EL
COBRADOR DEL FRAC
Aún no le he perdido el miedo a la oscuridad, pero creo que lo
tengo controlado. Todo es cuestión de meterse bajo el edredón de un
salto (es importante, por si estuviera bajo la cama, no darle tiempo
a que te enganche de los pies), cubrirse con él hasta los mismísimos
ojos y sacar el brazo a la velocidad del rayo para apagar la luz. Si
eres capaz de aguantar así unos minutos, la respiración contenida
se va soltando, los músculos contraídos se relajan poco a poco, y
cuando al fin te das cuenta de que ese día tampoco va a venir, le
das las buenas noches a tu fantasma y te dejas vencer por el sueño.
Asun, me dijo que Enrique era un hombre de palabra, que aunque ya
hiciese más de un mes que le diera aquel papel con mi dirección
garabateada, él la interpretaría. En realidad, aquello no me corría
ninguna prisa, si acaso, sentía curiosidad por saber si aquel hombre
seria capaz de describirme tal y como yo era, con cada una de mis
rarezas, examinando tan sólo la forma de mis letras. El amigo de
Asun, Enrique, era grafólogo emocional, algo en lo que yo jamás me
habría atrevido a creer; pero mi amiga insistió tanto que ahí me
tenías, esperando el diagnóstico de boca de un señor con el que no
me había cruzado en toda mi vida, sobre mis emociones y mi capacidad
para repartir afecto.
Aquel lunes, apenas cortar la comunicación con Asun (ésta se
hallaba al otro lado del teléfono, a ciento veinte kilómetros,
sacando un café de las entrañas de una de esas frías máquinas
que, en los tanatorios, parece que estén ahí sólo para recordarte
a cada instante que habrás de pasar una noche en vela) aún era
fácil distinguirme de los baldosines blancos de la cocina. Quiso la
mala fortuna (según me contó), el día antes, con su perversa
puntería, colocar un fornido árbol entre la vida de Enrique y el
destino al que le llevaba su elegante bmw. Pero fue entonces, al cabo
de unos minutos, cuando mi palidez hizo difícil que se me pudiese
distinguir del blanco aséptico de la pared, porque no pude evitar
imaginar el espectro de aquel hombre saliendo por la ventanilla rota
del coche y largándose al cielo (o al infierno, vete tú a saber)
con aquel papel cuidadosamente doblado y manuscrito por mí, nada más
y nada menos que con mi dirección estampada.
Así que, es desde aquel día que sigo con mi (sí, ya sé, ya sé)
absurdo ritual para perderle el miedo a la oscuridad; pero, sólo
porque sé que él vendrá. “Es un hombre de palabra, jamás
deja una deuda sin saldar”, eso decía mi amiga Asun de él.
Y, como es una pena que las deudas no prescriban como lo hacen los
delitos, me estoy planteando hacer espiritismo para buscar el ánima
de algún cobrador del frac que haya muerto hace poco, para que vaya
a pedirle a Enrique lo que me debe. A ver si ésto pasa pronto...que
estoy deseando volver a meterme en la cama como lo hace el resto de
los humanos.
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