CITA EN PLASENCIA
No debería contarle a nadie que
aquel día me levanté a las seis de la mañana y me chupé 234 km
con niebla; o que acabé molida por patear aquella preciosa ciudad a
la que llevaba años queriendo ir o que allí sentí el pecado
deslizarse por mi garganta bebiendo sus vinos y comiendo unas carnes
que creía imposibles. Sí; ya sé que no debería contar todas esas
cosas y después decir que lo único que se vino conmigo de aquel
viaje fue la cosa más horrible del mundo. Pero así fue.
En ese momento me dió igual que Juana la Beltraneja y Alfonso V
hubiesen atravesado aquella plaza cientos de veces o que fuese parada
obligatoria en la ruta de la plata, para que los caballeros más
nobles de España chocasen sus jarras de barro rebosantes de vino de
pitarra tras cerrar un negocio redondo; incluso que las monjas del
antiguo convento hubiesen vendido sus huevos y sus calabacines en el
mismo metro cuadrado en que, ese sábado, mi amiga y yo sorbíamos
aprisa el último trago de cerveza para llamar al camarero y pagarle.
Sólo pensé en la chica que nos miraba nerviosa desde la sombra de
los soportales de enfrente, con la que teníamos una cita, y que
echó a andar hacia nosotras en cuanto me vio sacar el monedero.
Cuando se nos acercó por primera vez, tomábamos
una cerveza en aquella terraza, pero yo ya llevaba tiempo
observándola. Ya ves, una plaza plateresca llena de gente guapa, con
los edificios de las esquinas tornasolando del beige al rosa
dependiendo por dónde los bañase el sol y con una cerveza artesana
haciendo carambola entre mis manos y un plato de ensalada de perdiz
con jamón de pato, y yo voy a fijarme en aquella muchacha
desdentada, de pelo mugriento y piernas enclenques a la que ya ningún
turista daba ni una sola moneda. Cuando llegó a nuestra mesa le di
un muslito de perdiz con unos trozos de pan que devoró al instante;
así que, de segundo, le preparé un estupendo bocadillito con el
jamón de pato. Y después, cada una volvió a lo suyo, ella a
mendigar sin sacar fruto y yo a no poder dejar de mirarla mientras
observaba la forma en que su rostro, progresivamente, iba degradando
hasta la desesperación, a medida que iba descubriendo que jamás
conseguiría lo que necesitaba.
Cuando reparó en mi curiosidad un tanto insana, sin duda, pero
valiosa para ella (debió pensar que, a esas alturas, yo iba a ser la
única persona en el mundo que estuviese interesada en su vida) se me
acercó de nuevo y, con una sinceridad brutal, me dejó claro que
sólo quería cincuenta céntimos para comprar la dosis que
necesitaba y así poder calmar el mono que empezaba a atormentarla
(qué vergüenza me dí, por pensar que venía a por un trozo de mi
postre con que completar el delicioso menú que le había
proporcionado a lo largo de la mañana). Rebusqué en mis bolsillos.
La vergüenza volvió cuando tuve que decirle que sólo tenía
billetes grandes; pero se me pasó enseguida, en el mismo momento en
que ella me propuso una cita para después. Y así fue que me entró
la prisa por acabar mi última cerveza para pagar al camarero y que
me diese las vueltas; y que, unos segundos más tarde, en cuanto me
vio sacar el monedero, la chica salía de entre las sombras de los
soportales platerescos para acudir a nuestra cita. No hubo manera de
que aceptase más de los cincuenta céntimos que necesitaba para
seguir viviendo.
Media hora después, volvíamos a verla; su rostro mucho más
relajado. Mi amiga y yo nos habíamos cambiado a la terraza de al
lado para tomar un café, en uno de esos absurdos trasiegos que a
menudo, sin ton ni son, hacemos las personas. No sé si la muchacha
nos reconoció cuando empezó a mendigar de nuevo entre las mesas,
pero nos rodeó y pidió en todas menos en la nuestra. La vida no se
detiene y había llegado el momento de recaudar para la dosis de la
tarde; así que tal vez, sólo tal vez, nos estuviese reservando para
el final, como quien guarda un as bajo la manga...por si las moscas.
Alcanzar el vértigo de esa situación es más sencillo de lo que parece.
ResponderEliminarNos reflejamos en los demás a menudo, pero cuando vemos a alguien así el desconsuelo que nos rodea cubre los hombros y sólo la empatía es capaz de resolver el momento.
La mente puede divagar por los instantes de la memoria pero sólo lo que los ojos recuerdan es permanente.
Totalmente de acuerdo, amigo D´. Cada día intento preservar virgen (lo más fiel posible a las situaciones que he visto) el album de fotos de mi memoria; de otra forma (no sé fingir emociones) creo que sería incapaz de escribir.
EliminarSaludos.