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martes, 26 de enero de 2016

EL HOMBRE QUE NO TIENE OMBLIGO
     

     Menos mal que, antes de terminar la jornada, he hablado con el hombre que no tiene ombligo; si no, hubiese sido otro de esos días difíciles.
     
     Ni siquiera sé por qué les he propuesto ese estúpido juego, pero lo he hecho. He aprovechado el único minuto de la tarde en que mis compañeros guardan silencio; ese que para ellos parece transcendental, en el que, expectantes, deseosos de saber, desnudan el bocadillo de su envoltorio de plata y husmean bajo la tapa del pan para descubrir de qué está relleno. Pues bien, durante ese mudo minuto, he lanzado al aire la palabra “muro” y les he pedido que dijesen lo primero que se les pasase por la cabeza. Y después, he escuchado atentamente sus respuestas.
     
     Una compañera, que está empeñando su vida para construírse la casa de sus sueños, se ha puesto a dibujar en una servilleta el sitio exacto en donde irá el muro de carga; otro, ha hablado de la playa de Muro, en Mallorca, a la que está obligado a ir todos los veranos por que tiene que “cargar” con su suegra a la que le gusta ir allí; otra, cuyo padre se casó hace años con una marroquí mucho más joven que él, ha hablado del muro de sus lamentaciones desde que ocurrió el “horrible” matrimonio; uno más, deportista y vanidoso, ha dicho que él siempre compra sus zapatillas de la marca muro.exe, que es carísima pero que le queda perfecta; y una última, que ha cortado toda relación con su hermano y con sus padres, amenaza con levantar un muro entre ella y el resto del mundo porque nadie la entiende.
     
     Escuchar el mensaje de vuelta al trabajo, veinticinco minutos después, ha sido un alivio. Creo que hoy no era el mejor día para experimentar, porque esperaba un cambio radical en mis compañeros tras los veinte días de vacaciones de invierno, y quizá me ha desencantado comprobar que todo sigue igual, que cada uno va a lo suyo.
     
     Pero, ha sido al final del día, cuando ya salía del trabajo con mi pequeño conato de desilusión, que me he tropezado con el único compañero que casi nunca merienda en grupo, y creo que un poco por inercia, y otro poco porque sé que él es diferente, le he preguntado: “oye, si yo te digo la palabra “muro”, así, sin más ¿en qué piensas?”, y con su voz grave me ha dicho “pues, que me hace saltar las lágrimas”; y, después, ha continuado andando. Pero, al ver mi mirada de interés aunque un poco azorada porque se nos estaban acabando las baldosas que quedaban entre la nave y los vestuarios, ha hecho un alto en el camino, ha encendido un cigarro y me ha contado lo mucho que lloró cuando su ex mujer, tras una de sus discusiones, tiró a la basura un pedazo del muro de Berlín, estampado con un fragmento del beso entre Brieznev y Honecker, que él mismo había arrancado con sus dedos en uno de sus viajes. Y después, hemos proseguido el camino paseando, muy despacio, para poder seguir conversando de las casi doscientas personas que murieron al ser disparadas mientras intentaban cruzar aquel muro; y de Conrad Schumann, el policia de fronteras que, harto de matar inocentes que sólo deseaban dejar de vivir en el lado equivocado, huyó saltando su alambre de espino; y de Rostropóvich, el violonchelista que no paró de tocar a sus pies mientras lo demolían; y del tema “Another Brick in the wall” de Pink Floid, que se convirtió en el himno de la caída del muro.
     
     Y entonces sí, se nos han acabado las baldosas y nos hemos tenido que despedir hasta mañana. Después, en el autobús de vuelta a casa, me ha dado por pensar que éste es el único compañero que no tiene ombligo, porque no se lo mira constantemente y porque le duelen las cosas que a los demás le duelen. Es como una de esas flores raras y hermosas que suelen crecer entre las malas hierbas. 


4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el relato y cuenta una gran verdad: todo el mundo se mira el ombligo.

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    1. Gracias, Rad Nagouse.
      Tienes razón; pero, de cuando en cuando es esperanzador cruzarse en el camino de una de esas flores raras que se comportan sólo como lo que son: una pequeñísima pieza, tan importante como otras muchas con las que poder completar este gran puzzle que es nuestro mundo.
      Un saludo.

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  2. Bonito y profundo.
    Miguel Ángel Carcelén

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    1. Gracias, Miguel Ángel.
      Sí; a veces, a lo más profundo es a lo que menos le cuesta aflorar a la superficie.
      Un saludo.

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