SILENCIOS DE VIENTO
Anteayer,
cuando ya estaba metida en la cama, Andrés me contagió su insomnio
por whatsaap. Unos pocos mensajes fueron suficientes para que me
quedase un buen rato pensando en todo lo que le había pasado
últimamente. Confieso que no le habría contestado sin la rotundidad
de su primera frase; pero lo hice, la leí y dejé que aquellas
líneas espantasen al sueño.
“Me
estoy arrepintiendo de haber abandonado el pueblo donde siempre tocan
las campanas, para venirme adonde siempre sopla el viento”,
escribió, e imaginé su ceño fruncido mientras esperaba a que yo lo
leyese, preguntándose si estaba entendiendo el sentido de la frase.
Claro que lo entendía.
Ángela,
después de muchas peleas, de muchos perdones y de muchas tiritas
puestas en su relación con Andrés, un buen día se fue de casa. Ya
lo había hecho otras veces (salir dando un portazo y volver a tocar
el timbre tres minutos después, cuando su instinto de supervivencia
volvía de golpe, deseando salvar lo suyo con aquel hombre), pero,
aquel día sucedió de otra manera. La falda en volandas por la prisa
de irse, el portazo sonoro, los tres minutos de rigor. Todo igual,
excepto la cara de miedo de Andrés esperando desde dentro el toque
de los nudillos de Ángela en la puerta. Aguardó un momento antes de
abrir; le pareció que un golpe de viento colaba el perfume de la
mujer por el ojo de la cerradura; seguro que seguía de pie,
esperando en el rellano. Pero ella no estaba, y después del abrir y
cerrar para descubrirlo, corrió a asomarse a la calle desde la
ventana del salón, porque un momento antes había escuchado una
sirena. Un segundo después, se odió a sí mismo por esperar ver a
Ángela tirada en la calzada antes que asumir que se había ido para
siempre; pero vio las botas de terciopelo de la mujer doblando la
esquina y, entonces, comprendió que no volvería.
Después
de varios meses de espera y de caer en picado, como un chiquillo,
Andrés decidió echar la culpa de su ruptura a cualquier cosa menos
a lo que realmente la tenía; así que, obsesionado, arremetió
contra aquel incansable doblar de campanas de la torre de la iglesia
que daba los cuartos, las medias y las enteras tanto de noche como de
día, según él, sin que nadie tuviese en cuenta el daño
psicológico y las tragedias amorosas que aquello podía llegar a
causar entre los vecinos. Dos semanas de insomnio severo fueron
suficientes para que, en el trabajo, le diesen un descanso por
estrés, y decidiese cambiar aquel tormentoso repique de campanas de
su pueblo de Burgos por las playas de Tarifa.
Tardé
en contestar al mensaje de Andrés. Pensé que cualquier cosa que le
dijese le haría daño; todo duele cuando se está confuso, cuando se
echa de menos a quien has perdido, así que le contesté con una
pregunta “¿tampoco te deja dormir el ruido del viento?” Me
escribió que no había logrado dormir ni una sola noche desde que
había llegado allí, pero que, en realidad, la culpa era de aquel
terrible silencio de campanas que no le dejaba escuchar el ruido del
viento.
Intercambiamos
un par de mensajes más y nos despedimos. Los dos seguimos
despiertos; él echando de menos a Ángela; y yo, apagando la luz con
la sensación de haber leído el final de una buena novela.
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