cómo la barba del conductor, que debe de afeitarse tan solo los sábados, va creciendo gradualmente de lunes a viernes. No me cabe duda de que es un hombre metódico, delicado; lo sé por su forma de acariciar los pasos de cebra cuando vamos llegando a uno, por la manera en que abraza las curvas cerradas que ya se conoce. Y me gusta imaginarle en su casa, organizado, detallista, quizá romántico.
      Javier va delante; extremadamente aseado, vestido de marca, demasiado perfumado. Es controlador; clava los ojos en la carretera como si fuera conduciendo él, y hace amagos de frenar, apretando los dientes, cuando llegamos a un semáforo cerrado. Que desconfíe de esa manera de un señor que lleva treinta y tantos años pegado a un volante no dice mucho en su favor; y me acuerdo de Lucía, su mujer, y no me gustaría ser ella, porque me da por pensar que quizá Álvaro no la deje ser dueña ni del nombre de sus niños, ni del color de sus cortinas, ni de la raza de su perro, ni de nada porque probablemente sea él quien se ocupe de elegirlo todo.
      Detrás, se coloca un chaval musculoso, lleno de tatuajes, con la cabeza absolutamente rapada. Siempre lleva chándal, y va de manga corta hasta en invierno, sin duda para no esconder sus brazos entintados con esos símbolos que le hacen parecer un tipo duro. ¡Qué ingenuo!, yo no me trago su disfraz de chico malo; probablemente sea el oso más grande de todos, pero de peluche. Todos los días, cuando nos ponemos en marcha, le susurra muy bajito a su móvil para que nadie le escuche: “ya estoy en el autobús; luego te veo...yo también te quiero”
      Dos asientos por detrás de él, y uno por delante de mí, viaja un chico enamorado de su libro. Siempre trae el mismo, uno escrito en alemán. No sigue un orden de lectura, sino que cada día lo abre de manera aleatoria por cualquier página, relee un poco, acaricia sus hojas al pasarlas, y más tarde, ya cerrado, lo abraza sobre su pecho. Y observando al chico lector me quedo hasta nuestro destino, porque es el personaje que más me cuesta entender y porque me gustaría dedicarle más tiempo y poder imaginar la preciosa historia de amor que tenga que ver con su talismán de papel.
      Pero el vehículo frena inevitable y suavemente para invitarnos a salir con el ruido de fuelle de sus puertas. Vamos bajando, y a punto de pisar el suelo me despido del conductor y le lanzo una última ojeada; sólo intento guardar en la memoria el espesor del vello de su mentón para poder compararla con la del día siguiente y así saber que realmente transcurre el tiempo en ese autobús. 
     En la calle, la vida sigue a la velocidad de vértigo de cualquier otro día de trabajo. 


domingo, 1 de noviembre de 2015

PREMIO LIEBSTER AWARD






     Tengo que dar las gracias a Aida Aisaya, una fantástica bloguera, por haberme nominado desde su interesante blog "Sonámbula que no despierta" al premio Liebster Award; de esta manera, me ha pasado el testigo para que yo tenga la oportunidad, también, de nominar a varios blogueros dignos de mi admiración.


     Estas son las normas (muy sencillas) para pasar de nominado a premiado:
    
     -Agradecer al blog que te ha nominado, además de seguirlo a partir de ahora.
     -Responder a las once preguntas que te haré a continuación.
     -Nominar a cinco o a once blogs (puedes elegir la cantidad) con menos de 200 seguidores.
     -Avisarles de que han sido nominados (a través de Google+, de sus propios blogs o de otras maneras).
     -Hacer once preguntas a los blogs que nomines (pueden ser las mismas que yo te haga a tí o echarle imaginación). 

     Estas son las preguntas que me han hecho:

     1-¿Cuánto tiempo llevas con el blog?
     Aunque llevaba tiempo queriendo tener un blog, he tenido que esperar a disponer del tiempo suficiente para alimentarlo como creo que es debido. Es muy jovencito; nació a últimos de junio de 2015.
    
     2-¿Recuerdas el libro que te enganchó a la lectura?
     Me siento incapaz de contestar con exactitud a esta pregunta; pero, me atrevería a decir que aquella primera frase que me enseñaron, con apenas unos añitos, fue la que me enganchó "mi mamá me mima".
    
     3-¿Cuál es tu personaje ficticio favorito?
     Si sólo nombrase a uno, los otros cuantos millones de ellos podrían dolerse. 
    
     4-¿Has leído algún libro de terror? ¿Te gustó? ¿Te dio miedo?
     Libro, no; relatos cortos, si. Me encantaron y no sentí nada de miedo porque el tema, aunque horrible, quedó totalmente suavizado por lo maravillosamente escrito que estaba.
    
     5-¿En alguna ocasión has dejado un libro sin terminar?
     Jamás, aunque a veces me arrepienta por pensar que es un tiempo tirado; pero, al final, siempre decido acabarlo por respeto al escritor.
    
     6-¿Te gustaría escribir una novela?
     No me quita el sueño saber que, probablemente, me iré de este mundo sin haberla escrito; pero, reconozco que sería interesante disponer de las vidas de unos pocos personajes a mi antojo durante la friolera de cien o doscientas páginas.
    
     7-¿Alguna vez has soñado con algún personaje literario?
     Claro; si el libro me absorbe, por supuesto que sí.
    
     8-¿Algún autor con el que establezcas una relación amor/odio?
     No; o aún no me he visto en el caso.
    
     9-¿Me recomiendas que visite algún blog en especial?
     Por supuesto, el de los blogs que estoy a punto de nominar; y, te aconsejo que nunca te canses de buscar nuevos blogs, porque hay muchos y algunos muy buenos.
    
     10-Si fueras a una cena y pudieras elegir a tres personas literarias que te acompañaran ¿cuales elegirías?
     Responderé genéricamente, pues personalmente me sería imposible decidir: Un escritor, un bibliotecario y el dueño de una librería antigua.
    
     11-¿Podrías dar un consejo para mejorar un blog?
     Un blog que tiene encanto, lo tiene porque es de uno mismo; con mis consejos, ya no sería así. Un blog o tiene o no tiene encanto.


     En fin, no ha sido tan complicado contestar a estas preguntas; así que he decidido que estaría bien que para vosotros fuesen las mismas.

     Y, para terminar, hay cinco blogs que, por varios motivos, merecen mi nominación; y son los siguientes:

     1- Varado en la llanura, de Gerardo Vazquez.
     2- Desencadenando melodías, de Maria José E.M.
     3- Las mamás virtuales, de Miriam Gimenez Porcel.
     4- Mujer en los cincuenta.
     5- Viviendo al otro lado del espejo, de Mar Goizueta.


     Y, ahora, sólo os queda disfrutar de vuestra nominación y premio al igual que yo he disfrutado de los míos.