FLAGELOS
Y CILICIOS
María de la Luz nunca supo lo divertido que podía llegar a ser que
alguien le contase un cuento del revés porque ella y su familia se
marcharon a vivir a Madrid un curso antes de que Alfonso llegase al
pueblo. Aunque, ahora que lo pienso, antes de irse para siempre
volvieron para pasar un par de años más allí; y puede que entonces,
Alfonso, recitase su cuento solo para ella.
Alfonso y Luis llegaron del seminario en el mismo tren, y la
directora del instituto, que había ido en su propio coche a
recibirles a la estación, no les dio tregua ni siquiera para que
tomasen un refresco antes de comenzar a impartir sus clases aquel
caluroso miércoles de mayo. Nunca entendí aquellas prisas, pues a
aquellas alturas y tras los ocho meses de curso que habíamos pasado
sin profesor de religión nuestras almas ya estarían asilvestradas y
sin remedio.
Luis era sobrio y serio, tenía una horrible berruga en el lóbulo
izquierdo de la nariz y su abuso de la disciplina le hacía sudar
como un cerdito con tal de ir abotonado hasta el cuello. Alfonso, sin
embargo, que era más desenfadado, se presentó en un tris tras una
vez que hubo lanzado la chaqueta sobre el respaldo de una silla y
soltado su alzacuellos con idéntica soltura con que lo hubiese hecho
un show-man con su pajarita; estaba preparado para contarnos su
primer cuento del revés. Y así ocurrió que, tras haber terminado
su particular narración de “ la ta-ci-ru-pe-ca ja-ro” (o lo
que venía a ser lo mismo “la ca-pe-ru-ci-ta ro-ja” pero boca
abajo), Alfonso logró ganarse la simpatía de todos, haciendo
eclipsar a Luis bajo su sombra por los siglos de los siglos, amén.
Así de fácil era yo por aquellos tiempos; tanto, que me quise
morir cuando al día siguiente, junto a la mitad del resto de los
alumnos, me emplazaron al aula de Luis condenándome de esa manera a
estar separada de Alfonso (en fin, debo confesar que la gravedad del
asunto no fue para tanto, pues para el veintiuno de junio, ya en el
ocaso del curso, recobré de golpe mis antiguas ganas de vivir tras
haber reparado en el hecho de que el haberme perdido dos veces por
semana algo tan exótico como era escuchar historias de princesas,
pequeños cerditos, bellas durmientes y gatos con botas, pero todas
ellas patas arriba, me había brindado la oportunidad de conocer más
a fondo al bueno de Luis, que poco después de terminar las clases
decidió marcharse a Kalaupapa para convivir con un grupo de leprosos
y, exactamente un año más tarde, no pudo negarse a sobrevolar los
siete mil kilómetros de océano que le separaban de Nueva Zelanda
para hacer un poco más llevadera la vida de un puñado de niños
maoríes enfermos de sida.
Cuando María de la Luz acabó la universidad, se volvió para el
pueblo cargada con su familia y con las maletas justas para vivir
allí otro par de años antes de mudarse definitivamente a la ciudad.
Y por ese tiempo, como la muchacha (que siempre había sido toda
bondad y recato) se había acostumbrado a pulular por todos esos
lugares de penetrante olor a cera e incienso por los que también
solía moverse Alfonso, ocurrió que el encontronazo casi se hizo
inevitable. Su alma, pura e inocente, enseguida quedó obnubilada con
el religioso, al que (ya para entonces acostumbrado al éxito que su
don de habilidoso y estrafalario cuenta-cuentos le había dado)
parecía no molestarle en absoluto que aquella joven bebiese los
vientos por él. Y así fue que, durante los setecientos treinta días
que María de la Luz y los suyos tardaron en volver a marcharse del
pueblo, fue más que habitual empezar a verles juntos antes, durante
y después de todas las misas, procesiones y demás actos litúrgicos.
¿Qué más puedo contaros? Que a las buenas lenguas, entre las que
incluyo la mía, no nos quedó otra que disculpar el pequeño desliz
de la chica y acusar de oportunista al vanidoso sacerdote; y a las
malas, inventar unas historias que tal vez no existieron, pero que lo
cierto es que durante un tiempo dieron vida a un pueblo tan
polvoriento y aburrido como el mío. El caso es que tanto Alfonso
como María de la Luz y compañía desaparecieron de allí al unísono
(cada uno por su lado, eso sí, que existen pruebas de ello). Y
aunque, ciertamente, ésto último me de un poco igual, debo decir
que en el fondo me gustaría que Luis siguiese siendo feliz (aunque
sea flagelándose por no poder hacer más de lo que hace por sus
pequeños maoríes con sida) y que Alfonso, esté donde esté, tras
cada una de sus enriquecedoras y extravagantes narraciones de cuentos
del revés, coloque fuerte su cilicio y apriete bien las correas
antes de irse a dormir.
Recuerdo una serie de televisión, de las llamadas por aquellos tiempos "de dos rombos", que tenían revueltito al personal. Donde quiera que ibas, la conversación era siempre la misma: "El pájaro espino". Y claro, yo, solo por oídas me moría de ganas de ver al menos un capítulo de aquello, pero nada más salir los dichosos rombos en el pico de la pantalla, mi padre nos miraba a mi hermana y a mi... y salíamos zumbando pal catre. Aún no he podido superarlo.
ResponderEliminarComo siempre Luz, buenísima historia.
Un abrazo.
Jajaja. Pero, bueno, con lo avispada que tu pareces; ¿no se te ocurrió que escondiéndote bajo las faldillas de la mesa podrías haber espiado desde allí los pecadillos del pájaro espino? Eso es lo que yo hacía (el capón me lo llevaba después, pero...que me quiten lo bailao...)
EliminarGracias MJ, abrazos.