BUENOS
DÍAS, FANTASMAS
Finjo
que no me gusta que vengan, porque les tengo un poco de miedo; pero,
en realidad, el día que no lo hacen, les echo en falta. Suelen
aparecer a la vez que el olor de mis tostadas. Antes de que las
primeras migas, crujientes y doradas, caigan al plato en triple salto
mortal barridas por mi cuchillo pringado en mantequilla, ya están
sentados a la mesa.
Llegan solos, o a veces acompañados; y en ocasiones, para quedarse
días enteros hasta que logran persuadirme. Pero luego, en cuanto
consiguen lo que buscan, se esfuman para siempre.
Juan y Luis fueron los últimos que se instalaron en mi cocina; con
sus nombres vulgares, sus caras corrientes y sus pasados mediocres.
El uno, con un traje de marca, y el otro, con la misma gabardina
sobada de siempre, pero los dos pidiéndome lo mismo. Que recuperase
el momento más brillante de sus pasados, eso querían. En un
principio me negué, porque me parecía terrible tener que decirles
que sus vidas habían sido tan anodinas que lo único que había
merecido la pena en ellas, al menos para mí, había sucedido en un
breve espacio de tiempo de apenas unos segundos. Pero, al final, tuve
que acceder, porque en cuanto me puse a recordarlo ya no hubo manera
de que ninguno de los dos quisiera moverse de mi cocina. Así que me
puse a escribir.
En aquellos tiempos en que yo era librera, jamás reparé en los
ojos de Juan; eran como todo en él, grises e insípidos. Sólo me
fijaba en sus trajes perfectos y en los relojes que asomaban bajo la
manga de su chaqueta cada vez que éste, me pasaba por encima del
mostrador los libros que regularmente venía a donar a mi
establecimiento porque ya no cabían en las estanterías de su casa.
Así que, a las pocas semanas de conocerle y de ir arrinconando sus
libros inservibles por todas partes, ya sabía de él que tenía dos
rolex casi idénticos y dos trajes azules, dos negros y uno color
antracita; pero, absolutamente nada, de la inmensa pena que le daba
desprenderse de aquellos viejos libros cada vez que los dejaba en mi
tienda.
Antes de continuar, debo aclarar que “en aquellos tiempos”,
aunque yo lo creyese porque me dedicaba a vender libros, en realidad,
aún no era librera. Fue algo después, a fuerza de admirar y
de oler las tapas de los libros, de abanicar mi cara pasando una y
otra vez sus hojas, y de acariciar miles de páginas hasta que el
olfato de las yemas de mis dedos aprendieron a distinguir entre una
buena cosecha de papel satinado y otra mala, cuando por fin, pude
considerarme librera.
Aún no lo era, de hecho, cuando Luis, también por aquellos
tiempos, empezó a venir por mi librería. El hombre miraba, hojeaba
y releía hasta no haber dejado una sola baldosa sin pisar, y luego,
se acercaba a la pila de libros usados que me había donado Juan (a
los que mi, aún ausente, alma de librera, no tardó en ponerles el
precio simbólico de veinte céntimos la unidad por la prisa que me entró por quitar trastos de en medio) y se llevaba diez o doce; dejándome con
la sensación, cuando se marchaba, de que su aspecto apagado y
mate había atenuado ligeramente los colores de la sección
infantil. Quizá por eso, porque aún no era una auténtica librera,
a los pocos días de conocerle ya sabía de él que sólo tenía una
gabardina, que jamás usaba reloj y que su famélico bolsillo apenas
le permitía comprar libros; pero, no tenía ni idea de lo dichoso
que le hacía poder llevarse, a cambio de unas pocas monedas, todas
aquellas historias que ya habían sido leídas por otros.
El caos de volúmenes viejos que empezaban a apilarse por los
rincones, sólo duró unas semanas. Debo decir que aquel nuevo y
extraño equilibrio me sorprendió; pero me encantaba aquel recién
estrenado trasiego de libros que parecía sincronizado, y que sin
ellos saberlo, empezaron a pasar de manos de uno, que los traía cada
viernes a última hora, a las del otro, que se los llevaba cada lunes
nada más abrir la tienda. Creo que fue por entonces, y a causa de
aquel repetitivo trasvase de historias ya leídas y del contacto con
el polvo de las esquinas medio deshechas de todas aquellas páginas,
que mis manos empezaron a curtirse como las de una librera. Por eso,
aquel miércoles de aquella única semana en que nuestra rutina de
libros usados se vio trastocada, reparé por primera vez en los ojos
de aquellos dos hombres.
Vete tú a saber el por qué de que Juan faltase a su cita de todos
los viernes para traerme sus libros y Luis a la de todos sus lunes
para llevárselos; pero, el caso, es que al declinar la tarde del
miércoles de aquella misma semana, la casualidad quiso que
coincidiésemos los tres bajo el quicio de la estrecha puerta de mi
librería, que yo, solícita, sujeté mientras Luis salía con su
compra, y Juan entraba con su donación. Y entonces, fue cuando sentí
que mi alma primitiva que siempre había amado las letras, irrumpía
con toda su fuerza para empezar a formarme como la auténtica librera
que siempre había querido ser, porque los diez segundos siguientes
me parecieron fantásticos.
Inevitablemente, aunque seguí sujetando la puerta, mi personaje se
esfumó de la escena en cuanto se produjo el primer cruce de miradas
entre los dos hombres. En su primera ojeada, cada uno examinó con
curiosidad el paquete de libros que el otro llevaba entre las manos;
pero después, ambos debieron de comprender lo que estaba ocurriendo;
y un segundo más tarde, en cuanto sus ojos se reunieron, me hicieron
comprender a mí lo equivocada que siempre había estado por haberlos
creído vacíos y grises y no apasionados por la literatura, como los
veía ahora. Los de Juan, brillantes y algo achinados por la
sorpresa, y pareciéndome que decían a los de Luis: “ahora, puedo
estar tranquilo, sabiendo que mis libros estarán en buenas manos”;
y los de Luis, con las comisuras también sonrientes y un poco
achinadas en agradecimiento, y haciéndome creer que estaban
contestando a los de Juan: “no lo dudes, conmigo, estarán mejor
que con nadie”. Se dieron las buenas tardes, y a partir de ese
momento, cada uno seguimos por nuestro camino; uno donando historias,
otro acogiéndolas, y yo, siguiendo con mi formación de apasionada
por la vida y por las letras.
Es curioso, pero acabo de poner el punto y final y de nuevo me
encuentro sola, en mi cocina, a punto de guardar la tostadora en el
armario y mi última historia recién escrita en mi carpeta de
relatos.