MI FAMILIA NUMEROSA DE LA
“A” A LA “Z”
El
día que por motivos de trabajo tuve que marcharme de mi pueblo,
solté unas lágrimas al despedirme de mis 354 novelas.
Ahora
vivo a cien kilómetros de allí, en un ático muy mono que está muy
cerca del cielo. Muy cerca de Madrid. Muy cerca de todas partes, en
realidad. Es muy silencioso y tranquilo, muy visitado por amigos, muy
fresco en verano y muy cálido en invierno... Pero, por muchos “muy”
que ahora tenga en mi vida, no hay día que no eche de menos aquel
olor a papel de mi cuarto, que está a cien kilómetros de mi.
Hoy,
he regresado a mi pueblo; pero antes, he intentado, en vano, hacer un
hueco en mi ático para poder volver cargada con mis 354 historias.
He cambiado el televisor al sitio del sofá, el sofá adonde la
librería, la librería al rincón de la música, y la música,
inevitablemente, ha tenido que ir a parar adonde en un principio
estuvo el televisor; con lo cual, todo ha acabado como estaba al
principio (bueno, algo peor, porque para poder ver la tele desde el
sofá, ahora tengo que torcer mucho el cuello y sortear la librería).
Al menos, tras haber reorganizado la casa entera y haberse pasado por
mi cabeza la truculenta idea de deshacerme de la nevera y el bidé,
he conseguido sitio suficiente para traerme unos diez libros de
doscientas páginas. No ha estado mal (si lograba rescatar dos mil
páginas llenas de risas, de amores, de aventuras, de desventuras, de
terrores y demás tramas, me daba por satisfecha).
He
recorrido feliz los setenta kilómetros de autovía más los
veintiocho de carreteras nacionales que hay hasta llegar a mi pueblo
(si no os salen las cuentas, es porque que me he comido los dos
kilómetros de caminos vecinales de Seseña donde se ponen unas
prostitutas muy simpáticas, que a fuerza de verme pasar por allí
cada día, me saludan y sonríen –creo que eso da para otra historia, ahora
que lo pienso–). Pero, una vez que he estado delante de mis 354 novelas, me
he dado cuenta de que no iba a ser capaz de llevarme conmigo solamente diez, porque me sería tan complicado como lo fue para Meryl
Streep elegir entre cual de sus dos hijos salvar de las garras de los
nazis en “La decisión de Sophie” (por cierto, ese libro también
está en mi cuarto, colocado en riguroso orden alfabético a la
izquierda de “La tumba del irlandés”). Así que, me he dado
media vuelta, y me he vuelto consternada y con el maletero vacío.
Aun así, esta
noche, en mi maravilloso ático desde el que casi se toca el cielo,
mientras mire el televisor torciendo mucho el cuello para poder
sortear así la librería, me alegraré de haber tomado esa difícil
decisión; porque podré pensar que todas esas vidas, esos personajes y esas
historias que he dejado tan lejos dentro de los millones de páginas
de la “A” (“A imagen y semejanza” de Mario Benedetti), a la
“Z” (“Zalacaín el aventurero” de Pio Baroja); en ese mismo
momento estarán a salvo de todo, en mi habitación, apestando a
penetrante y maravilloso olor a papel.