RELLENANDO
HUECOS
El médico salió volando de la consulta cargado con un maletín, la
bata abierta planeando tras de él, y aquella mujer y yo nos quedamos
solas en la sala de espera. Estoy segura de que si ella comenzó a
hablar unos minutos después no fue porque yo estuviese a su lado,
sino porque en silencio le hubiese sido más difícil asumir que en
aquellos momentos había alguien en el mundo que necesitaba a aquel
médico más que ella. Lo supuse porque no movió ni un sólo músculo
cuando, más por cortesía que por otra cosa, le conté que yo estaba
allí en busca de un colirio para terminar con mi conjuntivitis;
bueno, por eso y porque seguidamente se puso a hablar de sus cosas
sin tan siquiera mirarme.
Hacía unos meses que aquella mujer había estrenado su insomnio,
casi al mismo tiempo que su viudedad. Había estado muy enamorada de
su marido justamente hasta que a las arterias de éste les dio por
obstruirse demasiado a menudo, y a él por repetirle constantemente
que moriría antes que ella y por hacerle prometer que volvería a
rehacer su vida cuando aquello ocurriese. Ella, de tanto escucharle
decir aquello, gradualmente, fue trasmutando su amor en querer. Y una
más que inoportuna inercia hizo que el mismo día antes del infarto,
aquella promesa que ambos habían acordado, quedase ratificada.
El mismo día del entierro, a ella le costó dejar que su hijo se
sentase a la mesa en el sitio que siempre había ocupado el muerto,
pero, aún así, le dejó hacerlo por no llamar la atención; eso sí,
cuando sirvió los guisantes que acompañaban la carne, al chico le
puso un cacillo más que a los demás, por consideración con el
difunto. Durante las semanas siguientes, la mujer se cuidaba mucho de
ocupar con nada ni con nadie los huecos que él acostumbraba a llenar
cuando estaba vivo: su sillón de orejas para ver jugar al atlético
de Madrid, el metro cuadrado del baño en donde se afeitaba, el
trocito de escalera donde ella sabía que él se escondía para
fumar. Todo parecía ir bien así, pero, al tercer mes, aquella
consideración para con el finado comenzó a desgastarse: a veces,
sin darse cuenta colocaba una toalla en el baño en lugar de dos, o
se sentaba a desayunar en el taburete en que él se había sentado
durante años.
Pronto llegaron las clases de baile de salón, y con ellas un tal
Manolo. Con él empezó a practicar coreografías: la del mecánico
foxtrot, el sobrio vals y la vulgar bachata; pero, como no lo hacían
nada mal, empezaron a probar suerte con piezas algo más complicadas.
Curiosamente, al mismo tiempo que descubrieron el tango, tan sensual
y con esos elegantes roces de piernas y aquella lujuriosa puesta en
escena de los amores perros que solían contar, aparecieron también
los fenómenos paranormales en el dormitorio de la mujer.
Contó que se metía en la cama, y al instante notaba cómo las
sábanas volvían a abrirse; cómo en el otro lado del colchón, un
peso hacía que ella rodase hasta el centro en auténticas citas
fantasmales; que percibía respiraciones que alborotaban el cabello
de su nuca; o que notaba algún que otro roce de pies que al cabo de
la noche dejaban helados los suyos.
Con cara de cansancio, me aseguró que no le costó nada dejar sus
clases de baile con Manolo; al fin y al cabo, lo de rehacer su vida
había sido cosa de su marido y no de ella. Total, no parecía haber
ningún hueco que rellenar en su vida, ni mucho menos en su cama.
“Ahora, solamente quiero dormir”, dijo.
Aún seguía con su perorata cuando volvió el médico. La dejé
pasar delante de mí. Le mentí diciendo que yo podía esperar porque
apenas me molestaba ya el lagrimeo de mis ojos y la inflamación de
los párpados; y es que, de repente, caí en la cuenta de que aquella
mujer, tras su historia de amor fantasmal, se había ganado una más
que merecida siesta.
¡Guaau! Luz, menudo relato más maravilloso, increíble y... buaa. Has dicho muchas cosas sin decirlas claramente, y eso me ha gustado mucho. ¡Sigue así! Que yo te leeré siempre que pueda ;)
ResponderEliminarSaludos.
Pedazo comentario!!! jamás me habían puesto un "Guaau" y un "buaa" juntos, jajaja.
EliminarMuchas gracias, Ross.
Intento que en mis relatos se perciban las cosas "invisibles".
Un saludo.
La buena mujer tenía el sueño atrasado... y todo por querer seguir cumpliendo voluntades ajenas. ¡Que percepción la tuya! Tus relatos son lo más, en todos los aspectos.
ResponderEliminarBesitos.
Sí; desgraciadamente, hace años, muchas mujeres solían perder el sueño por culpa de ciertos fantasmas (sociales, digamos) que les hacían sentir culpables por adoptar comportamientos absolutamente naturales: salir a bailar, rehacer una vida, volverse a enamorar. Y mi personaje es una de ellas, de las que prefirieron seguir siendo fieles a esos fantasmas antes que perder el sueño.
EliminarEs una suerte que ni tú ni yo (casi estoy segura), seamos de esas.
Besos, María José.