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lunes, 11 de enero de 2016

CITA EN PLASENCIA

No debería contarle a nadie que aquel día me levanté a las seis de la mañana y me chupé 234 km con niebla; o que acabé molida por patear aquella preciosa ciudad a la que llevaba años queriendo ir o que allí sentí el pecado deslizarse por mi garganta bebiendo sus vinos y comiendo unas carnes que creía imposibles. Sí; ya sé que no debería contar todas esas cosas y después decir que lo único que se vino conmigo de aquel viaje fue la cosa más horrible del mundo. Pero así fue.



En ese momento me dió igual que Juana la Beltraneja y Alfonso V hubiesen atravesado aquella plaza cientos de veces o que fuese parada obligatoria en la ruta de la plata, para que los caballeros más nobles de España chocasen sus jarras de barro rebosantes de vino de pitarra tras cerrar un negocio redondo; incluso que las monjas del antiguo convento hubiesen vendido sus huevos y sus calabacines en el mismo metro cuadrado en que, ese sábado, mi amiga y yo sorbíamos aprisa el último trago de cerveza para llamar al camarero y pagarle. Sólo pensé en la chica que nos miraba nerviosa desde la sombra de los soportales de enfrente, con la que teníamos una cita, y que echó a andar hacia nosotras en cuanto me vio sacar el monedero.

      Cuando se nos acercó por primera vez, tomábamos una cerveza en aquella terraza, pero yo ya llevaba tiempo observándola. Ya ves, una plaza plateresca llena de gente guapa, con los edificios de las esquinas tornasolando del beige al rosa dependiendo por dónde los bañase el sol y con una cerveza artesana haciendo carambola entre mis manos y un plato de ensalada de perdiz con jamón de pato, y yo voy a fijarme en aquella muchacha desdentada, de pelo mugriento y piernas enclenques a la que ya ningún turista daba ni una sola moneda. Cuando llegó a nuestra mesa le di un muslito de perdiz con unos trozos de pan que devoró al instante; así que, de segundo, le preparé un estupendo bocadillito con el jamón de pato. Y después, cada una volvió a lo suyo, ella a mendigar sin sacar fruto y yo a no poder dejar de mirarla mientras observaba la forma en que su rostro, progresivamente, iba degradando hasta la desesperación, a medida que iba descubriendo que jamás conseguiría lo que necesitaba.

      Cuando reparó en mi curiosidad un tanto insana, sin duda, pero valiosa para ella (debió pensar que, a esas alturas, yo iba a ser la única persona en el mundo que estuviese interesada en su vida) se me acercó de nuevo y, con una sinceridad brutal, me dejó claro que sólo quería cincuenta céntimos para comprar la dosis que necesitaba y así poder calmar el mono que empezaba a atormentarla (qué vergüenza me dí, por pensar que venía a por un trozo de mi postre con que completar el delicioso menú que le había proporcionado a lo largo de la mañana). Rebusqué en mis bolsillos. La vergüenza volvió cuando tuve que decirle que sólo tenía billetes grandes; pero se me pasó enseguida, en el mismo momento en que ella me propuso una cita para después. Y así fue que me entró la prisa por acabar mi última cerveza para pagar al camarero y que me diese las vueltas; y que, unos segundos más tarde, en cuanto me vio sacar el monedero, la chica salía de entre las sombras de los soportales platerescos para acudir a nuestra cita. No hubo manera de que aceptase más de los cincuenta céntimos que necesitaba para seguir viviendo.

      Media hora después, volvíamos a verla; su rostro mucho más relajado. Mi amiga y yo nos habíamos cambiado a la terraza de al lado para tomar un café, en uno de esos absurdos trasiegos que a menudo, sin ton ni son, hacemos las personas. No sé si la muchacha nos reconoció cuando empezó a mendigar de nuevo entre las mesas, pero nos rodeó y pidió en todas menos en la nuestra. La vida no se detiene y había llegado el momento de recaudar para la dosis de la tarde; así que tal vez, sólo tal vez, nos estuviese reservando para el final, como quien guarda un as bajo la manga...por si las moscas.


2 comentarios:

  1. Alcanzar el vértigo de esa situación es más sencillo de lo que parece.
    Nos reflejamos en los demás a menudo, pero cuando vemos a alguien así el desconsuelo que nos rodea cubre los hombros y sólo la empatía es capaz de resolver el momento.
    La mente puede divagar por los instantes de la memoria pero sólo lo que los ojos recuerdan es permanente.

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    1. Totalmente de acuerdo, amigo D´. Cada día intento preservar virgen (lo más fiel posible a las situaciones que he visto) el album de fotos de mi memoria; de otra forma (no sé fingir emociones) creo que sería incapaz de escribir.
      Saludos.

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