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jueves, 15 de octubre de 2015


HISTORIAS DE PERDEDORES



     Esta es la historia de un bohemio, una romántica, y una soñadora. Me pregunto por qué siempre pierden los mejores.

     Eugenio, desde que nació, estaba destinado a reponer las estanterías del súper de sus padres. Pero un buen día, decidió que iba a comerse el mundo con su guitarra a cuestas; enamoraría a todas las chicas, y sólo volvería a respirar aires que oliesen a hierba para que abriesen su mente y así componer canciones de las que alimentarse.
     Reconozco que me encandiló el mismo día que clavó sus pómulos huesudos en mi cara cuando mi hermano nos presentó; tan delgado y con su pelo negro interminable. Pero, un buen día le perdimos el rastro y dejamos de saber de él. Después, alguien nos contó que le había visto por los intestinos de Madrid, pidiendo en el metro las monedas justas para poder sobrevivir, a cambio de los lamentos que le arrancaba a su guitarra.
     Han pasado muchos años, ya no tiene edad para seguir engañándose con sus propios sueños. Espero que su despertar no esté siendo demasiado desagradable.
     Nicoletta, hace mucho tiempo, vino de Rumanía y se enamoró perdidamente de Javier. Tanto, como para darle un hijo y quedarse en España en unos tiempos en que nuestro país aún no era un paraíso para los extranjeros. Ella, en su tierra, tenía varias carreras y un buen trabajo; suficiente para vivir más que bien en un país inhóspito como el suyo. Pero, decidió afincarse aquí sin consultar a su cabeza, movida tan solo por su corazón. La chica guapa, inteligente, culta y de saber estar, tuvo que dejar de lado toda su clase para aceptar una serie de trabajos que, si bien es verdad, no llegaban a ser indignos, tampoco eran lo que había soñado. Y se remangó, lavó platos, vasos y suelos; y cuidó a viejecitos extraños; y dio biberones a niños que no eran suyos; y durante años desempeñó un papel que a nadie le hubiera gustado, sólo para ser feliz junto a Javier. Pero, no contaron con que la gran crisis económica que llegaría más tarde, iba a minar sus bolsillos de tal manera, que provocaría un sinfín de situaciones difíciles que terminarían con su relación.
     La última vez que hablamos, la separaban 336 km de Javier y 3.173 de Rumanía, una tierra que ya no sentía suya.
     Mónica, sueña con escribir la gran novela de su vida; una historia que la consagre como escritora de una vez por todas. Dice que siente cómo le late dentro, pero no lo hace convencida; y mientras se desvive auscultando su pecho en busca de esos latidos que en realidad no existen, deja que su padre la mime. El hombre, por amor, la motiva para que siga escribiendo sus bagatelas, y en cuanto ve que está a punto de rematar una nueva obra, corre a llamar a una de esas editoriales que publican cualquier cosa que les lleves, para no dejar a su hija en la estacada con doscientas páginas sueltas por los cajones. Así que, una vez al año, más o menos, aparece cargado con una caja de cartón en la que nos lleva los sueños frustrados y encuadernados de la niña; y los quince o veinte compañeros se los quitamos de las manos, movidos tan sólo por nuestro aprecio. Ese día, ella suele acompañarle al trabajo, y nos va dedicando el libro uno a uno, con su melena larga y ondulada de escritora, pero con un gesto como de apocada, de ir a salir corriendo; la verdad, no sé si por pura timidez o porque anda un poco avergonzada porque sabe que la historia que acaba de vendernos no es buena.
     Como habéis visto, ésta es una historia en la que no hay ni buenos ni malos; una sencilla y común historia de personajes superados por la dura realidad. Aunque, no por eso, los que seamos soñadores, románticos, solitarios, mendigos de talento, apátridas o bohemios, vamos a privarnos de vivir como lo que somos sólo por miedo a no llegar a triunfar ¿no creéis?. Yo, al menos, no lo pienso hacer.

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