TIEMPO DE CENIZAS
Uno,
dos, tres, cuatro... Xoan cronometra mentalmente los segundos. Está
casi seguro de que esta vez aguantará uno más; pero, unas décimas
antes de llegar al quinto, saca la mano de la chimenea porque es
incapaz de soportar los lametazos de fuego que están devorando las
hojas de papel arrugado, las piñas y las ramas secas que, unos
minutos antes, él mismo ha prendido en forma de pequeña pira.
¡Buuuu! Bromea Candela, imitando el susurro de un fantasma muy
cerca del oído del chico, que la imagina a su espalda, sonriente y
con cara de pícara; preciosa, gracias al temblor de la penumbra
provocado por el fuego. Le apena no poder quererla un poco más. A
veces, piensa que tan sólo consideró la idea de estar con ella por
culpa de su nombre “Candela, me llamo Candela”, le dijo un buen
rato después de conocerse, y a partir de entonces, empezó a mirarla
con otros ojos. Xoan, siente el aliento tibio y próximo de la chica
en su nuca, y se acuclilla con la escusa de alimentar la hoguera y
así desentenderse de un posible abrazo.
“No son fantasmas quienes vendrán esta noche, Candela, sino las
almas de los difuntos, ¿recuerdas?” le dice el muchacho con la
misma ternura cansina con que se lo diría a un niño que no aprende
las cosas a pesar de habérselas repetido docenas de veces. Candela,
es madrileña castiza, y a veces confunde y mezcla los detalles de
las tradiciones gallegas que él y su familia celebran tan a
rajatabla. Por eso, la muchacha no entiende muy bien el por qué de
algunas de las cosas de las que tendrá que ocuparse en esta última
noche de octubre; pero las hará por respeto. Acompañará a Roque y
a Antoñina a repartir bolsas de castañas por toda la casa; se
tiznará la cara con ceniza junto a los pequeños, Roman y Camino,
para repartir sustos entre los mayores; escuchará las historias que
cuenten los abuelos, para, así, permanecer en vela y poder rogar que
las “almiñas” de sus difuntos puedan salir del purgatorio; y
ayudará a Xoan a elegir la madera más dura que haya en la leñera,
para echarla a la chimenea a lo largo de la noche y mantener vivas
sus brasas hasta que amanezca.
Esta noche, Xoan está tranquilo, a pesar de todo. Quién le iba a decir
a él que sumergir las manos en el agua, le iba a aportar tanta
calma. Después de bogar, ha lanzado los remos lo más lejos que ha
podido, y no les ha quitado ojo hasta que un último y suave burbujeo
los ha terminado de engullir. Y después, sin querer, ha hundido las
manos en el agua y se ha relajado.
No habría podido llegar hasta el centro exacto del lago, en una
noche tan cerrada como ésta, sin la brújula de su padre que aún
tiene en el bolsillo; le cuesta deshacerse de ella, pero un rato más
tarde, la lanzará también al agua, en la misma dirección en la que
ha tirado los remos, para que mañana no se vuelvan locos buscando.
Pronto le echarán de menos en la casa. Debería darse prisa; pero la
paz que le transmite la caricia del agua le hace rezagarse. Ojala su
relación con el fuego hubiese sido igual de satisfactoria.
El fuego engolosinó a Xoan el día que robó su primera cerilla y
que, para poder prenderla a gusto, tuvo que esperar escondido bajo
una cama hasta que todos salieron de casa. Así fue como en su íntimo
escondite, y a solas, confluían por primera vez el sonido de un
fósforo al rasparlo contra el suelo, el chasquido de una chispa en
la oscuridad y la luz azafranada apareciendo de la nada, que junto a
la fascinación que, ya en otras ocasiones, había sentido por el
fuego, terminaron por enamorar irremediablemente al muchacho. Más
tarde, la explosión de su adolescencia, coincidiendo con el hurto de
una última cerilla y con la compra de su primer mechero, motivó a
Xoan para que engordase sus pequeños incendios provocados, como un
padre precoz que, equivocadamente, ceba a sus hijos por el ansia de
verles crecer más deprisa. Papeleras, contenedores de basuras,
coches, pequeños huertos abandonados, grandes sembrados ya medio
tostados por el sol... A pesar de que los montones de sus cenizas
cada vez eran más grandes, su insatisfacción, sin embargo, no
adelgazaba; empezó a sentirse como un enamorado cuyo deseo aumenta
por momentos, al que su amante le prohíbe el más leve de los roces.
Aún así, el chico continuó con su abrasadora, pero frustrante
rutina. Pero un día, y a una sola semana de la noche de los difuntos,
despechado y cansado, deliberadamente dejó que todo se le fuese de
las manos. Vació la lata de gasolina a los pies de un frondoso cedro
que, totalmente erguido, buscaba la luz del sol desde el interior de
un bosque cercano a su pueblo. El jugueteo del viento, con su ir y
venir entre el norte y el sur, ayudado por la pequeña deflagración
de su mechero, se encargaron de hacer el resto; mientras, Xoan, a lo
lejos, comprendía que jamás, nada, conseguiría saciar su vida por
completo.
Ahora, Xoan, saca las manos del agua y las reseca en su pantalón,
pensando en el trasiego de almas entre el más allá y el más acá
que ya habrá comenzado en esta última noche de octubre. Lanza la
brújula al lago, junto a la oscura y profunda soledad de los remos;
y, sin demorarse por más tiempo, con movimientos estudiados,
continúa con el plan que tenía trazado desde hacía tiempo, preparando los detalles para su última cita de enamorados.
Echa una última mirada a su alrededor, reclamando a su amante que
venga a su lado; y para ello, lanza al fondo de la barca, embadurnado en gasolina, una cerilla encendida.
En cuanto las llamas se le acercan, veloces y rabiosas, Xoan va
contando por última vez los segundos, esta vez eternos,
de su primera caricia...uno, dos, tres, cuatro, cinco...
Me encantó de la primera letra al último punto.
ResponderEliminarGracias.
ResponderEliminarEntonces, seguirá habiendo más letras y más puntos.
Un saludo.
Por una parte me lo esperaba y por otra no; por eso me gusta muchísimo más. Es un relato "diferente" y maravilloso a la vez. ¡Es de mis favoritos! *-*
ResponderEliminarGracias, Ross. Eres muy amable.
ResponderEliminarA mi también me gusta que las historias me hagan dudar ligeramente; tiene su encanto.
un beso.