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viernes, 28 de agosto de 2015




BUENOS DÍAS, FANTASMAS



     Finjo que no me gusta que vengan, porque les tengo un poco de miedo; pero, en realidad, el día que no lo hacen, les echo en falta. Suelen aparecer a la vez que el olor de mis tostadas. Antes de que las primeras migas, crujientes y doradas, caigan al plato en triple salto mortal barridas por mi cuchillo pringado en mantequilla, ya están sentados a la mesa.
     Llegan solos, o a veces acompañados; y en ocasiones, para quedarse días enteros hasta que logran persuadirme. Pero luego, en cuanto consiguen lo que buscan, se esfuman para siempre.
     Juan y Luis fueron los últimos que se instalaron en mi cocina; con sus nombres vulgares, sus caras corrientes y sus pasados mediocres. El uno, con un traje de marca, y el otro, con la misma gabardina sobada de siempre, pero los dos pidiéndome lo mismo. Que recuperase el momento más brillante de sus pasados, eso querían. En un principio me negué, porque me parecía terrible tener que decirles que sus vidas habían sido tan anodinas que lo único que había merecido la pena en ellas, al menos para mí, había sucedido en un breve espacio de tiempo de apenas unos segundos. Pero, al final, tuve que acceder, porque en cuanto me puse a recordarlo ya no hubo manera de que ninguno de los dos quisiera moverse de mi cocina. Así que me puse a escribir.

     En aquellos tiempos en que yo era librera, jamás reparé en los ojos de Juan; eran como todo en él, grises e insípidos. Sólo me fijaba en sus trajes perfectos y en los relojes que asomaban bajo la manga de su chaqueta cada vez que éste, me pasaba por encima del mostrador los libros que regularmente venía a donar a mi establecimiento porque ya no cabían en las estanterías de su casa. Así que, a las pocas semanas de conocerle y de ir arrinconando sus libros inservibles por todas partes, ya sabía de él que tenía dos rolex casi idénticos y dos trajes azules, dos negros y uno color antracita; pero, absolutamente nada, de la inmensa pena que le daba desprenderse de aquellos viejos libros cada vez que los dejaba en mi tienda.
     Antes de continuar, debo aclarar que “en aquellos tiempos”, aunque yo lo creyese porque me dedicaba a vender libros, en realidad, aún no era librera. Fue algo después, a fuerza de admirar y de oler las tapas de los libros, de abanicar mi cara pasando una y otra vez sus hojas, y de acariciar miles de páginas hasta que el olfato de las yemas de mis dedos aprendieron a distinguir entre una buena cosecha de papel satinado y otra mala, cuando por fin, pude considerarme librera.
     Aún no lo era, de hecho, cuando Luis, también por aquellos tiempos, empezó a venir por mi librería. El hombre miraba, hojeaba y releía hasta no haber dejado una sola baldosa sin pisar, y luego, se acercaba a la pila de libros usados que me había donado Juan (a los que mi, aún ausente, alma de librera, no tardó en ponerles el precio simbólico de veinte céntimos la unidad por la prisa que me entró por quitar trastos de en medio) y se llevaba diez o doce; dejándome con la sensación, cuando se marchaba, de que su aspecto apagado y mate había atenuado ligeramente los colores de la sección infantil. Quizá por eso, porque aún no era una auténtica librera, a los pocos días de conocerle ya sabía de él que sólo tenía una gabardina, que jamás usaba reloj y que su famélico bolsillo apenas le permitía comprar libros; pero, no tenía ni idea de lo dichoso que le hacía poder llevarse, a cambio de unas pocas monedas, todas aquellas historias que ya habían sido leídas por otros.
     El caos de volúmenes viejos que empezaban a apilarse por los rincones, sólo duró unas semanas. Debo decir que aquel nuevo y extraño equilibrio me sorprendió; pero me encantaba aquel recién estrenado trasiego de libros que parecía sincronizado, y que sin ellos saberlo, empezaron a pasar de manos de uno, que los traía cada viernes a última hora, a las del otro, que se los llevaba cada lunes nada más abrir la tienda. Creo que fue por entonces, y a causa de aquel repetitivo trasvase de historias ya leídas y del contacto con el polvo de las esquinas medio deshechas de todas aquellas páginas, que mis manos empezaron a curtirse como las de una librera. Por eso, aquel miércoles de aquella única semana en que nuestra rutina de libros usados se vio trastocada, reparé por primera vez en los ojos de aquellos dos hombres.
     Vete tú a saber el por qué de que Juan faltase a su cita de todos los viernes para traerme sus libros y Luis a la de todos sus lunes para llevárselos; pero, el caso, es que al declinar la tarde del miércoles de aquella misma semana, la casualidad quiso que coincidiésemos los tres bajo el quicio de la estrecha puerta de mi librería, que yo, solícita, sujeté mientras Luis salía con su compra, y Juan entraba con su donación. Y entonces, fue cuando sentí que mi alma primitiva que siempre había amado las letras, irrumpía con toda su fuerza para empezar a formarme como la auténtica librera que siempre había querido ser, porque los diez segundos siguientes me parecieron fantásticos.
     Inevitablemente, aunque seguí sujetando la puerta, mi personaje se esfumó de la escena en cuanto se produjo el primer cruce de miradas entre los dos hombres. En su primera ojeada, cada uno examinó con curiosidad el paquete de libros que el otro llevaba entre las manos; pero después, ambos debieron de comprender lo que estaba ocurriendo; y un segundo más tarde, en cuanto sus ojos se reunieron, me hicieron comprender a mí lo equivocada que siempre había estado por haberlos creído vacíos y grises y no apasionados por la literatura, como los veía ahora. Los de Juan, brillantes y algo achinados por la sorpresa, y pareciéndome que decían a los de Luis: “ahora, puedo estar tranquilo, sabiendo que mis libros estarán en buenas manos”; y los de Luis, con las comisuras también sonrientes y un poco achinadas en agradecimiento, y haciéndome creer que estaban contestando a los de Juan: “no lo dudes, conmigo, estarán mejor que con nadie”. Se dieron las buenas tardes, y a partir de ese momento, cada uno seguimos por nuestro camino; uno donando historias, otro acogiéndolas, y yo, siguiendo con mi formación de apasionada por la vida y por las letras.

     Es curioso, pero acabo de poner el punto y final y de nuevo me encuentro sola, en mi cocina, a punto de guardar la tostadora en el armario y mi última historia recién escrita en mi carpeta de relatos.
































miércoles, 26 de agosto de 2015


LA PLAGA DE “LAS BARRIGUITAS”



     Qué engañados nos tenían los que escribieron el antiguo testamento. Bueno, concretamente, los autores del Pentateuco. Aunque, después de todo, creo que sólo voy a echarle la culpa al que se encargó de escribir el Éxodo (pido perdón; pero, con esa costumbre que tenían los antiguos de escribir un libro entre quince o veinte, me confunden un poco) En fin; éste último, fue quien nos vendió el cuento de que fueron diez las plagas que cayeron sobre los egipcios, pero yo sigo diciendo que fueron once. Por cierto, pobres, los egipcios, que pasaron años enteros sufriendo los incordios de ranas caídas del cielo, mosquitos, langostas y demás historias “toca-huevos”; y total, por la terquedad de no dejar pasar la aduana a los esclavos israelitas para que adorasen a su dios. Que digo yo, menudo dios poco espabilado ¿acaso no pensó que si los suyos estaban en Egipto también las iban a sufrir? En fin...que me voy del tema.



     Pues sí, en los vestuarios de mi curro hay una plaga de embarazadas. Ya sé que estaréis pensando: ¿y a ti qué más te da?. Y el caso es que reconozco que debe ser mucho más molesto que te caigan batracios en la cabeza que compartir vestuarios con seis compañeras que lo único que tienen es la barriga un poco más hinchada que la mía; además, en un momento dado, van desapareciendo, una por una, con su parte de baja bajo el brazo como si se las tragara la tierra. Pero, cuando os dé dos o tres datos más, os aseguro que os harán pensar.

     ¿Cómo os quedáis si os digo que de veinte que somos, se van quedando preñadas de izquierda a derecha?. Algo normal, ¿a que sí?. ¿Y si continúo diciendo que las embarazadas se alternan; o sea, la de una taquilla sí, la de la siguiente no...y así, hasta seis barrigas?. Además de normal, gracioso, ¿verdad?. Bueno, pues hay algo más: entre panza y panza, viene habiendo una diferencia temporal de cuatro meses. ¡Demasiado casual como para pensar que no hay nada raro detrás!.

     Por mí no hay problema, porque no creo en esas chorradas. Pero, lo cierto, es que mañana mismo voy a pedir un cambio de taquilla, porque entre Rebeca (la última embarazada) y yo, solamente queda Eva; y si la divina providencia viene siendo tan “graciosilla” como hasta el momento, en un mes exactamente, la que aquí escribe y suscribe corre el gran peligro de quedarse encinta. Y lo peor de todo no es eso, sino que tendré que releer la Sagrada Biblia para corregir los errores de las plagas; eso sí, con sumo cuidado para no derramar el frasco de tipex sobre ningún versículo que sea decisivo para la humanidad.

miércoles, 19 de agosto de 2015


     Para Mimi; porque llevo dos días sin saber de ella, y creo que se podría estar acercando demasiado a la tierra.

UNA ESTRELLA ERRANTE



     Anoche, en el bus, leí algo en una hoja de periódico que alguien había tirado bajo mi asiento. “La amenaza de la enana roja”, decía el título llamando mi atención con sus grandes letras mayúsculas y negras. En el trayecto hasta casa, tan sólo pude leer la parte en que explicaban que la enana roja, una estrella errante de nombre “Próxima Centauri”, se había aproximado tanto a nosotros (a sólo cuatro millones de años luz) que podía desestabilizar el equilibrio de nuestro sistema solar provocando una auténtica lluvia de cometas contra la tierra y poniéndonos en peligro. Pero, las puertas del bus se abrieron invitándome a bajar; con lo cual, aquella hoja de periódico volvió a quedarse tirada bajo mi asiento.
     Cuando llegué a casa, estaba tan cansada que me quedé dormida en el sofá. Y soñé. Soñé con el cielo, pero a mi manera; y no de la forma fría y aséptica como aquel par de astrónomos me lo habían pintado en aquella hoja de periódico arrugada.
     Soñé con ella. Y creo que lo hice porque sé que adora las estrellas, o porque las necesita, o simplemente porque los sueños son así; pero, el caso es que soñé que ella era la enana roja a quien todo el mundo temía (vaya paradoja, ella, que le tiene miedo a todo y a todos, que sólo quiere que sus problemas se esfumen para ser libre, que vendería su alma al diablo a cambio de vagar eternamente en el espacio infinito para dejar de tropezarse con su pasado y con su futuro).
     En fin; en mi sueño, aunque ella se sentía frágil, sabía que era poderosa, que nos tenía a todos en vilo, y que con un sólo movimiento erróneo en su ir y venir errático podría aproximarse a la tierra, tanto, tanto, que esa lluvia de cometas acabaría por fin consigo misma y con todo lo que le torturaba. De hecho, a la mitad de mi pesadilla, estuvo a punto de conseguirlo. Pero yo, que, aunque ella no se lo crea, estoy aprendiendo a quererla, tomé las riendas y cambié su rumbo consiguiendo que se alejase unos cuantos años luz de todo lo que le atormentaba; y lo hice porque, desde la lejanía, su perspectiva sería otra y conseguiría ser feliz. Al menos, en mis sueños ya empezaba a serlo.

     Lo más extraño de todo, es que esta mañana, al coger el bus, en el asiento de al lado había un periódico pulcramente doblado cuyos titulares decían: “Estrepitoso error de cálculo en el estudio de dos astrónomos noruegos. No son cuatro, sino cuatro mil, los años luz que nos separan de la amenazante enana roja, Próxima Centauri”.

viernes, 14 de agosto de 2015


TIEMPO DE CENIZAS




     Uno, dos, tres, cuatro... Xoan cronometra mentalmente los segundos. Está casi seguro de que esta vez aguantará uno más; pero, unas décimas antes de llegar al quinto, saca la mano de la chimenea porque es incapaz de soportar los lametazos de fuego que están devorando las hojas de papel arrugado, las piñas y las ramas secas que, unos minutos antes, él mismo ha prendido en forma de pequeña pira.

     ¡Buuuu! Bromea Candela, imitando el susurro de un fantasma muy cerca del oído del chico, que la imagina a su espalda, sonriente y con cara de pícara; preciosa, gracias al temblor de la penumbra provocado por el fuego. Le apena no poder quererla un poco más. A veces, piensa que tan sólo consideró la idea de estar con ella por culpa de su nombre “Candela, me llamo Candela”, le dijo un buen rato después de conocerse, y a partir de entonces, empezó a mirarla con otros ojos. Xoan, siente el aliento tibio y próximo de la chica en su nuca, y se acuclilla con la escusa de alimentar la hoguera y así desentenderse de un posible abrazo.

     “No son fantasmas quienes vendrán esta noche, Candela, sino las almas de los difuntos, ¿recuerdas?” le dice el muchacho con la misma ternura cansina con que se lo diría a un niño que no aprende las cosas a pesar de habérselas repetido docenas de veces. Candela, es madrileña castiza, y a veces confunde y mezcla los detalles de las tradiciones gallegas que él y su familia celebran tan a rajatabla. Por eso, la muchacha no entiende muy bien el por qué de algunas de las cosas de las que tendrá que ocuparse en esta última noche de octubre; pero las hará por respeto. Acompañará a Roque y a Antoñina a repartir bolsas de castañas por toda la casa; se tiznará la cara con ceniza junto a los pequeños, Roman y Camino, para repartir sustos entre los mayores; escuchará las historias que cuenten los abuelos, para, así, permanecer en vela y poder rogar que las “almiñas” de sus difuntos puedan salir del purgatorio; y ayudará a Xoan a elegir la madera más dura que haya en la leñera, para echarla a la chimenea a lo largo de la noche y mantener vivas sus brasas hasta que amanezca.


      Esta noche, Xoan está tranquilo, a pesar de todo. Quién le iba a decir a él que sumergir las manos en el agua, le iba a aportar tanta calma. Después de bogar, ha lanzado los remos lo más lejos que ha podido, y no les ha quitado ojo hasta que un último y suave burbujeo los ha terminado de engullir. Y después, sin querer, ha hundido las manos en el agua y se ha relajado.

     No habría podido llegar hasta el centro exacto del lago, en una noche tan cerrada como ésta, sin la brújula de su padre que aún tiene en el bolsillo; le cuesta deshacerse de ella, pero un rato más tarde, la lanzará también al agua, en la misma dirección en la que ha tirado los remos, para que mañana no se vuelvan locos buscando. Pronto le echarán de menos en la casa. Debería darse prisa; pero la paz que le transmite la caricia del agua le hace rezagarse. Ojala su relación con el fuego hubiese sido igual de satisfactoria.



     El fuego engolosinó a Xoan el día que robó su primera cerilla y que, para poder prenderla a gusto, tuvo que esperar escondido bajo una cama hasta que todos salieron de casa. Así fue como en su íntimo escondite, y a solas, confluían por primera vez el sonido de un fósforo al rasparlo contra el suelo, el chasquido de una chispa en la oscuridad y la luz azafranada apareciendo de la nada, que junto a la fascinación que, ya en otras ocasiones, había sentido por el fuego, terminaron por enamorar irremediablemente al muchacho. Más tarde, la explosión de su adolescencia, coincidiendo con el hurto de una última cerilla y con la compra de su primer mechero, motivó a Xoan para que engordase sus pequeños incendios provocados, como un padre precoz que, equivocadamente, ceba a sus hijos por el ansia de verles crecer más deprisa. Papeleras, contenedores de basuras, coches, pequeños huertos abandonados, grandes sembrados ya medio tostados por el sol... A pesar de que los montones de sus cenizas cada vez eran más grandes, su insatisfacción, sin embargo, no adelgazaba; empezó a sentirse como un enamorado cuyo deseo aumenta por momentos, al que su amante le prohíbe el más leve de los roces. Aún así, el chico continuó con su abrasadora, pero frustrante rutina. Pero un día, y a una sola semana de la noche de los difuntos, despechado y cansado, deliberadamente dejó que todo se le fuese de las manos. Vació la lata de gasolina a los pies de un frondoso cedro que, totalmente erguido, buscaba la luz del sol desde el interior de un bosque cercano a su pueblo. El jugueteo del viento, con su ir y venir entre el norte y el sur, ayudado por la pequeña deflagración de su mechero, se encargaron de hacer el resto; mientras, Xoan, a lo lejos, comprendía que jamás, nada, conseguiría saciar su vida por completo.



     Ahora, Xoan, saca las manos del agua y las reseca en su pantalón, pensando en el trasiego de almas entre el más allá y el más acá que ya habrá comenzado en esta última noche de octubre. Lanza la brújula al lago, junto a la oscura y profunda soledad de los remos; y, sin demorarse por más tiempo, con movimientos estudiados, continúa con el plan que tenía trazado desde hacía tiempo, preparando los detalles para su última cita de enamorados.

     Echa una última mirada a su alrededor, reclamando a su amante que venga a su lado; y para ello, lanza al fondo de la barca, embadurnado en gasolina,  una cerilla encendida.

     En cuanto las llamas se le acercan, veloces y rabiosas, Xoan va contando por última vez los segundos, esta vez eternos, de su primera caricia...uno, dos, tres, cuatro, cinco...
















sábado, 8 de agosto de 2015


POR COSAS ASÍ





     Por ser mujer, por no ir a la iglesia, por ser de izquierdas y saber leer, por enamorarse de un chico republicano, por tener ideas diferentes, tanto por decirlas como por callarlas.

     De verdad ¿se puede morir por cosas así?

     Sí, hace setenta y seis años, en un día como el cinco de agosto, trece mujeres murieron por cosas así.

martes, 4 de agosto de 2015



EVOLUTIONARY HISTORY

(HASTA QUE SE ESTANCÓ)



     Si todo iba como la seda en la prehistoria (el desarrollo de nuestra inteligencia unido a nuestra creatividad dibujaba una línea ascendente vertiginosa), entonces ¿en qué momento, aquello se estancó?

     Creo que lo sé, así que, intentaré hacer un breve repaso.



Todo empezó con el “homínidus bípidus”, el primero que tuvo “huevos” para andar sobre dos pies. Más tarde, llegó “Miguelón”, el de Atapuerca (éste, por lo visto, era listo de narices). Después, aparece el fuego y se construye Altamira (al fin, alguien se da cuenta de que es mejor vivir en un chalecito que al raso). Llegaron los Neolíticos, con el cobre y con la rueda. Y, luego, aparecen los Mesopotámicos, con sus primeros documentos escritos, los primeros bronces y los primeros hierros. Los Mayas, dieron un gran salto (éstos, eran los “putos amos”, sí señor; sabían incluso contar). Y más tarde, empezaron a liarla parda los griegos y los romanos (que tampoco eran tontos, ya que sin dar un palo al agua, vivían de vicio). Hasta aquí todo fue bien; progresando poco a poco ¿no os parece?.

     Bueno, pues, según mi teoría, es con el “Homo-Technológicus” (último eslabón hasta el momento), con el que queda paralizada cualquier futura posibilidad de ascenso.

     Pues sí, aunque, en un principio, la tecnología y sus grandes avances nos dejase deslumbrados ¡Ojo! no cometamos el error de delegar totalmente en ella porque, aunque la creamos infalible, no lo es. Voy a explicarme un poco, que no quiero que penséis que soy tan anticuada como una vajilla Luis XV.


1- Internet es nuestro guía:

  • En nuestras compras: yo, ya no sé si el azul pega con el verde si no me lo dice google.
  • En nuestras conversaciones: si no es por chat, no se nos saca del “¿que tal?...bien, ¿y tú?...también, pero, tú, entonces ¿bien, no?...).
  • En la búsqueda de amigos: mis últimas amistades no cibernéticas, creo recordar que las hice en los noventa; lo sé porque de fondo sonaba el tema “I don´t wanna miss a thing” de Aerosmith.


2- Facebook, Twitter y demás redes sociales:

  • Nos ofrecen frases hechas para compartir en todos los ámbitos: para ligar, para amar, para odiar, para discutir, para cortar relaciones, para agradecer a nuestra suegra el hijo que ha parido… Ya, ni nos paramos a pensar o meditar (meditar…¿y eso...qué es?).


3- El móvil:

  • Somos sus esclavos. Cada diez minutos, esperamos una llamada vital; y si no es así ¿por qué limpiamos su pantalla, exactamente, cada diez minutos?.


4- El GPS:

  • ¿Ha desaparecido la señal de vuestro GPS en pleno túnel de la M-30, alguna vez? A mí si; y os juro que me quería morir (A dios pongo por testigo, que en mi coche ya no monta nadie que no lleve un móvil 4G de última generación con google maps).


5- Los correctores automáticos:

  • Éstos, me están haciendo perder el poco talento que yo tenía para escribir. Me entran ganas de llorar cada vez que tengo que escribir algo en un papel y me enfrento a una palabra con “B” o con “V”. Y a la “H” le tengo pánico (estoy pensando en pasarme a la pintura o a la música, y dejar la literatura).


     En fin, resumiendo, que llega un momento en que, hagas lo que hagas, nunca tienes la satisfacción de haberlo hecho tú mismo, porque la tecnología, ya sea alta, baja o media pulula siempre a nuestro alrededor como un ente que te facilita la vida. Y es entonces cuando empiezo a preguntarme ¿de verdad, deseo yo tener una vida tan simple? Y es por todo esto y por alguna otra cosa que se me habrá quedado en el tintero, por lo que, a veces, me siento como “Chaplin” en la película “Tiempos modernos”, un poco “acojonadilla” y con miedo a que haya un gran apagón; porque, entonces, sé que no podría sobrevivir ni como una auténtica “Homo Technológicus”, ni como uno de nuestros antepasados, el “Homínidus bípidus”, que fue quien, con sus ideas modernistas, empezó a liarla parda.


GAS STATION OF HORRORS




     Estás tan tranquilo; tumbado en el sofá con el ventilador del techo mareado después de horas dando vueltas sobre tu ombligo; fresquito, con un vaso rebosante de hielos nadando dentro de tu refresco; reposando el plato de judías de Tolosa y el de caldereta de cordero regado con un buen vino manchego, seguido por los correspondientes postre y café que te han servido en un restaurante muy coqueto que hay a la vuelta de la esquina. Pero, de repente, tienes la feliz idea de ir a la gasolinera “ahora, que habrá poca gente, y para no ir mañana que es domingo y que da muchísima pereza”.

     Te vas acercando, pero como vas distraído (pensando en qué vas a cenar, a pesar de que acabas de meterte entre pecho y espalda el plato de judías, el de cordero, la tarta de queso con arándanos y el café bombón con un buen pegote de nata) te embocas en el surtidor número cuatro, que es el que acostumbras a usar, sin darte cuenta de la enorme cola de vehículos que esperan delante de ti.

     Cuando caes en la cuenta de que has elegido el peor de los días (nada más y nada menos que el primer fin de semana de operación salida de agosto) para ir a una de esas gasolineras que se parecen al “Ikea” (una de esas tiendas en las que te lo tienes que hacer todo tu sólo: elegir producto, buscarlo, cargarlo en el carro y montarlo una vez que te lo has llevado a casa); como digo, sólo entonces es tarde para dar marcha atrás, ya que a tus espaldas acaban de colocarse otros cuantos incautos como tú, pesados y cabezotas que no piensan moverse ni unos centímetros para dejarte recular. Pero, en fin, ya que estás de esa guisa, decides quedarte.

     Dentro de la gasolinera, vuelves a hacer otra cola para que abran tu surtidor, detrás de veinte personas que tienen dudas existenciales porque no saben si elegir una bolsa de Doritos Extreme o una chocolatina Mars (que digo yo, si no son incompatibles, ni mezclan tan mal como el vino tinto con el marisco ¿por qué no se cogen ambas?).

     En fin, veinticinco minutos después sigues delante del surtidor, tratando de adivinar cual será el del diésel normal, si el verde, el negro, el blanco o el dorado; y, una vez resuelto el dilema, poniéndote perdidas las manos de gas-oil (entre otras sustancias pringosas que mejor ni piensas qué podrían ser) porque, claro, como sólo habían preparado cien guantes de plástico, pero hemos ido doscientas personas y cada una tenemos dos manos, pues se han acabado antes de la cuenta.

     Escurrida hasta la última gota del combustible (pues los precios están por las nubes) cantas victoria antes de tiempo porque se te olvida que tienes que volver a entrar a la gasolinera y hacer una nueva cola para pagar; esta vez con una pequeña ventaja: los clientes ya tienen en su poder la bolsa de Doritos extreme o las chocolatinas (recordad, nunca ambas) y por lo tanto, ahora, la espera se hace más leve.

     Pero, hay que pasar una última prueba antes de volver al sofá, para beber ese refresco que ya estará sin hielos y para continuar con la película que habías empezado a ver, y que ya estará medio terminada (una chorrada de película, pero por la que, de repente, sientes un deseo enorme de no perderte su final). Bueno, pues volviendo a esa última prueba de la que hablaba: hay que contestarle al señor de la gasolinera a los millones de preguntas que te hace sobre si tienes tal o cual tarjeta de crédito, de puntos y de promociones, además de contestarle, lo más educadamente que puedas, que no, que no necesitas comprar ni una bolsa de Doritos extreme, ni una chocolatina Mars.


     Y ahora, decidid vosotros: ¿”Gas station of horrors” es, o no es un buen título para una película de terror?



sábado, 1 de agosto de 2015


     
A LO LEJOS, TE REENCONTRÉ
Finalista III Concurso de microrrelatos "Marzo-relatos" de Espartinas (Sevilla)


     ¡La felicidad! No existe palabra peor utilizada por mí que ésta. Creí poder hallarla tras el último dígito de aquel boleto premiado. Así que lo dejé todo atrás y devoré kilómetros, buscándola detrás de cada esquina que doblaba en mis viajes de ensueño, desde Valparaíso a Osaka. Me abrí de brazos necesitando inspirarla, al igual que un pez para poder vivir, milagrosamente, extrae el oxígeno del agua. Nada. Desesperado, seguí rastreando; pero únicamente cuando planté mis pies exactamente en tus antípodas, comprendí que si quería encontrarla tan solo debía volver sobre mis pasos.