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viernes, 28 de agosto de 2015




BUENOS DÍAS, FANTASMAS



     Finjo que no me gusta que vengan, porque les tengo un poco de miedo; pero, en realidad, el día que no lo hacen, les echo en falta. Suelen aparecer a la vez que el olor de mis tostadas. Antes de que las primeras migas, crujientes y doradas, caigan al plato en triple salto mortal barridas por mi cuchillo pringado en mantequilla, ya están sentados a la mesa.
     Llegan solos, o a veces acompañados; y en ocasiones, para quedarse días enteros hasta que logran persuadirme. Pero luego, en cuanto consiguen lo que buscan, se esfuman para siempre.
     Juan y Luis fueron los últimos que se instalaron en mi cocina; con sus nombres vulgares, sus caras corrientes y sus pasados mediocres. El uno, con un traje de marca, y el otro, con la misma gabardina sobada de siempre, pero los dos pidiéndome lo mismo. Que recuperase el momento más brillante de sus pasados, eso querían. En un principio me negué, porque me parecía terrible tener que decirles que sus vidas habían sido tan anodinas que lo único que había merecido la pena en ellas, al menos para mí, había sucedido en un breve espacio de tiempo de apenas unos segundos. Pero, al final, tuve que acceder, porque en cuanto me puse a recordarlo ya no hubo manera de que ninguno de los dos quisiera moverse de mi cocina. Así que me puse a escribir.

     En aquellos tiempos en que yo era librera, jamás reparé en los ojos de Juan; eran como todo en él, grises e insípidos. Sólo me fijaba en sus trajes perfectos y en los relojes que asomaban bajo la manga de su chaqueta cada vez que éste, me pasaba por encima del mostrador los libros que regularmente venía a donar a mi establecimiento porque ya no cabían en las estanterías de su casa. Así que, a las pocas semanas de conocerle y de ir arrinconando sus libros inservibles por todas partes, ya sabía de él que tenía dos rolex casi idénticos y dos trajes azules, dos negros y uno color antracita; pero, absolutamente nada, de la inmensa pena que le daba desprenderse de aquellos viejos libros cada vez que los dejaba en mi tienda.
     Antes de continuar, debo aclarar que “en aquellos tiempos”, aunque yo lo creyese porque me dedicaba a vender libros, en realidad, aún no era librera. Fue algo después, a fuerza de admirar y de oler las tapas de los libros, de abanicar mi cara pasando una y otra vez sus hojas, y de acariciar miles de páginas hasta que el olfato de las yemas de mis dedos aprendieron a distinguir entre una buena cosecha de papel satinado y otra mala, cuando por fin, pude considerarme librera.
     Aún no lo era, de hecho, cuando Luis, también por aquellos tiempos, empezó a venir por mi librería. El hombre miraba, hojeaba y releía hasta no haber dejado una sola baldosa sin pisar, y luego, se acercaba a la pila de libros usados que me había donado Juan (a los que mi, aún ausente, alma de librera, no tardó en ponerles el precio simbólico de veinte céntimos la unidad por la prisa que me entró por quitar trastos de en medio) y se llevaba diez o doce; dejándome con la sensación, cuando se marchaba, de que su aspecto apagado y mate había atenuado ligeramente los colores de la sección infantil. Quizá por eso, porque aún no era una auténtica librera, a los pocos días de conocerle ya sabía de él que sólo tenía una gabardina, que jamás usaba reloj y que su famélico bolsillo apenas le permitía comprar libros; pero, no tenía ni idea de lo dichoso que le hacía poder llevarse, a cambio de unas pocas monedas, todas aquellas historias que ya habían sido leídas por otros.
     El caos de volúmenes viejos que empezaban a apilarse por los rincones, sólo duró unas semanas. Debo decir que aquel nuevo y extraño equilibrio me sorprendió; pero me encantaba aquel recién estrenado trasiego de libros que parecía sincronizado, y que sin ellos saberlo, empezaron a pasar de manos de uno, que los traía cada viernes a última hora, a las del otro, que se los llevaba cada lunes nada más abrir la tienda. Creo que fue por entonces, y a causa de aquel repetitivo trasvase de historias ya leídas y del contacto con el polvo de las esquinas medio deshechas de todas aquellas páginas, que mis manos empezaron a curtirse como las de una librera. Por eso, aquel miércoles de aquella única semana en que nuestra rutina de libros usados se vio trastocada, reparé por primera vez en los ojos de aquellos dos hombres.
     Vete tú a saber el por qué de que Juan faltase a su cita de todos los viernes para traerme sus libros y Luis a la de todos sus lunes para llevárselos; pero, el caso, es que al declinar la tarde del miércoles de aquella misma semana, la casualidad quiso que coincidiésemos los tres bajo el quicio de la estrecha puerta de mi librería, que yo, solícita, sujeté mientras Luis salía con su compra, y Juan entraba con su donación. Y entonces, fue cuando sentí que mi alma primitiva que siempre había amado las letras, irrumpía con toda su fuerza para empezar a formarme como la auténtica librera que siempre había querido ser, porque los diez segundos siguientes me parecieron fantásticos.
     Inevitablemente, aunque seguí sujetando la puerta, mi personaje se esfumó de la escena en cuanto se produjo el primer cruce de miradas entre los dos hombres. En su primera ojeada, cada uno examinó con curiosidad el paquete de libros que el otro llevaba entre las manos; pero después, ambos debieron de comprender lo que estaba ocurriendo; y un segundo más tarde, en cuanto sus ojos se reunieron, me hicieron comprender a mí lo equivocada que siempre había estado por haberlos creído vacíos y grises y no apasionados por la literatura, como los veía ahora. Los de Juan, brillantes y algo achinados por la sorpresa, y pareciéndome que decían a los de Luis: “ahora, puedo estar tranquilo, sabiendo que mis libros estarán en buenas manos”; y los de Luis, con las comisuras también sonrientes y un poco achinadas en agradecimiento, y haciéndome creer que estaban contestando a los de Juan: “no lo dudes, conmigo, estarán mejor que con nadie”. Se dieron las buenas tardes, y a partir de ese momento, cada uno seguimos por nuestro camino; uno donando historias, otro acogiéndolas, y yo, siguiendo con mi formación de apasionada por la vida y por las letras.

     Es curioso, pero acabo de poner el punto y final y de nuevo me encuentro sola, en mi cocina, a punto de guardar la tostadora en el armario y mi última historia recién escrita en mi carpeta de relatos.
































4 comentarios:

  1. Entre los libros se puede encontrar los mejores ejemplares e historias. La tuya es muy bonita librera. Un cordial saludo.

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    1. Muchas gracias, Mila. Lo bonito es que haya gente que sepa leer y entender esas historias como tu lo has hecho. Besos.

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  2. Los fantasmas suelen meterse entre las estanterías; les encanta aspirar y respirar el polvo acumulado entre libros... y los más suculentos para ellos, son los que huelen a viejo, a tiempo pasado, a amarillez en sus páginas...
    Te superas en cada frase.

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    1. Y que lo digas; a mi me ha costado una enfermedad acostumbrarme a llevar el ebook siempre a mi lado (me encanta el contacto con el papel). En mi casa del pueblo, las estanterías de mi dormitorio soportan el peso de, exactamente, 354 libros; cada vez que voy, me paso allí las horas muertas, y es cierto que los que más me apetece hojear son los que ya empiezan a amarillear.
      No sabes lo feliz que me hace que una gran poeta como tú se pasée de vez en cuando por mi blog. Un beso.

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