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miércoles, 27 de abril de 2016

¡¡¡Bu!!!...Soy Alicia

¡¡¡BU!!!...SOY ALICIA

      ¡Bu!
     No fue aquel grito a mi espalda lo que más me asustó. El escalofrío llegó después, cuando me di la vuelta y vi a Alicia tan cerca después de tantos años.
     Alicia es una joven de mi pueblo a la que siempre recuerdo ir vestida de Marilyn. Bueno, de Marilyn Monroe por fuera, ya que su interior (ya sabéis, su alma y esas cosas) me acostumbré a imaginarlo más bien con ese estilo, de gótico incorregible, tan propio de Marilyn Manson. Esa dualidad suya la descubrí de repente, cuando Alicia aún era bien niña, la mañana de aquel día en que un grupo de los de octavo curso dábamos un paso atrás, asustados, al descubrir una tarántula en el patio del colegio. Mientras, y para asombro mío, ella había seguido caminando hacia el parterre hasta que sus preciosos zapatitos rosas estuvieron hundidos entre los rododendros y las enredaderas trepadoras; y así, muy próxima al peligro, se había puesto a hurgar con cara de impaciencia y sin parar entre las telas de araña de la algodonosa madriguera hasta que sus dedos diminutos de muñeca de porcelana dieron con el monstruo de patas peludas.
     Era una joven amable, comedida, considerada, simpática, instruida, y tenía un saber estar que yo siempre había envidiado; lo mismo se la veía atravesar puertas de iglesias con actitud pía, que entradas de discotecas o de conciertos chasqueando los dedos al ritmo de la música. Pero, me daban un poco de repelús su coquetería, sus vestidos de niña mona, sus labios siempre embadurnados de pintalabios rosa y la multitud de horquillas decoradas que anclaba en su pelo, sabiendo de antemano algunas cosas sobre ella tales como que su mascota fuese una serpiente, o que su número de móvil terminase con un, tan enigmático como poco casual, 666 o que soliese escribir letras de canciones de quince versos con quince sílabas cada uno tan solo porque el arcano del número quince en el tarot correspondía al diablo. Aun así y a pesar de mi minúscula aversión hacia ella por aquellos tiempos, confieso que en el fondo Alicia me fascinaba, pero solo desde lejos.
     Cuando se marchó a la universidad le perdí el rastro, nunca mejor dicho, porque fue subiéndose a aquel tren la última vez que la vi. Allí estaba, tan primorosa como siempre, esperando en el andén junto a una maleta irisada de Aghata Ruiz de la Prada sobre la que descansaba una caja también de diseño. Me contó que se iba a Madrid para estudiar la carrera de medicina, además de otras cuantas cosas más que, después, jamás fui capaz de recordar, porque para entonces ya hacía rato que había dejado de escucharla y mi creatividad se había disparado hasta las nubes imaginando la cantidad de cosas siniestras que podría contener la dichosa caja que reposaba sobre su maleta.
     Por fortuna, el de hace unos días fue un encontronazo breve. Alicia llevaba prisa. No sé que excusa habría tenido que inventarme si me hubiese propuesto la idea de tomar un café o algo así, porque tan solo barajar la idea de estar con ella más de diez minutos seguidos me daba una grima terrible. Y no es por nada, por lo que pude ver sigue siendo la misma chica adorable y considerada que fue siempre; pero, en fin, supongo que mi desazón tenía algo que ver con aquel tiempo pasado en que me empeñé, de manera absurda, en compararla con una de esas manzanas de cuento, de un rojo brillante muy deseable por fuera pero con cientos de gusanos mordisqueando sus semillas.
     Me contó que había tenido un bebé y que estaba muy ilusionada porque solo hacía dos meses que había vuelto a retomar su trabajo como médico forense en el Severo Ochoa. Y volvió a ocurrir, al igual que aquel día que nos despedimos junto a las vías del tren, que dejé de escuchar el resto de su breve historia para volver a imaginarla solo de aquella forma en que mi mente era capaz de hacerlo. Así que, sin remedio, entre los nubarrones imaginarios que tan vertiginosamente se extendieron por mi cabeza volví a proyectar su imagen como siempre lo había hecho: feliz y exultante, con una exagerada sonrisa en su cara de chalada y con las manos pálidas de dedos etéreos y largos blandiendo una sierra oxidada; rodeada por el montón de cadáveres que esperaban sumisos el momento de la autopsia.
     Al despedirnos, me tropecé en su mirada con una sombra tan oscura que contrastó con el rosa chicle del color de sus pendientes cuando me dijo con un poco de retintín (o así lo creí yo) “llámame, recuerdas mi número ¿verdad?”. Así que, esa misma noche, metida en la cama esperé con paciencia a que llegase la pesadilla, porque al recordar los tres últimos dígitos de su móvil sabía que iban a instalarse en mi cabeza durante mucho tiempo.
 

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