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lunes, 27 de julio de 2015


NO TE VOY A ECHAR DE MENOS



     Aquel artículo me dejó emocionada. Quizás por eso, el resto del día, y aunque yo tratase de ignorarlo, el recuerdo de Ricardo me anduvo persiguiendo por toda la casa: subió las escaleras tras de mí para apoyarse en el quicio de las puertas y así poder observar pacientemente cómo hacía las camas y pasaba el plumero; más tarde, metió su nariz en mi armario mientras elegía la blusa que ponerme. Noté su revoloteo a mi alrededor durante toda la mañana; hasta que, en un descuido mío, aprovechó un momento en que me miré a los ojos para ponerles rimel, y se coló entre ellos y el espejo por ver si así dejaba de esquivarlo. Y así fue; que ya me fue imposible seguir con mis quehaceres sin recordar aquel momento extraño entre Ricardo y su madre, de aquel día lejano en que olvidé las llaves dentro de casa.


     ¿Puede alguien que sabe que se irá, pero sin irse, adelantar una despedida porque entiende que cuando llegue el momento no podrá hacerlo? y ¿explicar a alguien a quien ama que, sin querer, va a dejar de quererla? Parece complicado, ¿verdad? Pues, en aquel artículo del periódico que leí nada más comenzar mi miércoles, hablaban de un tipo que fue capaz de hacerlo.

     Glenn, que durante años había escrito cientos de canciones de amor para Kimberly, aquel día supo que su cerebro se iría muriendo un poco cada minuto. Si; sabía que el alzheimer no entendía de afectos, y que, una vez que había arrancado, se empecinaría en hacer ovillos con sus neuronas sin tener en cuenta los numerosos descalabros que su absurdo y odioso juego de maniáticos estaba a punto de provocar en sus vidas.

     El mismo día que escuchó el diagnóstico, en secreto, el músico se puso manos a la obra. Sin tiempo que perder, aquella misma noche debía quedar terminada una definitiva canción de amor que lograse explicar a Kim, su mujer, todas esas cosas tan complejas de las que antes he hablado. Debía hacerle entender que, tarde o temprano, aun sin irse, se marcharía; y que, sin quererlo, ya no la querría; y necesitaba pedirle perdón por adelantado ya que todo el dolor iba a ser para ella; él no sufriría por nada; ni siquiera la echaría de menos cuando la enfermedad avanzase.

     Glenn, el Glenn enamorado, lo consiguió; y antes de que llegase la luz del día, las cinco líneas del pentagrama quedaron dibujadas con sus sentimientos entrelazados a bemoles y sostenidos. Y después, paulatinamente, comenzó a olvidar.



     A la madre de Ricardo, viuda desde hacía años, y enferma del mismo mal que Glenn, le dio por confundir a su hijo con su marido. La fría noche en que una corriente de aire cerró de golpe la puerta de mi casa dejándome sin llaves, pasé media hora en casa de Ricardo mientras llegaba el cerrajero; treinta preciosos minutos en que pude ser testigo del cariño con que éste desvestía a su madre y le enfundaba un camisón. Ella, buscando con su boca la del chico, le recriminaba que nunca correspondiese a sus besos “¿es que ya no me quieres? ¿por qué nunca me besas?” preguntó la madre; y el hijo, con los ojos brillantes de amor y creyendo que era la mejor respuesta, solo le ofreció silencio.




lunes, 20 de julio de 2015


DESASTRE CÓSMICO



     Hoy es posible que, por mi culpa, haya un desastre cósmico.

     Desde hace unos meses que, en mi trabajo, los días son sospechosamente clónicos; idénticos entre ellos como las gotas de agua que ahora mismo estoy mirando, y que, una detrás de otra, temblonas y regordetas, caen por su propio peso y aterrizan en el suelo de mi patio, desde la boca del grifo que la desidia del verano hace que siga estropeado desde hace días. Bueno, el caso es que hoy debo asistir a un curso desde las 15:10 hasta las 17:10 y estoy temerosa por si rompo el equilibrio; pues, nada de lo que ocurre a diario con pasmosa similitud va a ocurrir hoy.

     A las tres menos diez, Antonio, no me saludará a su modo “buenas tardes, tardessss”; a las tres en punto, mi jefe, no me relegará a los confines de la factoría para que active el botón “on” de mi máquina; a y diez, no se me acercará el gaditano para preguntarme “¿sales el viernes?” aún sabiendo que los cuatro días que restan hasta entonces mi respuesta seguirá siendo un no; a las cuatro y cinco, no me cruzaré con Juanito, ni él comentará (en voz muy alta para que sus amigotes le oigan) algo relacionado con alguna fruta u hortaliza cuya forma comprometedora intente, sin éxito, ruborizarme; y a las cinco menos diez, María José, tampoco me sonreirá camino de las oficinas.

     ¿A que resulta inquietante?.

     Al principio, había pensado en no acudir al curso para que el planeta siguiese rotando, pero después he decidido que sería mejor seguir con el rumbo de mi vida, tal cual, sin amedrentarme, porque he recordado el dicho popular tantas veces repetido por mi tía Tiburcia, la del pueblo, que en paz descanse y que era sabia :“hay más días que longanizas”. Así es que: Antonio, querido jefe, gaditano, Juanito, María José; si os parece bien y si para entonces el mundo sigue girando, mañana nos vemos a la misma hora y en el mismo sitio de siempre.

domingo, 19 de julio de 2015


DEBILIDADES DEL ALMA



     ¡Mira que ha sido largo mi fin de semana! Me ha dado tiempo a dormir, a comer, a beber, a bailar, y a querer mucho más que del lunes al viernes. ¿Me ha dejado huella levantarme el domingo a las doce del mediodía? ¡no!; ¿y los tallarines Pekín que cociné con tanta meticulosidad? ¡qué va!; ¿tal vez, el espectacular mojito y los no tan espectaculares pasos de baile que me marqué después de dicho mojito en el Oconne´l? ¡tampoco!; ¿y ese roce a escondidas con la persona que me hace tilín?. Pues, no. Lo que más me ha marcado este fin de semana ha sido leer la gilipollez más grande del mundo.

     Resulta que varios científicos, en Massachussets y más tarde en Michigan (americanos, ¿como no? solo un americano es capaz de esperar a que 540 moribundos expiren sobre otras tantas balanzas de precisión para averiguar el peso del alma) decidieron, tras lo que a mí se me antojan experimentos macabros, que el alma humana pesa 21 gramos. ¿Es, o no es una gilipollez?

     Que el alma existe es cierto. Yo no podría vivir sin poder decir: “te quiero con toda mi alma”, “gracias, eso me ha llegado al alma” o “me ha dolido hasta el alma pagar 300 pavos de contribución”. Pero, de ahí a pensar que el alma de un político corrupto pesa lo mismo que la de Pedro...



      Pedro es un borracho de mi pueblo, aunque todos le llaman “el melón” porque se dedica a cuidar los melonares de unas cuantas ricachonas viudas a cambio de cuatro perras, ahorrándose así el sueldo digno de un jornalero. En realidad, su apodo bien podría deberse a que tiene un corazón grande y blando como un melón maduro.

     Una noche, mis amigos y yo tuvimos que llamar a una ambulancia porque andaba tirado con muy mala pinta en mitad de la calzada; pero, lo que son las cosas, su mejor recuerdo hacia a mí lo guarda porque en una ocasión en que ya nadie quería venderle alcohol, me dio mucha pena y le saque una lata de cerveza de una máquina (pensé que aquello no podría arruinar una vida que ya estaba arruinada de antemano, y que, sin embargo, sí que podía darle un pellizco de felicidad). Después de aquel episodio, siempre que me veía me saludaba, porque el Melón es un borracho agradecido y con muy buena memoria.

     Es buena gente; siempre con su bicicleta, con su perro y espantando a los niños que se meten con su hermana que tiene síndrome de down y a la que llaman “la tonta de los nublaos” porque siempre está en las nubes. Como veis, es gente inocente que vive como puede y que deja vivir.



     Y ahora que conocéis el currículo de Pablo y el de cualquier político corrupto, decidme si es posible que el alma de ambos pese 21 gramos. Sí, ya sé que el alma de Pablo tiene debilidades, y que eso algún gramo le restará, pero sigo pensando que es absurdo compararla con la de algunos otros (a pesar de que un puñado de viudas ricachonas, con kilómetros de tierras sembradas de melones, piensen lo contrario).



martes, 7 de julio de 2015


 
CUMBRES FLORENTINAS

 


     Mis amigos están a punto de dejarme de hablar; y solo porque, a pocos días de las vacaciones, con casi todo pensado, las reservas prácticamente hechas y los itinerarios trazados (menuda complicación de itinerario: toalla al cuello, protector del 150, tortilla de patatas, cervezas frías, un billete de 50 por barba, y a mojarse el culo), les he dicho que me niego a ir a la playa; que este año, quiero montaña.



     La culpa es de Florentino.

     Florentino es un tipo con quien casi ninguno de mis compañeros se atreve a hablar. Dicen que les da cosa, que parece demasiado culto; pero, en el fondo, todos se equivocan; no solo es que lo parezca, en realidad, lo es.

     Yo he tenido la gran suerte de enseñarle a manejar una máquina, y, por lo tanto, de estar con él cuatro días. Su voz, extremadamente grave, suena como a siglo pasado; solemne, lenta, mientras busca las palabras ideales con que decirlo todo de una forma diferente a como lo diría el resto del mundo. Y eso a mí, que queréis que os diga, en lugar de darme reparo como a los demás, me chifla.

     Durante estos cuatro días he podido descubrir a un Florentino que, en sus ratos libres, se dedica a fotografiar las estrellas, el sol y los planetas (invierte casi todo su sueldo y tiempo en hacer crecer, a base de lentes y otros artilugios, al modesto telescopio que adquirió hace años, cuando decidió embarcarse en su sueño de lunáticos). Pinta óleos, acuarelas. Hace fotografía artística, escultura. Escribe relatos. Y yo me pregunto: “pero ¿cómo un tipo así puede darte miedo?”.

     Mirando juntos algunas fotos de sus andanzas interplanetarias, en un momento dado, equivocó el archivo, y vimos una en la que aparecía hincando una bandera roja en la cima de una montaña; roto de cansancio, con cara de sufrimiento, casi de miedo. Le pedí, por fortuna, que me explicase la imagen (más que por interés, creo que lo hice porque me apetecía seguir escuchándole hablar de la forma en que él lo hace); y digo por fortuna, porque pedírselo fue como descorchar una buena botella de champán. Comenzó a hablarme de ello, y no paró hasta quedarse vacío.

     Yo no entendí muy bien la cara de entusiasmo y felicidad de Floren mientras me hablaba de la soledad, del dolor, del terror que podía llegar a sentir a veces en las cimas; hasta que, después, pude comprender que lo suyo con la montaña, en realidad, era una auténtica y triste historia de amor (tanto sufrimiento físico en el ascenso, para después de besar la cima, sufrir de nuevo al descender, pero esta vez, por tener que abandonarla). Me contó que, en cada escalada, y antes de volver a bajar, escribía en un papel un pensamiento, y lo reducía a unos cuantos dobleces que, más tarde, cuando llegaba el momento de irse, dejaba enterrado bajo una piedra. El hombre, emocionado, seguía apretando algunas de las válvulas de mi máquina, antes de pulsar el botón “ON”; y, mientras, continuaba con su bla, bla, bla...y no se daba cuenta de que mis ojos comenzaban a brillar peligrosamente; porque, sin remedio, yo también había empezado a enamorarme de ella.


     Realmente, no sé si me he enamorado de la montaña o de la forma en que Florentino me lo cuenta. Pero, precisamente, para salir de dudas, este año pienso conocerla.


 
MI TRÉBOL DE CUATRO HOJAS



     Hoy tengo uno de esos días en que no me apetece, en absoluto, saber cómo anda el mundo (total... ¿para qué? seguro que sigue tan hecho polvo como ayer); así que, desenfoco la mirada para evitar leer una sola palabra, y paso de cinco en cinco las hojas del periódico, buscando un atajo que me lleve hasta el horóscopo semanal. Me instalo en su página tan solo un momento; lo justo para descubrir que, allí, un señor con pinta más de ferretero que de astrólogo, a los tauro, nos depara buena suerte de lunes a viernes y pésima durante el fin de semana. Por la cuenta que me tiene, y un poco por despecho, también, aborto la lectura de los vaticinios del ferretero; aunque, eso sí, solo después de saber que el color que me dará suerte en el amor es el azul, que el número que aumentará mi fortuna es el seis y que voy a tener mucha más empatía con los aries que con los acuario.

     Cuando vuelvo a cerrar el periódico, me da por pensar que la vida va sucediendo como en un cómic, y que según nos afecte en las diferentes viñetas, nos viene muy bien echarle la culpa de todo a la suerte para así poder lavarnos las manos.


     Cuando era adolescente, encontré un trébol de cuatro hojas en una de las macetas de mi madre. Me puse muy contenta cuando corrí a enseñárselo, y ella, tras analizarlo muy seriamente, me miró por encima de los cristales de sus gafas y me dijo: “pues sí, es un trébol de la suerte, guárdalo siempre, y todo te irá bien”. Qué nerviosa me puse mientras elegía el rincón más seguro donde poder esconderlo de mis hermanos para que mi destino no corriese ningún peligro.

     Desde aquel momento, dejé que aquella pequeña planta dirigiese un poco mi vida. Aprobaba todos los exámenes; era rematadamente feliz junto a mis amigos; Juan Julián me estampó mi primer beso en los labios; y Jose Miguel me colaba notitas de amor en el estuche. Así, fue como decidí creer que, todo lo bueno que me ocurriera a partir de entonces, no sería por logro mío, sino que estaría directamente ligado al poder de mi trébol secreto.

     Pero, creo que fue un error dar todo el protagonismo tan solo a mis éxitos; pues, aquello, rompía el equilibrio que siempre hubo en mi cabecita pensante entre lo positivo y lo negativo; ya que, por el mismo tiempo, comencé a reparar con más claridad que nunca en las cosas malas que me ocurrían. Fue por entonces cuando murió “Tom”, mi perro, cuando suspendí las matemáticas por primera vez, y cuando desapareció mi gatita “michi”; y yo, al igual que en las letras de las miles de canciones que solía escuchar, pensaba que me moriría por no poder superar todas aquellas cosas.

     ¡Cáspita! necesitaba con urgencia que mi frecuencia electromagnética fuese la de antes para recuperar la total sincronización entre mi bien y mi mal; si no, estaría perdida. Y, sin ella saberlo, fue mi propia madre quien llevo a cabo el rito de purificación que yo necesitaba, un buen día que estaba cocinando merluza en salsa verde.

     Aquel día, me gritó desde la cocina “nena, tráeme un ramo de perejil de la maceta roja del patio” y diez minutos después, ante mi tardanza, me tuvo que repetir “nena, ¿me traes el perejil?”; y mientras, yo, miraba alucinada aquella maceta roja llena de hojas de perejil idénticas a la que yo escondía con tanto celo en el fondo de mi cajón. Entonces, empecé a comprenderlo todo.

     Así fue, como dejé de ser esclava, simultáneamente de la fortuna y la miseria, para ser una chica normal; tras descubrir que mi suerte no era fruto de un trébol de cuatro hojas que nunca había existido, sino de mi forma de hacer las cosas. Y ya, mucho más tranquila, mientras acariciaba el pelo de mi nuevo perro “Dudú” y llamaba bisbiseando por toda la casa a mi gatita negra “copito de carbón”, me puse a esperar el segundo beso de Juan Julián.



     Y ahora, si me lo permitís, voy a rescatar mi perejil de cuatro hojas de su escondite para hacer con él una sopa mágica; a ver si con un poco de suerte arreglo, aunque solo sea un poco, este fastidiado mundo.











SUEÑOS DE BARRO



     Otro día..., me digo, y luego pienso (como si estos tres meses hubiesen sido solo un día, pero elástico y cansino) que ayer, nada más despertarme, dije exactamente lo mismo.

     Cubro mi cara con espuma de afeitar, y por no zambullirme en mis ojos, irritados por la inquietud de mis sueños, me paso la cuchilla de memoria y sin mirarme en el espejo. El borboteo de la cafetera me recuerda que la vida no va a detenerse, así que arrastro los pies hasta la cocina y me preparo la taza de café, el cuenco de cereales y el vaso de zumo, que más tarde dejaré apilados en el fregadero. Sintonizo un programa absurdo y ruidoso con tal de no acostumbrarme a un mutismo que empujaría a mis pensamientos hasta los rincones en los que más dolerían; para, después de unos minutos de estridencia, descubrir que el histrionismo que vomita el televisor, no va a encubrir los silencios que últimamente acostumbro a captar por encima del umbral de los rumores cotidianos. Asumo que hoy será otro día extraño, y me dispongo a escuchar algunos de esos silencios sedientos que tan conocidos me son ya: las sábanas pidiéndome que las lave, mi cuerpo suplicándome una ducha, los quejidos resecos de la vajilla, las plantas del jardín entonando la danza de la lluvia. Ayer, me hice el desentendido cuando Luisa volvió del trabajo y miró de reojo hacia el fregadero. Ella es más fuerte que yo. Deslizó cariñosamente su mano por mi mejilla a la vez que me decía que la vida no iba a detenerse, que debía animarme. Como si yo no lo supiese ya. Después, con calma, comenzó a contarme su día; y luego, muy sutilmente, dejó que su monólogo se fuese extinguiendo gota a gota, mientras se ponía a fregar platos, a lavar la ropa y a deslizar la fregona discretamente por toda la casa.

     Luisa entiende perfectamente que me sea difícil tocar el agua desde hace tres meses; desde que Carlos se fue. No puedo creer que no vayamos a volver a verle, ahora que estoy demostrando creer en cosas más difíciles, como que la vida no va a detenerse porque él se haya ido. Los próximos veranos no parecerán veranos sin él; y supongo que con el resto de las estaciones ocurrirá lo mismo, mientras nuestros calendarios sigan incompletos. Las zambullidas de este último año junto a Carlos han sido toda una hazaña, después de una vida llena de terapias luchando contra su pánico al agua. Me resulta paradójico y extraño que hayamos intercambiado mi valentía por su miedo justo antes de que se fuese; sin embargo, ha sabido enriquecer hasta el último minuto que estuvo entre nosotros. Subió a aquel avión con una sonrisa enorme tras recibir la noticia de que, unos días antes, en el campamento del desierto al que viajaba como voluntario, había nacido un nuevo miembro; pero antes, vació completamente su mochila y nos hizo llenarla con pequeñas botellas de agua mineral (para él eran biberones de vida; y una gran lección para todos nosotros). No debió verme llorar en el último instante, pero, me dí cuenta tarde.

     No entiendo por qué, a pesar del ruido ensordecedor del televisor, el inoportuno vaivén de la inercia me empuja a pensar de nuevo en ese día; el día más desafortunado y seco de la vida de Carlos. Así que no puedo evitar imaginar, una vez más, la mina estallando bajo el peso del Land Rover; los cuerpos enterrados, precipitadamente a causa del calor, en aquel improvisado cementerio medio engullido por las dunas, sin una gota de agua en kilómetros a la redonda con la que haber podido limpiar antes su sangre; imagino, también, que el último pensamiento de mi hijo debió ser pardo y oscuro; tan pardo y oxidado como la sangre que quedaba manchando para siempre aquel oleaje de arena, mientras que yo, aquí, seguía a salvo de todo. Sí, no debí dejar que me viese llorar en aquella última despedida, pero me dí cuenta tarde.


      Ahora, apago el televisor, después de haber comprendido que su ruido es inútil, que no va a cambiar en nada la extraña continuidad de este día elástico y cansino que dura ya desde hace tres meses. Arrastro los pies de nuevo, primero hasta el dormitorio, y después hasta el sillón que hay junto a la ventana de la sala, para intentar releer el libro cualquiera que acabo de coger de mi escritorio. Volveré a arrastrarlos varias veces durante las próximas horas: hasta el baño, hasta la cocina, quizá hasta el garaje; todo dependerá de las ínfimas necesidades que me vayan surgiendo y de la hora a la que regrese Luisa. Ella sabrá hacer, gota a gota, que todo empiece a estar menos seco, más limpio; y entonces, todo será un poco más sencillo, porque irán desapareciendo paulatinamente todos estos sedientos y persistentes silencios que escucho; a pesar de que, esta noche, me empeñe en fraguar de nuevo sueños de barro hechos de arena y de agua; y de que mañana, lo primero que haga nada más abrir los ojos, sea, inevitablemente, decirme a mi mismo: “otro día...”.


MI ABUELA ERA VIRGEN




      Mi abuela era virgen. Eso contó en su lecho de muerte hace montañas de años.

     Me acuerdo como si fuera ahora; mi madre y sus hermanos, disculpando las “tonterías de sus últimas horas” delante de la tía Marga, que había venido a visitarla “madre, cállese y descanse” y, mientras, todos incómodos, removiéndose en sus asientos.

     Llegó con doce años al campo. Eso dijo. Y la fueron entrando en lustre hasta que cumplió los diecisiete. Aquello sería su salvación, según sus compañeras de barracón que, más escuálidas cada día, parecían envidiarla; o su muerte en vida, pensaba ella, esperando cada día con más miedo la visita de aquel general que habitaba a solo veinte kilómetros de Mathausen, y para el cual estaba destinada su virginidad.
 


     Tía Marga me miró atentamente cuando el tío Arnold la acompañó hasta la puerta; miraba mi pelo, que recogido en dos trenzas, y tan dorado como el lápiz de color que yo siempre elegía para pintar el sol en mis dibujos, lucía brillante. En aquel momento, aquella mirada insistente me hizo sentir bonita y diferente por ser la mía, la única cabecita rubia de toda mi extensa familia. Pero, el paso del tiempo, sin embargo, me hizo poder entender de otra manera la intensidad con que los ojos de la tía Marga, aquel día, se clavaron sobre mi cabello.
 
 
 





ESTÁ CLARO... LA MEJOR FOTO... PAL” FACEBOOK





     Aún no sabéis la suerte que tenéis los guapos. Cualquier fotito que os hagáis, queda genial en vuestro perfil de facebook. Incluso, podéis permitiros el lujo de cambiarla de vez en cuando, que siempre vais a triunfar.

     Luego, están los resultones; que revuelven y revuelven en sus archivos hasta dar con la ideal; esa que alguien les disparó en el momento exacto el único día en que la providencia les dejó mostrar su lado bueno. Éstos, tienen suerte; aunque, no tanta, pues están condenados a que esa maravillosa (pero, única) foto vague por la red hasta el final de sus días.

     Por fin, estamos los feos, los que por más que revolvamos y revolvamos archivos, al final acabamos con las mismas dos opciones: colocar una imagen en la que estábamos muy monos pero, en la que apenas se nos reconoce porque teníamos quince años; o escudarnos tras la imagen de nuestra mascota o de cualquier otro símbolo que caiga en nuestro anzuelo, cuando salimos de pesca por el inmenso océano ciberespacial. Y no es que los feos no tengamos suerte, no; que va (alguna primitiva de tres o de cuatro pillamos de vez en cuando) pero, como veis, alguna desventaja sí que tenemos. De todas formas, ni se os ocurra sufrir por nosotros, que nuestra belleza es interior. De verdad, por dentro yo me gusto, pero es que me parece muy poco ético enmarcar mi facebook con una radiografía de mis costillas.

 








LAS MANOS DEL ALFARERO



     Alberto sigue empeñado en disfrazarse de granito. Pero, a mí ya no puede ocultarme que en el fondo es de arcilla; basta y áspera, pero moldeable al fin y al cabo. Los dos lo sabemos desde que, hace unos días, le sorprendiese soltando unas lágrimas con una canción de Antonio Vega mientras apretaba botones y aflojaba válvulas en su máquina; y se me desdibujó de golpe la imagen que hasta el momento había tenido de él. Pero, no hace nada, y a mi me da pena que no se muestre tal y como es, porque se está quedando más solo que la una. Cómo me hubiese gustado en ese momento tener las manos del alfarero.



     Aquel alfarero parecía no dormir nunca, con su mandil de cuero y sus manos embarradas todo el rato, tanto de día como de noche. Llegamos y allí estaba, en el pequeño taller de enfrente, sentado delante del torno, concentrado en su trabajo; y allí continuó, sin falta, durante los siete días que permanecimos en Mallorca. Lo veíamos cada vez que salíamos del hotel; los profesores empeñados en llevarnos a los sitios más típicos de la isla (al taller de perlas orgánicas de Majólica, a la tahona de ensaimadas, a la fábrica de enormes sobrasadas culares o a ver la torre de las seis puntas de Manacor) mientras yo me moría de ganas de quedarme mirando, aunque fuese desde lejos, como trabajaba el viejo alfarero.

     La primera mañana, desde la ventana trasera del autobús que nos llevaba de excursión, dejé con pena a aquel hombre que se quedó apretando un pegote de arcilla entre las manos. Más tarde, con la nariz pegada a una vitrina, vi como ayudaban a parir a unas ostras las pequeñas bolas nacaradas que durante años habían gestado en su interior, y me olvidé de él. Pero, al volver, lo vi de nuevo y me fijé en como el hombre, sin importarle apenas que sus manos estuviesen sucias de barro, se limpiaba el sudor de la frente.

     El siguiente día, aspirando el olor a bollo recién horneado mientras miraba adornar una ensaimada con rodajas de sobrasada y trozos de calabaza, también me olvidé del alfarero. Pero a la vuelta, volví a verlo; estaba igual de concentrado que al irnos, pero esta vez tocando su barbilla mientras esperaba a que un trozo de terracota recién lavada se terminase de decantar en un recipiente.

     Así pasé el resto de la semana, desdoblándome entre mis excursiones y el quehacer del viejo ceramista.

     El día que nos volvíamos, nos dejaron acercarnos al taller del alfarero; y, así, de cerca, pude ver bien las arrugas de su cara y de su frente, llenas del barro que sus manos sucias iban dejando sin querer al tocarse el rostro. Y pensé, que tal vez sin saberlo, aquel hombre se estaba moldeando a sí mismo, con sus manos, con aquel barro que el mismo hacía y con el amor a su trabajo.



     Cómo me gustaría tener las manos del viejo alfarero, ahora, que sé que Alberto es de arcilla.






SILENCIOS DE VIENTO



Anteayer, cuando ya estaba metida en la cama, Andrés me contagió su insomnio por whatsaap. Unos pocos mensajes fueron suficientes para que me quedase un buen rato pensando en todo lo que le había pasado últimamente. Confieso que no le habría contestado sin la rotundidad de su primera frase; pero lo hice, la leí y dejé que aquellas líneas espantasen al sueño.

“Me estoy arrepintiendo de haber abandonado el pueblo donde siempre tocan las campanas, para venirme adonde siempre sopla el viento”, escribió, e imaginé su ceño fruncido mientras esperaba a que yo lo leyese, preguntándose si estaba entendiendo el sentido de la frase. Claro que lo entendía.



Ángela, después de muchas peleas, de muchos perdones y de muchas tiritas puestas en su relación con Andrés, un buen día se fue de casa. Ya lo había hecho otras veces (salir dando un portazo y volver a tocar el timbre tres minutos después, cuando su instinto de supervivencia volvía de golpe, deseando salvar lo suyo con aquel hombre), pero, aquel día sucedió de otra manera. La falda en volandas por la prisa de irse, el portazo sonoro, los tres minutos de rigor. Todo igual, excepto la cara de miedo de Andrés esperando desde dentro el toque de los nudillos de Ángela en la puerta. Aguardó un momento antes de abrir; le pareció que un golpe de viento colaba el perfume de la mujer por el ojo de la cerradura; seguro que seguía de pie, esperando en el rellano. Pero ella no estaba, y después del abrir y cerrar para descubrirlo, corrió a asomarse a la calle desde la ventana del salón, porque un momento antes había escuchado una sirena. Un segundo después, se odió a sí mismo por esperar ver a Ángela tirada en la calzada antes que asumir que se había ido para siempre; pero vio las botas de terciopelo de la mujer doblando la esquina y, entonces, comprendió que no volvería.

Después de varios meses de espera y de caer en picado, como un chiquillo, Andrés decidió echar la culpa de su ruptura a cualquier cosa menos a lo que realmente la tenía; así que, obsesionado, arremetió contra aquel incansable doblar de campanas de la torre de la iglesia que daba los cuartos, las medias y las enteras tanto de noche como de día, según él, sin que nadie tuviese en cuenta el daño psicológico y las tragedias amorosas que aquello podía llegar a causar entre los vecinos. Dos semanas de insomnio severo fueron suficientes para que, en el trabajo, le diesen un descanso por estrés, y decidiese cambiar aquel tormentoso repique de campanas de su pueblo de Burgos por las playas de Tarifa.


Tardé en contestar al mensaje de Andrés. Pensé que cualquier cosa que le dijese le haría daño; todo duele cuando se está confuso, cuando se echa de menos a quien has perdido, así que le contesté con una pregunta “¿tampoco te deja dormir el ruido del viento?” Me escribió que no había logrado dormir ni una sola noche desde que había llegado allí, pero que, en realidad, la culpa era de aquel terrible silencio de campanas que no le dejaba escuchar el ruido del viento.

Intercambiamos un par de mensajes más y nos despedimos. Los dos seguimos despiertos; él echando de menos a Ángela; y yo, apagando la luz con la sensación de haber leído el final de una buena novela.








NUBES DE ALGODÓN
          Premio certamen "La ciudad de las mil culturas" 2.015 (S.O.S. racismo Madrid)

     Aquel gritito, con voz de recién llegado, le salió del alma “¡no! ¡no más agua!”; después colocó sus pequeñas manos empapadas intentando taponar el grifo de la ducha, y al final tuvimos que cerrarlo de lo nervioso que se puso. Poco después, lo metimos en la cama, ni siquiera pudo cenar; seguramente, el intentar absorber todas las novedades de golpe le habían agotado más que las cuarenta y tres horas de su largo viaje. Al día siguiente, lo descubrimos hecho un ovillo en el suelo al ir a despertarlo, así que, nuestra culpabilidad nos movió a observarlo minuciosamente el resto del tiempo para tratar de evitar nuevos episodios tan desalentadores como aquellos.

     La verdad es que nuestros primeros amaneceres con Gaizy fueron de lo más extraño; aunque hicimos bien en no presionarle, en darle un poco de tiempo para dejarle llegar del todo y a su ritmo a nuestro hogar. Después de aquellos días examinándolo a cada momento, por fin entendimos muchas cosas; nos enterneció, por ejemplo, descubrir que no era miedo si no un profundo dolor y culpa lo que le causaba ver, a la hora del baño, el manantial de agua que dejábamos escapar para siempre por el desagüe, y que gastábamos solo para él, mientras sabía que su familia seguiría sedienta en su tierra; precioso, verlo por primera vez dejándose escurrir desde la cama al suelo para, en la oscuridad, tratar de convertir su confortable dormitorio actual en lo más parecido posible al trozo de suelo en que dormía dentro de la jaima de su hostil, pero amado sáhara; divertido, verlo chuparse los dedos después de comer mi cuscús con pollo al curry, mientras su media lengua nos contaba que estaba mucho más rico que el que su madre hacía (obviamente sin curry, y mucho menos con pollo); desternillante, el verlo brincar como un saltamontes por toda la casa por habernos olvidado del efecto secundario de dar un refresco de cola a un niño que en su vida ha tomado azúcar ni cafeína; enriquecedor, advertir como, cada día, sus mofletes amanecían un poco más lustrosos y su piel, antes maltratada por los abrasadores cincuenta grados de su sol a la sombra, ahora más esclarecida.


     Curiosamente, el mismo día que el niño se marchaba de vuelta al sáhara, con tan solo una pequeña bolsa de ropa nueva y una cacerola para que su madre le hiciese cuscús, un amigo nuestro venía de hacer turismo por Mauritania, muy cerca del campamento donde vivía Gaizy. Sin duda, traería las maletas repletas de maravillosas experiencias y preciosos souvenirs para todos. Y me dio por pensar que podrían haberse cruzado por el cielo; tal vez sobre el Trópico de Cáncer, ¿por qué no?; y me pareció una paradoja que las luces y las sombras pudiesen haber atravesado al mismo tiempo las mismas nubes de algodón.




domingo, 5 de julio de 2015




EL ALMA DE MI CUARTO DEDO




     Mi padre, que se pasaba todo el día hablando de cosas muy cultas, pensaba que nadie le escuchaba. Sabía tocar el violín, arreglar relojes y completar correctamente cualquier crucigrama del mundo que cayese en sus manos.


     De él heredé sus meñiques torcidos y que todo el mundo se riese de ellos. Bonita herencia, pensaba yo con cinco o seis años, cuando mis hermanos me obligaban a poner el izquierdo muy pegado al derecho para que fuese el hazme reír de sus amigos que venían a casa. Mi madre, me dijo que me habían crecido así porque a falta de chupete, me entretenía con ellos; y una de mis hermanas, que se me habían doblado un día en que jugaba a hacer el pino. Pero, yo me quedé con la historia que, sin saberlo, mi padre conformó para mí en todos esos ratos que hablaba y hablaba creyendo que nadie le escuchaba.


     Mi padre, a pesar del resto de sus rarezas, supo enamorar a mi madre tocando el violín; pero antes, tuvo que pasar mucho tiempo ejercitando sus dedos meñiques porque con ellos torcidos le era imposible bordar la clave de sol. Se empeñó tanto en ello que, al final, pudo cabalgar con el arco de crin de caballo sobre las cuatro cuerdas de su violín de madera de arce, para arrancarle los bellos vibratos que su cuarto dedo izquierdo (como llaman los violinistas al meñique) siempre había deseado. Cuando le escuché contar que a las aberturas de resonancia de un violín se les llamaba oídos; a la barra cilíndrica que forma su esqueleto, alma; que tienen talón, cuello y escote; y que además, el instrumento transpira; pensé que apenas había diferencia con una persona.


     Un martes o un miércoles, o tal vez uno de esos sábados soleados y sin colegio de los que yo andaba zascandileando por la casa, le oí decir que un violín viejo, siempre que no se le dejase dormir durante demasiado tiempo, sonaba mucho mejor que uno nuevo; y luego pensé en la gran suerte que tuvo mi padre por tener los meñiques torcidos, e imaginé a su violín envejeciendo día a día, cogiendo solera para cuando su cuarto dedo estuviese preparado.


     Hubo un tiempo en que me moría de ganas de decirle que me enseñase a tocar su violín, porque, quizá, a la par que sus meñiques torcidos, pudiese haber heredado su habilidad para tocar el concierto de Brahms en “mi menor” del que muchas veces hablaba; pero las cosas se quedaron como estaban por culpa de mi timidez y de lo severo que aquel hombre siempre me había parecido. De todas maneras, por aquella época, al violín de mi padre ya no habría dios que lo resucitase, después de llevar años sin sonar y agonizando en el armario.


     El caso es que, a partir de aquella época y de montar en mi cabeza historias de violines vivos con oídos, talones, cuellos y escotes, que cuando envejecían sincronizaban su alma con la de las manos que los tocaban, dejé de llevar las mías siempre metidas en los bolsillos. Empecé a ser yo quien pegaba mi dedo meñique derecho al izquierdo para que mis amigos, y los amigos de mis amigos y los de mis hermanos los viesen.

     Y, después, les contaba que mi padre era violinista, y se quedaban pasmados con mis asuntos.


viernes, 3 de julio de 2015


NOSTALGIA




     Santiago ha evitado saludar a su vecino del quinto, despedirse del portero del edificio y conversar con la muchacha del quiosco de prensa. Le importa poco de qué color se despertó el país, a pesar de que hoy todo el mundo hable de política y de elecciones; estos días, anda con el corazón y la cabeza llenos de desamor, y nada que no fuese recuperar el afecto de Mairena, podría parecerle realmente importante.



Un imbécil, eso es lo que eres” se dice Santiago a sí mismo en los lavabos; y mientras, Nicolás, lustra el mostrador de roble y le sirve el café que, cuando vuelve de insultarse una y otra vez frente al espejo, ya está frío.


     El camarero observa cómo Santiago contagia de su tristeza a la cucharilla con la que no para de remover en círculos hipnóticos los dos terrones de azúcar que, hace ya varios minutos, lanzó dentro de la taza; y no puede evitar hablarle: “¿Qué?, ¿acaso ayer perdió tu equipo de fútbol o piensas, quizá, que tu voto no ha servido para nada?”. Por no ser grosero, el chico se obliga a lanzarle apenas media sonrisa, pero, sigue callado. ”Vaya…” sigue hablándole el hombre, aun a riesgo de parecer pesado. Está acostumbrado a leer por dentro a los clientes que pasan por su barra, y solo está tratando, con su conversación, de suavizar la carga que parece llevar el muchacho encima “…así que tienes mal de amores ¿no es así?” Espera unos segundos, y al no obtener respuesta, supone que está en lo cierto Sabes, muchacho; a tu edad, cuando yo andaba perdido, a veces debía recurrir a la inspiración para volver a encontrar el camino exacto en el que se había quedado mi felicidad, ¿por qué no lo intentas?, no pierdes nada. Solamente tienes que alimentar a tus musas, y la inspiración vendrá sola” y, tras aconsejar al chico, se retira para seguir acariciando con la bayeta la superficie de la barra, que ya brilla desde hace un buen rato.


     Santiago se queda pensando en las palabras de Nicolás. Tal vez, aquel hombre tenga razón, y lamentarse no le lleve a ninguna parte. Luego, mira hacia el líquido oscuro y helado del fondo de su taza, y piensa en Mairena, y en aquella última noche que la tuvo entre sus brazos.Nicolás, me pones un mate, si no te importa; sin querer, he dejado que mi café se enfriase” dice el chico, apartando hacia un lado su taza, y sintiéndose un poco ridículo, porque durante un segundo se ha sorprendido a sí mismo pensando que, tal vez, la bebida que acaba de pedir podría ser un buen reclamo para sus musas.


     “Ya veo que has dado con ello, muchacho. Tranquilo, no tardarán en llegar a por su alimento” El camarero, mirándole de reojo, le coloca delante una pequeña calabaza hueca llena de mate humeante que estimula su olfato; y después, se retira a la trastienda para dejarle un momento de soledad que cree imprescindible para que aclare sus cavilaciones.


     Santiago cierra los ojos, y con el primer sorbo, la música canalla del viejo y conocido tango que bailaron aquella noche vuelve a sonar en su cabeza; sigue bebiendo, y nota la palma de su mano, contundente y segura, extendida sobre la espalda de la mujer para marcar sus pasos de baile; su pierna de avezada bailarina, sensual y descarada, anudándose y escalando por la suya hasta casi estrangularla; los ojos de cada uno pidiéndole a los del otro que por nada del mundo apartasen la mirada. Y, así, sorbo a sorbo, en diez cortos minutos, Santiago revive su última noche junto a Mairena. Una preciosa y larga, aunque, al final, amarga noche; tan amarga como los tragos que hoy, cargados de cafeína, le han hecho regresar al momento exacto en que todo empezó a romperse.


     “Nicolás...Nicolás” el hombre asoma tras las cortinas ante la llamada de Santiago “¿tienes papel y un bolígrafo?” le pide, nervioso. El camarero, pausadamente, termina de limpiar sus manos con un paño, y se dirige al cajón que hay bajo la registradora; saca una libreta y una pluma, y se las entrega, guiñándole un ojo, al muchacho enamorado “Tranquilo; no vayas a estropearlo todo, ahora que ellas han llegado; hazlo despacito y con buena letra”. El joven sonríe, y luego se queda pensativo un momento, con la pluma apoyada en los labios. Pero, solo cuando la inspiración llega por completo, comienza a escribir.


     Para romper el hielo que parece haber en aquel papel tan blanco, cuyo vacío le asusta un poco, pide prestado el primer verso a Carlos Gardel “Quiero emborrachar mi corazón...” pero, después, tras el primer trago de su segundo mate, la pluma sobrevuela las hojas con ligereza dejando tatuada en ellas, para Mairena, su propia nostalgia.














ARRUGAS DE HUMO



      Dicen que los malos tiempos matan los buenos recuerdos; tal vez por eso, de aquel terrible año en que empecé a fumar demasiado, no he podido guardar ni uno solo de ellos, sino apenas unas cuantas sensaciones. El miedo a caer en un transcendental abismo cada vez que debía asomarme al cajón vacío de la registradora para hacer caja. La consiguiente y temible huida del sueño de todas y cada una de las interminables noches de aquel primer año de crisis. O la urgencia, un instante después de haber plegado los barrotes de mi pequeño negocio, con que daba la primera calada a mi cigarro, que mezclada con el olor a fresa de mi chicle desgastado terminaba entretejida de forma inherente a los puntos de mi jersey.
     Fue por aquella época, y como si de repente hubiese decidido que las preocupaciones que se multiplicaban a mi alrededor iban a perder importancia solo por verlas a través de una densa y caliginosa espiral de humo, que me acostumbré a caminar siempre en medio de mi propia nebulosa. Empecé a fumar de una forma tan sistemática que en lugar de medir mi tiempo en minutos lo hacía en unidades de tabaco. Dos paquetes suponían un día; tres cigarros, un ciclo corto de la lavadora; uno, un café recalentado con prisa en el microondas. Los quinientos pasos que mis pies desandaban cada noche desde la puerta de la tienda hasta mi casa duraban dos cigarros. El primero de ellos, se acababa todos los días a la misma altura de la calle con una exactitud que daba vértigo. Tal era la precisión, que parecía despertar, incluso, el asombro de un grupo de gatos que solía merodear alrededor de los contenedores de basura cercanos; a menudo y mientras que duraba aquel instante, se quedaban totalmente inmóviles, como si fuesen auténticos gatos de cerámica, y escudriñaban cada uno de mis movimientos exhibiendo sus bigotes petrificados por la rigidez en sus pequeños hocicos húmedos y brillantes (como las delgadas púas en el lomo un erizo a la defensiva).
     Y fue precisamente a causa de aquella increíble precisión, que (sin querer y de lunes a viernes) me vi obligado a adoptar el novedoso hábito, para poder encender el segundo cigarro, de detener mis pasos durante unos minutos siempre enfrente de la misma ventana. Me tomaba mi tiempo. Y, a veces, imitaba los gestos que tanto me gustaban de algunos de los pobres diablos que salían en las películas. Primero, hacía pantalla con mis manos para frenar los posibles hilillos de viento y prendía el cigarrillo recién sacado de la cajetilla con las brasas todavía vivas del que acababa de fumarme, y luego, con el pitillo colgando de la esquina de mis labios, como si fuese el mismísimo Jim Stark en rebelde sin causa, hacía un tirachinas con los dedos y lanzaba la colilla mortecina, ya totalmente lánguida, hacia los desemejantes y caprichosos adoquines de la acera de enfrente, justo a los pies de aquella ventana que tan familiar empezaba a ser para mí. Durante semanas, el lapso de tiempo que invertí cada día en aquel protocolo ahumado, vago y un tanto pueril lo disipé mirando a la joven cristalina que planchaba ropa eternamente en la reducida y exigua cuadrícula que el marco de aquella ventana me permitía ver y que parecía querer mostrarme a toda costa.
     Con el paso de los días, y casualmente, pude conocer alguna singularidad de aquella mujer. Se llamaba Juana, cuidaba a las mil maravillas de dos niños, de un perro labrador y de una enorme tortuga de tierra, y tenía un marido cada vez más exigente con los cuellos y los puños de sus propias camisas. Lo de los niños, el perro y la tortuga pude saberlo gracias a la madre de Dionisio, una vecina de la tienda que me tenía la hora cogida y con la que en un principio me resultaba bastante complicado mantener una conversación (estaba sorda como una tapia, pero con el tiempo aprendí que lo más sensato por mi parte para que nuestras charlas fuesen coherentes era que yo me callase, asintiese a todo con una gran sonrisa y dejase que fuese ella la que parlotease durante todo el tiempo). El caso es que cada mañana, en cuanto me adivinaba en la calle, la mujer aparecía con una escoba y un recogedor y me contaba montones de cosas mientras recogía las hojas que se arremolinaban en la puerta de su casa (de forma egoísta, a mí me gustaba pensar que aquel remover de un lado a otro las hojas caídas era tan solo una escusa para estar acompañada, y que, de esa manera, en realidad yo la estaba ayudando a atenuar aquella gran soledad que siempre me había dado la impresión que se desprendía de su ropa negra de luto). De las secretas exigencias del marido de la planchadora, sin embargo, no me enteré por la madre de Dionisio, sino que me atreví a suponerlas yo misma después de muchas noches seguidas de gastar mi tiempo prendiendo mi segundo cigarro con la colilla consumida del primero, y que luego lanzaba a los pies de la insinuante ventana. A su través y con desasosiego pude ir descubriendo cómo era el transcurso de la vida al otro lado del cristal.
     Cuanto más aumentaba el infortunio a través de aquel vidrio, mayor parecía ser también la insatisfacción de Juana. Pasaba la plancha con furia sobre los cuellos de aquellas camisas masculinas, volviendo a deslizar su metal candente sobre la tela una y otra vez para intentar buscar una tersura que parecía resistirse a propósito. Cuando le tocaba el turno a los puños, y ya, de puro planchados, se veían más planos que el horizonte, los volvía a examinar a contraluz y no desistía hasta que encontraba la arruga minúscula que había tratado de arruinar la perfección de su tarea; una tarea que no era otra que la de intentar limar todas aquellas asperezas, persistentes y que ya empezaban a durar y a pesar demasiado, que empezaban a tintar peligrosamente la vida de Juana de un color morado e intenso.
     En fin, no sé cual de las dos motivó a la otra, pero llegó un momento en que cuanto más fumaba yo, con más ahínco planchaba ella. O tal vez fuese al contrario, y cuanto más se afanaba ella en exterminar los pliegues y rugosidades de todos aquellos cuellos y puños, más me paraba yo a observarla, haciendo crecer de esa manera mis dosis de ansiedad y de humo. El caso es que pasamos un tiempo así, insatisfechas ambas; Juana, que se arrugaba un poco más cada día que pasaba en busca de la lisura total con la que poder complacer a su marido, y yo, que me camuflaba cada vez más tras la humareda de mis cigarros para tratar de zafarme de mis problemas.
     Así llegó el mes de agosto, y con él las vacaciones y la dejadez de no saber qué hacer con mi vida durante todo un largo mes con el cierre de la tienda bajado a cal y canto y sin tener que desvivirme para hacer caja. Para entonces, el mundo ya se había acostumbrado a la crisis y yo estaba cansada de todo, así que el primer día de aquel mes decidí dejar de fumar.
     Septiembre llegó enseguida, y con él la búsqueda de la normalidad. No sé si fue un lunes o un martes, pero la primera tarde del mes, después de bajar el cierre metálico de la tienda y con mi jersey oliendo a perfume comencé a desandar los quinientos pasos que me separaban de mi casa. A mitad de camino, no pude evitar mirar de soslayo a la ventana frente a la cual había pasado tantos ratos. Adentro, todo estaba a oscuras y aquello me inquietó. Pero, casi al instante, Juana y su perro labrador, que meneaba la cola feliz mientras jugueteaba con la rama que le acababa de lanzar el mayor de los dos niños que caminaban de la mano de la mujer, me dieron las buenas noches cuando pasaron a mi lado; unas buenas noches a las que yo respondí, junto con el eco de mi perfume, con otras igual de buenas.

     Al día siguiente, con el silbido del viento de fondo, mi vecina, la que está sorda como una tapia y tiene un hijo que se llama Dionisio, mientras removía de acá para allá las primeras hojas muertas y parduscas del otoño me contaba que Juana, la mujer a la que yo ya jamás volvería a ver planchando al otro lado de la ventana, había abandonado para siempre a su marido.




CUARENTA Y CINCO TONELADAS DE AMOR



     Puede ser que hoy, un camarero cualquiera que esté sirviendo mesas en un posible café parisino, le pregunte a una viejecita, tal vez de nombre Anne Marie “¿le ocurre algo, madame?”.

     Anne Marie le dirá que no, que todo está bien, le pedirá la cuenta y se secará los ojos mientras deja una propina en el plato y pregunta si puede quedarse un rato más sentada en la terraza “Merci beaucoup; et, bien sûr, madame”, contestará el amable camarero, y luego dirigirá los ojos, melancólicos, hacia donde sabe que la mujer mirará.

     A cada golpe de cizalla de los dos operarios, arriba del puente, Anne Marie sentirá una punzada; el eco de las herramientas de tortura partiendo candados, tal vez destroce su corazón; el mismo que hace muchos años se esposó en aquella barandilla junto al de Didier, lanzando después con fuerza, para que jamás volviese a emerger, la llave al Sena. Qué se le va a hacer si, después, a millones de enamorados, la idea de manifestarse de igual manera les pareció genial, y siguieron sus pasos hasta cargar de obesidad el Puente de las Artes.

     El caso es que hoy, han dado comienzo las obras del “candadicicio” y “amorcidio” en París. Y qué, si su alcaldesa solo sabe ver cuarenta y cinco toneladas de chatarra en donde los demás preferimos ver amor; y qué, si el vendedor de candados, en su tenderete que coloca cada mañana en un extremo del puente, se mesa el cabello porque está viendo que se le acaba el chollo; y qué, si está a punto de que ocurra lo mismo en Moscú, en Venecia, en Brooklyn, o en Roma.

     Y qué, si a mí solo me importa que, posiblemente, en una terraza de un café parisino, a una viejecita, tal vez de nombre Anne Marie, le estén rompiendo el corazón.




¡QUIERO ESTAR A LA MODA!…O, ¿TAL VEZ NO?





     Últimamente, he estado un poco pasota en el arte de socializar. Pero, es que, si por socializar entendemos hablar sobre cómo está el país (tema deprimente); o comentar donde has pasado el fin de semana (ésto, puede ser frustrante, si no has estado al menos 20 km más lejos que tu interlocutor); o recurrir a conversaciones que están más sobadas que los pies del cristo de Medinacelli... comprenderéis, entonces, que haya estado pasota ¿a que si?.

     Bueno, pues hoy me he levantado dispuesta a meterme en el pellejo de una auténtica socializadora; y es básico para ello estar al tanto de las últimas tendencias. Así que, después de devanarme los sesos durante toda la mañana, la verdad es que han surgido diversas e interesantes opciones:


     OPCIÓN 1- Llenar la casa de objetos “Vintage”. Sugerente, pero no sé si me apetece levantarme una noche para beber agua, con el sueño enredado en las pestañas, y llevarme el susto padre pensando que he hecho un viaje en el tiempo.



     OPCIÓN 2- Llenar la casa con todos los trastos imprescindibles para hacer cup-cakes (efectos secundarios: grasa acumulada en caderas, después de ingerir cantidades ingentes de preciosas madalenas; y que el colesterol de vecinos y familiares se dispare sospechosamente).


     OPCIÓN 3- Llenar la casa de camisetas, abalorios y demás historietas “Moustache” (que pase pronto la moda de los bigotes ¡por favor!).



     OPCIÓN 4- Llenar la casa de trastos para preparar Gin-Tónic con aire cool. (pequeño problemilla: eso ya llevo haciéndolo así como quince años).



     OPCIÓN 5- Unirme a la ola de indignados (pequeño problemilla: eso ya llevo haciéndolo así como quince años).

     OPCIÓN 6- Hacerme “selfis”. He de reconocer que, ésta tendencia, casi me engancha; pero, por culpa de mi mala puntería, y después de hacer casi estallar la memoria de mi móvil con mogollón de fotos de la lámpara, el sofá, las cortinas, y todo lo que os podáis imaginar excepto mi cara, no me quedó otra que desistir.



     Como habréis adivinado, no me han quedado demasiadas ganas ni de estar a la moda, ni de socializar (que, al fin y al cabo, no es otra cosa que hablar por hablar). Así que, he pensado, que mejor sigo siendo yo misma, comunicándome, sin más, de la misma manera que llevaba haciendo hasta ayer. Que tampoco me ha ido tan mal, creo yo.