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jueves, 4 de febrero de 2016

EL COBRADOR DEL FRAC

     Aún no le he perdido el miedo a la oscuridad, pero creo que lo tengo controlado. Todo es cuestión de meterse bajo el edredón de un salto (es importante, por si estuviera bajo la cama, no darle tiempo a que te enganche de los pies), cubrirse con él hasta los mismísimos ojos y sacar el brazo a la velocidad del rayo para apagar la luz. Si eres capaz de aguantar así unos minutos, la respiración contenida se va soltando, los músculos contraídos se relajan poco a poco, y cuando al fin te das cuenta de que ese día tampoco va a venir, le das las buenas noches a tu fantasma y te dejas vencer por el sueño.
     Asun, me dijo que Enrique era un hombre de palabra, que aunque ya hiciese más de un mes que le diera aquel papel con mi dirección garabateada, él la interpretaría. En realidad, aquello no me corría ninguna prisa, si acaso, sentía curiosidad por saber si aquel hombre seria capaz de describirme tal y como yo era, con cada una de mis rarezas, examinando tan sólo la forma de mis letras. El amigo de Asun, Enrique, era grafólogo emocional, algo en lo que yo jamás me habría atrevido a creer; pero mi amiga insistió tanto que ahí me tenías, esperando el diagnóstico de boca de un señor con el que no me había cruzado en toda mi vida, sobre mis emociones y mi capacidad para repartir afecto.
     Aquel lunes, apenas cortar la comunicación con Asun (ésta se hallaba al otro lado del teléfono, a ciento veinte kilómetros, sacando un café de las entrañas de una de esas frías máquinas que, en los tanatorios, parece que estén ahí sólo para recordarte a cada instante que habrás de pasar una noche en vela) aún era fácil distinguirme de los baldosines blancos de la cocina. Quiso la mala fortuna (según me contó), el día antes, con su perversa puntería, colocar un fornido árbol entre la vida de Enrique y el destino al que le llevaba su elegante bmw. Pero fue entonces, al cabo de unos minutos, cuando mi palidez hizo difícil que se me pudiese distinguir del blanco aséptico de la pared, porque no pude evitar imaginar el espectro de aquel hombre saliendo por la ventanilla rota del coche y largándose al cielo (o al infierno, vete tú a saber) con aquel papel cuidadosamente doblado y manuscrito por mí, nada más y nada menos que con mi dirección estampada.
     Así que, es desde aquel día que sigo con mi (sí, ya sé, ya sé) absurdo ritual para perderle el miedo a la oscuridad; pero, sólo porque sé que él vendrá. “Es un hombre de palabra, jamás deja una deuda sin saldar”, eso decía mi amiga Asun de él. Y, como es una pena que las deudas no prescriban como lo hacen los delitos, me estoy planteando hacer espiritismo para buscar el ánima de algún cobrador del frac que haya muerto hace poco, para que vaya a pedirle a Enrique lo que me debe. A ver si ésto pasa pronto...que estoy deseando volver a meterme en la cama como lo hace el resto de los humanos.
 

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