NO
TE VOY A ECHAR DE MENOS
Aquel
artículo me dejó emocionada. Quizás por eso, el resto del día, y
aunque yo tratase de ignorarlo, el recuerdo de Ricardo me anduvo
persiguiendo por toda la casa: subió las escaleras tras de mí para
apoyarse en el quicio de las puertas y así poder observar
pacientemente cómo hacía las camas y pasaba el plumero; más tarde,
metió su nariz en mi armario mientras elegía la blusa que ponerme.
Noté su revoloteo a mi alrededor durante toda la mañana; hasta que,
en un descuido mío, aprovechó un momento en que me miré a los ojos
para ponerles rimel, y se coló entre ellos y el espejo por ver si
así dejaba de esquivarlo. Y así fue; que ya me fue imposible seguir
con mis quehaceres sin recordar aquel momento extraño entre Ricardo
y su madre, de aquel día lejano en que olvidé las llaves dentro de
casa.
¿Puede
alguien que sabe que se irá, pero sin irse, adelantar una despedida
porque entiende que cuando llegue el momento no podrá hacerlo? y
¿explicar a alguien a quien ama que, sin querer, va a dejar de
quererla? Parece complicado, ¿verdad? Pues, en aquel artículo del
periódico que leí nada más comenzar mi miércoles, hablaban de un
tipo que fue capaz de hacerlo.
Glenn,
que durante años había escrito cientos de canciones de amor para
Kimberly, aquel día supo que su cerebro se iría muriendo un poco
cada minuto. Si; sabía que el alzheimer no entendía de afectos, y
que, una vez que había arrancado, se empecinaría en hacer ovillos
con sus neuronas sin tener en cuenta los numerosos descalabros que su
absurdo y odioso juego de maniáticos estaba a punto de provocar en
sus vidas.
El
mismo día que escuchó el diagnóstico, en secreto, el músico se
puso manos a la obra. Sin tiempo que perder, aquella misma noche
debía quedar terminada una definitiva canción de amor que lograse
explicar a Kim, su mujer, todas esas cosas tan complejas de las que
antes he hablado. Debía hacerle entender que, tarde o temprano, aun
sin irse, se marcharía; y que, sin quererlo, ya no la querría; y
necesitaba pedirle perdón por adelantado ya que todo el dolor iba a
ser para ella; él no sufriría por nada; ni siquiera la echaría de
menos cuando la enfermedad avanzase.
Glenn,
el Glenn enamorado, lo consiguió; y antes de que llegase la luz del
día, las cinco líneas del pentagrama quedaron dibujadas con sus
sentimientos entrelazados a bemoles y sostenidos. Y después,
paulatinamente, comenzó a olvidar.
A
la madre de Ricardo, viuda desde hacía años, y enferma del mismo
mal que Glenn, le dio por confundir a su hijo con su marido. La fría
noche en que una corriente de aire cerró de golpe la puerta de mi
casa dejándome sin llaves, pasé media hora en casa de Ricardo
mientras llegaba el cerrajero; treinta preciosos minutos en que pude
ser testigo del cariño con que éste desvestía a su madre y le
enfundaba un camisón. Ella, buscando con su boca la del chico, le
recriminaba que nunca correspondiese a sus besos “¿es que ya no me
quieres? ¿por qué nunca me besas?” preguntó la madre; y el hijo,
con los ojos brillantes de amor y creyendo que era la mejor
respuesta, solo le ofreció silencio.