¡¡¡BU!!!...SOY
ALICIA
¡Bu!
No fue aquel grito a mi espalda lo que más me asustó. El
escalofrío llegó después, cuando me di la vuelta y vi a Alicia tan
cerca después de tantos años.
Alicia es una joven de mi pueblo a la que siempre recuerdo ir
vestida de Marilyn. Bueno, de Marilyn Monroe por fuera, ya que su
interior (ya sabéis, su alma y esas cosas) me acostumbré a
imaginarlo más bien con ese estilo, de gótico incorregible, tan
propio de Marilyn Manson. Esa dualidad suya la descubrí de repente,
cuando Alicia aún era bien niña, la mañana de aquel día en que un
grupo de los de octavo curso dábamos un paso atrás, asustados, al
descubrir una tarántula en el patio del colegio. Mientras, y para
asombro mío, ella había seguido caminando hacia el parterre hasta
que sus preciosos zapatitos rosas estuvieron hundidos entre los
rododendros y las enredaderas trepadoras; y así, muy próxima al
peligro, se había puesto a hurgar con cara de impaciencia y sin
parar entre las telas de araña de la algodonosa madriguera hasta que
sus dedos diminutos de muñeca de porcelana dieron con el monstruo de
patas peludas.
Era una joven amable, comedida, considerada, simpática, instruida,
y tenía un saber estar que yo siempre había envidiado; lo mismo se
la veía atravesar puertas de iglesias con actitud pía, que entradas
de discotecas o de conciertos chasqueando los dedos al ritmo de la
música. Pero, me daban un poco de repelús su coquetería, sus
vestidos de niña mona, sus labios siempre embadurnados de
pintalabios rosa y la multitud de horquillas decoradas que anclaba en
su pelo, sabiendo de antemano algunas cosas sobre ella tales como que
su mascota fuese una serpiente, o que su número de móvil terminase
con un, tan enigmático como poco casual, 666 o que soliese escribir
letras de canciones de quince versos con quince sílabas cada uno tan
solo porque el arcano del número quince en el tarot correspondía al
diablo. Aun así y a pesar de mi minúscula aversión hacia ella por
aquellos tiempos, confieso que en el fondo Alicia me fascinaba, pero
solo desde lejos.
Cuando se marchó a la universidad le perdí el rastro, nunca mejor
dicho, porque fue subiéndose a aquel tren la última vez que la vi.
Allí estaba, tan primorosa como siempre, esperando en el andén
junto a una maleta irisada de Aghata Ruiz de la Prada sobre la que
descansaba una caja también de diseño. Me contó que se iba a
Madrid para estudiar la carrera de medicina, además de otras cuantas
cosas más que, después, jamás fui capaz de recordar, porque para
entonces ya hacía rato que había dejado de escucharla y mi
creatividad se había disparado hasta las nubes imaginando la
cantidad de cosas siniestras que podría contener la dichosa caja que
reposaba sobre su maleta.
Por fortuna, el de hace unos días fue un encontronazo breve. Alicia
llevaba prisa. No sé que excusa habría tenido que inventarme si me
hubiese propuesto la idea de tomar un café o algo así, porque tan
solo barajar la idea de estar con ella más de diez minutos seguidos
me daba una grima terrible. Y no es por nada, por lo que pude ver
sigue siendo la misma chica adorable y considerada que fue siempre;
pero, en fin, supongo que mi desazón tenía algo que ver con aquel
tiempo pasado en que me empeñé, de manera absurda, en compararla
con una de esas manzanas de cuento, de un rojo brillante muy deseable
por fuera pero con cientos de gusanos mordisqueando sus semillas.
Me contó que había tenido un bebé y que estaba muy ilusionada
porque solo hacía dos meses que había vuelto a retomar su trabajo
como médico forense en el Severo Ochoa. Y volvió a ocurrir, al
igual que aquel día que nos despedimos junto a las vías del tren,
que dejé de escuchar el resto de su breve historia para volver a
imaginarla solo de aquella forma en que mi mente era capaz de
hacerlo. Así que, sin remedio, entre los nubarrones imaginarios que
tan vertiginosamente se extendieron por mi cabeza volví a proyectar
su imagen como siempre lo había hecho: feliz y exultante, con una
exagerada sonrisa en su cara de chalada y con las manos pálidas de
dedos etéreos y largos blandiendo una sierra oxidada; rodeada por el
montón de cadáveres que esperaban sumisos el momento de la
autopsia.
Al despedirnos, me tropecé en su mirada con una sombra tan oscura
que contrastó con el rosa chicle del color de sus pendientes cuando
me dijo con un poco de retintín (o así lo creí yo) “llámame,
recuerdas mi número ¿verdad?”. Así que, esa misma noche,
metida en la cama esperé con paciencia a que llegase la pesadilla,
porque al recordar los tres últimos dígitos de su móvil sabía que
iban a instalarse en mi cabeza durante mucho tiempo.
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